– ¿Por qué me has hecho venir al museo?
– No me gusta que la gente entre en mi casa. Y este sitio es cómodo. Cuéntame.
Sin duda era un tipo extremadamente reservado. De alguna manera se las había arreglado para escamotear parte de su biografía de la Red. Por más que buscó, la androide no consiguió encontrar un solo dato sobre su infancia. Nopal parecía salir de la nada a los diez años, cuando fue oficialmente adoptado por su tío. Tanto misterio era toda una proeza de desinformación en esta sociedad hiperinformada.
– Mi cliente, antes no te dije su nombre, es Myriam Chi…
Bruna hizo una pausa microscópica para ver si la noticia producía alguna reacción, pero el hombre permaneció imperturbable.
– Ella piensa que tú podrías ayudarnos con la investigación.
– ¿Qué investigación?
– La de esos reps que parecen volverse repentinamente locos y que matan a otros androides y se suicidan.
– El caso del tranvía…
– No sólo ése. En realidad, hay por lo menos otros cuatro casos semejantes.
– ¿Y qué pinto yo?
– No se ha dicho públicamente, pero pierden la razón porque se meten memorias artificiales adulteradas. Alguien se ha puesto a vender memas mortales.
Nopal curvó sus finos labios en una sonrisa ácida, se inclinó hacia delante hasta quedar a dos palmos de la cara de la mujer y repitió con irónica lentitud:
– ¿Y-qué-pinto-yo?
Qué fastidio de tipo, pensó Bruna. Éste era uno de esos momentos en los que la detective hubiera deseado que siguiera vigente el uso del usted , un tratamiento que al parecer en origen era cortés, pero que al final, antes de quedar obsoleto, servía para alejar desdeñosamente al interlocutor, como ella había visto tantas veces en las películas antiguas. Sí, un helador usted le habría venido ahora muy bien. Usted es un asqueroso memorista, le habría dicho. Usted puede ser el cerdo que ha escrito las memas letales. Échese usted para atrás en el asiento y deje de intentar impresionarme.
– Bueno, tú eres un memorista…
El escritor se repantingó en el sillón y soltó un suspiro.
– Lo dejé o más bien me echaron hace varios años, como sin duda sabes. Y antes de que cometas el error de volver a soltar una grosería, te diré que no, no me dedico a escribir memorias ilegales. No lo necesito. Mis novelas se venden muy bien, por si no te has enterado. Y tengo el dinero que heredé de mi querido tío.
– Pero quizá sepas de otros memoristas… No hay muchos. ¿Quién podría estar metido en ese negocio?
– Rompí todas mis relaciones con ese mundo cuando me echaron. Digamos que por entonces no me era muy agradable seguir conectado con ellos.
– Pues Myriam Chi cree que puedes saber algo.
Nopal sonrió de nuevo. Esta vez, para sorpresa de Bruna, casi con ternura.
– Myriam siempre me ha creído más poderoso de lo que soy…
Frunció el ceño, pensativo. Bruna aguardó en silencio, intuyendo que el hombre estaba a punto de decir algo. Pero no se esperaba lo que al final soltó.
– ¿Qué edad tienes, Husky?
– ¿Y eso qué importa?
– Yo diría que debes de tener unos 5/30… Quizá 6/31. Y entonces sería posible.
– ¿Qué sería posible?
– Que yo hubiera escrito tu memoria.
Bruna se quedó sin aire en los pulmones. Un golpe de sudor le empapó la nuca.
– Es una idea repugnante -susurró.
Y apretó los dientes para aguantar las náuseas.
– ¿Sabes, Husky? Hay otra razón por la que he quedado aquí contigo en vez de citarte en casa… He tenido algunos problemas con algunos reps. Por lo general, los tecnohumanos no apreciáis demasiado a los memoristas, y en cierto modo lo entiendo.
– Está prohibido identificarse como autor de una memoria. Está prohibido. No puedes hacerlo.
– Lo sé, lo sé. Tranquila, Bruna. Perdona mi pregunta de antes. En realidad, nunca te lo diría. Aunque no estuviera prohibido, si lo supiera no te lo diría. Te lo prometo.
El pequeño alivio que la androide experimentó con las palabras de Nopal le hizo darse cuenta de lo aterrorizada que estaba. Y junto con el alivio sintió algo parecido a la gratitud. Era una emoción estúpida, injustificada y demasiado próxima a un síndrome de Estocolmo, pero no podía evitarla. Cuatro años, tres meses y veintidós días.
– Sin embargo, los memoristas no sólo no sentimos antipatía hacia los reps, sino que os tenemos un afecto especial. Al menos yo. Poder construir la memoria de una persona es un privilegio indescriptible. ¿Te imaginas? La memoria es la base de nuestra identidad, así que de alguna manera yo soy el padre de cientos de seres. Más que el padre. Soy su pequeño dios particular.
Bruna se estremeció.
– Yo no soy mi memoria. Que además sé que es falsa. Yo soy mis actos y mis días.
– Bueno, bueno, eso es discutible… Y, en cualquier caso, no cambia lo que te estaba diciendo… Porque yo hablaba de mis sensaciones, de cómo lo veo yo. Y te decía que amo a los reps. Me inspiráis una emoción especial. Una complicidad profunda.
– Ya. Pues perdona que no sienta lo mismo. Perdona que no le agradezca a mi pequeño dios, sea quien sea, toda esa basura arbitraria de recuerdos falsos.
– ¿Basura arbitraria? La vida real sí que es arbitraria. Mucho más arbitraria que nosotros. Yo siempre he intentado hacerlo lo mejor posible… Pensaba y escribía con absoluto cuidado cada una de las quinientas escenas…
– ¿Quinientas?
– ¿No lo sabías? Una vida está compuesta de quinientos recuerdos… Quinientas escenas. Y con eso basta. Yo siempre intenté compensar unas cosas con otras, ofrecer cierto espejismo de sentido, la intuición final de un todo armónico… Mi especialidad eran las escenas de la revelación…
– El maldito baile de fantasmas.
– Mis escenas de revelación eran compasivas, ésa es la palabra. Instructivas, compasivas. Fomentaban la madurez del replicante.
– Mi memorista mató a mi padre cuando yo tenía nueve años. Yo le adoraba, y un delincuente le asesinó estúpidamente una noche en la calle.
– Esas cosas ocurren, por desgracia.
– ¡Yo tenía nueve años! Y pasé cinco sufriendo como un perro hasta cumplir catorce y llegar a mi baile de fantasmas. Hasta enterarme de que mi padre no era real y por lo tanto tampoco había sido asesinado.
– No es así, Bruna. Como sabes, esos cinco años de los que hablas no existieron. No es más que una memoria falsa. Todas las escenas fueron insertadas simultáneamente en tu cerebro.
Un nudo de enfurecidas y abrasadoras lágrimas apretó la garganta de la detective. Tuvo que hacer un esfuerzo para hablar y la voz salió ronca.
– ¿Y el dolor? ¿Todo ese dolor que tengo dentro? ¿Todo ese sufrimiento en mi memoria?
Nopal la miró con gravedad.
– Es la vida, Bruna. Las cosas son así. La vida duele.
Hubo un pequeño silencio y después el hombre se puso en pie.
– Haré unas cuantas llamadas e intentaré enterarme de cómo están las cosas entre los memoristas. Ya me pondré en contacto contigo si consigo algo.
Nopal se inclinó un poco y rozó la tintada mejilla de Bruna con un dedo. Un gesto tan leve que la rep casi creyó haberlo imaginado. Luego el memorista se atusó el lacio flequillo, recuperó su sonrisa encantadora y poco fiable y, dando media vuelta, se marchó. La androide lo miró mientras se alejaba, aún sentada, aún anonadada, con los pensamientos zumbando en su cabeza como un enjambre de abejas. Quinientas escenas: ¿sólo esa miseria era su vida? Estaba intentando reunir fuerzas para levantarse cuando oyó la señal de una llamada. Miró el móvil de su muñeca: era Myriam Chi.
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