Decidió hacer una pausa para tomar algo. Metió en el chef-express una bandeja individual de croquetas de pescado prensado y en un minuto ya estaba cocinada. Quitó la tapa, se sirvió otra copa de vino y regresó ante la pantalla principal para comer directamente del envase.
– Busca Pablo Nopal -dijo en voz alta.
Aparecieron varias posibilidades y Bruna tocó una, pringando ligeramente la pantalla con la grasa de la comida. De inmediato se vio la imagen del hombre, una foto tridimensional de la cabeza, a tamaño real, en el lado derecho de la pantalla, y varias filmaciones en movimiento en el lado izquierdo. Moreno, delgado, con la nariz estrecha y larga, los labios finos, grandes ojos negros. Un tipo atractivo. Tenía treinta y cinco años. La edad del TTT, si fuera un rep. Pero no lo era. Nopal, decía la ficha, era dramaturgo y novelista, además de memorista. Y en efecto gozaba de cierta celebridad, no sólo por sus libros, bastante apreciados, sino también por el par de escándalos que tenía a sus espaldas. Siete años atrás había sido acusado del asesinato de un anciano tío suyo, un viejo patricio millonario del que casualmente él era el único heredero. Incluso permaneció algunos meses en prisión preventiva, pero al final hubo un oscuro asunto de contaminación de muestras y Nopal salió absuelto por falta de pruebas. Sin embargo su reputación quedó manchada y muchos siguieron creyéndolo culpable; de hecho, el Gobierno dejó de encargarle memorias a raíz de aquello, de modo que el hombre no había vuelto a ejercer ese trabajo. Al menos oficialmente, se dijo Bruna, porque las memorias del mercado negro también necesitaban un memorista que las escribiera. Tres años después de su absolución, Nopal se vio de nuevo implicado en otra muerte violenta, esta vez la de su secretario particular. Él había sido el último en ver a la víctima con vida y estuvo algún tiempo en el punto de mira de la policía, aunque al final ni siquiera llegó a ser procesado. Como es natural, todos estos turbios incidentes aumentaron las ventas de sus libros. No había como tener una reputación fatal para hacerse famoso en este mundo.
Bruna miró con atención el rostro de Nopal. Sí, era atractivo pero inquietante. Una sonrisa fácil pero demasiado burlona, demasiado dura. Unos ojos de expresión indescifrable. Había publicado tres novelas, la primera a los pocos meses de la muerte de su tío. Se titulaba Los violentos y su aparición fue celebrada como un pequeño acontecimiento cultural. Bruna marcó su contraseña y su número de crédito, pagó cinco gaias por el libro y descargó el texto en la tablilla electrónica. Pensaba echarle simplemente una ojeada, pero empezó a leer y no pudo parar. Era una novela corta y desasosegante, la historia de un chico que vivía en una zona de Aire Cero. Bruna había estado durante la milicia en uno de esos sectores hipercontaminados y marginales, y tuvo que reconocer que el autor sabía transmitir la desesperada y venenosa atmósfera del maldito agujero. El caso era que el chico se hacía amigo de una adolescente recién llegada, la hija de una jueza. Los magistrados, como los médicos, los policías y otros profesionales socialmente necesarios, eran destinados a los sectores de aire sucio cobrando el doble y durante un máximo de un año, para evitar repercusiones en la salud; y aun así, Bruna lo sabía, muchos se negaban a ir. La novela narraba la relación de los muchachos durante esos doce meses; al cabo, la noche antes de la partida de la jueza y su familia, los dos adolescentes mataban a la madre de la chica a martillazos. La escena era brutal, pero la novela estaba escrita de un modo tan convincente, tan veraz y angustioso, que Bruna experimentó una clara complicidad con los asesinos y deseó que escaparan de la justicia. Cosa que no conseguían: el final de la historia era deprimente.
Bruna apagó la tablilla, entumecida tras haber pasado varias horas en la misma posición y con una rara sensación de desconsuelo. Había algo en esa maldita novela que parecía que estaba escrito sólo para ella. Algo extrañamente cercano, reconocible. Algo que rozaba lo insoportable. Cuatro años, tres meses y veintitrés días.
Se puso en pie de un salto y caminó enfebrecida de un lado a otro. El piso no tenía más que dos ambientes, la sala-cocina y el dormitorio, y ninguna de las dos habitaciones era muy grande, de manera que con dar dos zancadas topaba con algún límite y tenía que volverse. Miró a través del ventanal: la ciudad brillaba y zumbaba en la oscuridad. Se acercó al gran tablero del rompecabezas: llevaba más de dos meses haciendo ese puzle y todavía le quedaba un agujero central de casi un centenar de piezas. Era uno de los más difíciles de cuantos había hecho: se trataba de una imagen del Universo, y había muchísima negrura y pocos cuerpos celestes por los que orientarse. Miró durante un rato los bordes dentados del hueco y manoseó las piezas sueltas, intentando encontrar alguna que encajara. El orden escondido dentro del caos. Por lo general, cuando resolvía rompecabezas se encontraba más cerca de la serenidad que en ningún otro momento de su crispada vida, pero ahora no podía concentrarse y terminó por abandonar sin haber conseguido colocar ni un solo fragmento más. La culpa era de Nopal, se dijo, y de esa asquerosa novela que ella había sentido tan cercana; los jodidos memoristas eran todos igual de perversos, igual de repugnantes. Entonces, y como tantas otras veces en las que el desasosiego le estallaba dentro del cuerpo, Bruna decidió ir a correr: el cansancio físico era el mejor tranquilizante. Se puso unos viejos pantalones de deporte y las zapatillas y abandonó el apartamento. Cuando pisó la calle eran las doce en punto de la noche.
Salió disparada en dirección al parque, primero tan descontrolada y tan deprisa que enseguida se quedó sin aliento. Redujo el paso y procuró tomar un ritmo equilibrado, respirar bien, acomodar el cuerpo. Poco a poco fue entrando en esa cadencia relajante e hipnótica de las buenas carreras, sus pies casi ingrávidos tocando la acera al compás de los latidos del corazón. Por encima de su cabeza, las pantallas públicas derramaban los estúpidos mensajes habituales, gracietas juveniles, clips musicales, imágenes privadas de las últimas vacaciones de alguien o noticias cubiertas por periodistas aficionados. En una pantalla vio cómo estallaba un Ins en Gran Vía, por fortuna no causando más muerte que la suya. Menos mal que por ahora los Terroristas Instantáneos eran tan incompetentes y tan lerdos que casi nunca lograban hacer mucho daño, pensó la androide; pero cuando esos chiflados antisistema aprendieran a organizarse y a fabricar bien sus bombas caseras, los Ins se iban a convertir en una pesadilla: todas las semanas se inmolaba alguno en Madrid por no se sabía muy bien qué razón. Bruna entró en el parque por la puerta de la esquina y cruzó el recinto en diagonal. No era un parque vegetal, sino un pulmón. A la rep le gustaba correr entre las hileras de árboles artificiales porque le era más fácil respirar: absorbían mucho más anhídrido carbónico que los parques auténticos y realmente se notaba la elevada concentración de oxígeno. Yiannis le había contado que, décadas atrás, los árboles artificiales se construían imitando más o menos a los verdaderos, pero ya hacía mucho que se habían abandonado esas formas absurdamente miméticas para buscar un diseño más eficiente. La androide conocía por lo menos media docena de modelos de árboles, pero los de este parque-pulmón, propiedad de la Texaco-Repsol, eran como enormes pendones de una finísima red metálica casi transparente, tiras flotantes de un metro de anchura y tal vez diez de altura que se mecían con el viento y producían pequeños chirridos de cigarra. Cruzar el parque era como atravesar las barbas de una inmensa ballena.
Читать дальше