Cuando salió al otro lado, Bruna se sorprendió a sí misma torciendo hacia la derecha, en vez de ir a la izquierda y regresar a casa por la avenida de Reina Victoria, como tenía pensado. Trotó durante un minuto sin saber muy bien adónde iba, hasta que comprendió que se dirigía hacia los Nuevos Ministerios, uno de los agujeros marginales de la ciudad, una zona de prostitución y de venta de droga: tal vez pudiera encontrar allí algún traficante de memoria. No era el sitio más recomendable por el que pasearse de noche y sin armas, pero, por otra parte, un rep de combate haciendo deporte tampoco debía de ser el objetivo más deseable para los malhechores.
Pese a su nombre, los Nuevos Ministerios eran muy viejos. Habían sido construidos dos siglos atrás como centros oficiales; se trataba de un conjunto de edificios unidos entre sí que formaban una gigantesca mole zigzagueante, y debió de ser un mamotreto de cemento feo e inhóspito desde el momento de su inauguración. Durante las Guerras Robóticas los Nuevos Ministerios fueron empleados para realojar a las personas desplazadas, y luego no hubo manera de sacarlas de allí. Los refugiados iniciales realquilaron cuartos de forma ilegal a otros inquilinos y el entorno se degradó rápidamente. Las ventanas estaban rotas, las puertas quemadas y los antiguos jardines eran mugrientas explanadas vacías. Pero también había bares bulliciosos, sórdidos fumaderos de Dalamina, cabarets miserables. Todo un mundo de placeres ilegales regido por las bandas del lugar, que eran quienes pagaban por los derechos del aire.
Bruna llegó al perímetro exterior de los Nuevos Ministerios y pasó frente al Cometa, el local más famoso de la zona, un antro fronterizo hasta el que llegaban algunos clientes acomodados deseosos de asomarse al lado oscuro de la vida. La música era atronadora y en las proximidades de la puerta había bastantes personas. La mayoría, cuerpos de alquiler, calculó la detective con una rápida ojeada. Justo en ese momento un chaval de aspecto adolescente se emparejó con ella y se puso a trotar a su lado.
– Hola, chica fuerte… Veo que te gusta el deporte… ¿Te apetece hacer gimnasia conmigo dentro? Hago maravillas…
Bruna le miró: tenía los típicos ojos de pupila vertical, pero se le veía demasiado joven para ser un androide. Claro que podía haberse hecho una operación estética… Aunque lo más probable era que llevara lentillas para parecer un rep. Muchos humanos sentían una morbosa curiosidad sexual por los androides, y los prostitutos se aprovechaban de ello.
– ¿Eres humano o tecno?
El muchacho la miró, dubitativo, sopesando qué respuesta le convenía más.
– ¿Qué prefieres que sea?
– En realidad me importa un rábano. Era curiosidad, no negocios.
– Venga, anímate. Tengo caramelos. De la mejor calidad.
Caramelos. Es decir, oxitocina, la droga del amor. Una sustancia legal que compraban las parejas estables en las farmacias para mejorar y reverdecer su relación. Ahora bien, los caramelos eran cócteles explosivos de oxitocina en dosis masivas combinada con otros neuropéptidos sintéticos. Una verdadera bomba, por supuesto prohibida, que Bruna había tomado alguna vez con fulminante efecto. Pero no era ni el momento ni el lugar.
– No pierdas tu tiempo. Te lo digo en serio. No quiero nada de lo que ofreces.
El joven frunció ligeramente el ceño, algo disgustado pero lo suficientemente profesional como para seguir siendo encantador. Como siempre se repetía a sí mismo, un rotundo no de hoy podía ser un sí-clávamela de mañana.
– Está bien, cara rayada… Otro día será. Y yo que tú, guapa, no seguiría corriendo por ahí… Es una zona mala, incluso para las chicas fuertes.
Habían llegado al primer edificio, allí donde empezaban las oscuras explanadas del interior. El tipo dio la vuelta y comenzó a trotar hacia la ya lejana luz del Cometa. Entonces Bruna tuvo una idea.
– ¡Espera!
El chico regresó, sonriente y esperanzado.
– No, no es eso -se apresuró a decir la rep-. Es sólo una pregunta: los caramelos se los comprarás a alguien, ¿no?
– ¿Quieres que te pase alguno?
– No, tampoco es eso. Pero me interesan los que venden drogas. ¿Conoces a los traficantes de por aquí?
Al muchacho se le borró la sonrisa de la boca.
– Oye, no me busques líos. Yo me largo.
Bruna le agarró por el brazo.
– Tranquilo. No soy policía, tampoco camello, no tengas miedo. Te daré cien ges si contestas unas preguntas sencillísimas.
El prostituto se quedó pensando.
– Primero dame el dinero y luego te contesto.
– Está bien. No llevo efectivo, así que ponte en modo receptor.
Activaron los móviles y Bruna tecleó en el suyo la cantidad de 100 gaias y envió la orden. Un pitido señaló la transferencia del dinero.
– Vale. Tú dirás.
– Estoy interesada en las memorias artificiales. ¿Sabes de alguien que venda por aquí?
– ¿Las memas ? No sé. No uso. Pero allí al fondo, al otro lado de esa caseta medio derruida, donde está el farol rojo, hay un fumadero. Y tengo oído que más allá del fumadero, entre los arcos, es donde se ponen los traficas.
– ¿Tienes oído? No fastidies. ¿Y tú de dónde sacas los caramelos ?
– Oye, yo soy un profesional… Tengo un proveedor personal que me lo lleva a casa, todo un señor, nada que ver con esto, él sólo vende oxitocina. Aquí son drogas duras, fresas, memas, hielo… Yo de eso no sé nada, no me drogo. Salvo los caramelos, que son parte de mi trabajo. Lo siento, pero no te puedo decir más. Vete hasta el farol rojo y mira bajo los arcos que hay a la izquierda.
La androide suspiró.
– Esa información no vale el dinero que te he dado.
– ¿Qué quieres? ¡Soy un buen chico! -contestó el otro con una sonrisa encantadora.
Y, dando media vuelta, echó a correr hacia el bar.
Bruna comenzó a atravesar la sórdida explanada. La mitad de las luces estaban rotas y las sombras se remansaban de modo irregular, grumos de tinieblas en la penumbra. Por fortuna ella podía ver bastante bien en la oscuridad, gracias a los ojos mejorados de los reps. Se suponía que las pupilas verticales servían para eso, aunque Myriam Chi y otros extremistas dijeran que los ojos gatunos no eran más que un truco segregacionista para que los reps pudieran ser fácilmente reconocidos. En cualquier caso la visión nocturna permitió a la detective distinguir a varias decenas de personas que, solas o en grupo, deambulaban por el lugar. Se cruzó con tres o cuatro, seres huidizos que se apartaban de su paso. También había algunos tipos durmiendo en el suelo, o quizá estuvieran desmayados, o quién sabe si muertos, yonquis con el cerebro quemado por la droga; no eran más que unos bultos oscuros, apenas distinguibles de los cascotes y demás desperdicios que cubrían la zona. Cerca de la puerta del fumadero vio un par de replicantes de combate, sin duda gorilas contratados. La miraron pasar con gesto furioso, como perros guardianes desesperados por no poder abandonar su puesto para ir a morder al intruso. Bruna se metió bajo los arcos, dejando el fumadero a la espalda. La luz roja del farol teñía la penumbra con un resplandor sanguinolento y fantasmal. Caminó lentamente por la arquería; delante de ella se iba espesando la oscuridad. Algunas pilastras más allá le pareció ver la silueta de una persona; estaba concentrada en distinguir su aspecto cuando alguien se le echó encima bruscamente. Con un reflejo de defensa automático, la rep agarró por los brazos al agresor y ya estaba a punto de machacarle la cabeza contra el muro cuando comprendió que no era un asaltante, sino un pobre idiota que había chocado sin querer contra ella. Peor aún: era un niño. Un verdadero niño. El crío la miraba aterrado. Bruna advirtió que casi lo tenía levantado en vilo y le soltó con suavidad. Por todos los demonios, si no parecía ni alcanzar la edad reglamentaria.
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