Rosa Montero - Lágrimas en la lluvia

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Estados Unidos de la Tierra, Madrid, 2109, aumenta el número de muertes de replicantes que enloquecen de repente. La detective Bruna Husky es contratada para descubrir qué hay detrás de esta ola de locura colectiva en un entorno social cada vez más inestable. Mientras, una mano anónima transforma el archivo central de documentación de la Tierra para modificar la Historia de la humanidad.
Agresiva, sola e inadaptada, la detective Bruna Husky se ve inmersa en una trama de alcance mundial mientras se enfrenta a la constante sospecha de traición de quienes se declaran susaliados con la sola compañía de una serie de seres marginales capaces de conservar la razón y la ternura en medio del vértigo de la persecución.
Una novela de supervivencia, sobre la moral política y la ética individual; sobre el amor, y la necesidad del otro, sobre la memoria y la identidad. Rosa Montero narra una búsqueda en un futuro imaginario, coherente y poderoso, y lo hace con pasión, acción vertiginosa y humor, herramienta esencial para comprender el mundo.

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– Pero espera, espera, ¿qué me estás diciendo? ¿Que los tecnohumanos están preparando un golpe de Estado? Pero si hasta ahora las víctimas han sido sólo tecnos…

– Naturalmente, porque esto son sólo los comienzos… Todo esto forma parte de un plan maquiavélico que ahora mismo no puedo revelar. Pero te aseguro, y escúchame bien lo que te digo, te aseguro que dentro de muy poco las víctimas empezarán a ser humanas.

– Mira, Hericio, ésas son afirmaciones muy arriesgadas y muy extremistas y yo no…

– Por desgracia lo veremos. ¡Lo veremos muy pronto! Porque este Gobierno compuesto de débiles mentales y de chuparreps no será capaz de hacer nada para evitarlo.

– Pero, según tú, ¿qué habría que hacer?

– Mira, los reps son un error nuestro. En realidad, hasta me compadezco de ellos, hasta me dan pena, porque son unos monstruos que hemos creado los humanos. Son hijos de nuestra soberbia y de nuestra avaricia, pero eso no impide que sean monstruosos. Hay que acabar cuanto antes con esa aberración y en el programa de nuestro partido se dice claramente cómo hacerlo. En primer lugar, cerrar para siempre todas las plantas de producción; y después, dado que su vida es tan corta, bastará con internar a todos los reps hasta su muerte.

– Ya. Los famosos campos de concentración de los años sesenta. Te recuerdo que la terrible guerra rep se desató por mucho menos que eso.

– Por eso hay que actuar deprisa, por sorpresa y con mano dura. Somos muchos más que ellos. No podemos dejar que ellos ataquen antes.

– Si es que alguna vez atacan, Hericio. En fin, en este programa no siempre estamos de acuerdo con las opiniones de nuestros entrevistados, pero somos firmes partidarios de la libertad de expresión y en cualquier caso aquí quedan las rotundas ideas del líder del Partido Supremacista Humano. Muchas gracias.

Bruna estaba pasmada. Hacía tiempo que no escuchaba algo tan violento. Y aún le parecía más culpable Ovejero por haber invitado a semejante tarado a un programa con audiencia, y por haberle dejado soltar su panfleto paranoico sin contradecirle ni cortarle, apenas simulando una pantomima de disensión. Pero, claro, ¿qué se podía esperar de un tipejo que se refería a los humanos como «la gente normal»?

– Esto es inaudito… Yo creo que habría que ponerles una denuncia por incitación a la violencia entre especies… -farfulló Yiannis.

Tal vez Hericio hubiera pagado a Ovejero, pensó Bruna. O tal vez el fanatismo antirrep estuviera creciendo mucho más deprisa de lo que ella pensaba. Se estremeció. «Vamos, Husky, tú sabes que estamos totalmente discriminados», había dicho Myriam. Y también ella había hablado de conspiraciones y conjuras… desde el otro lado. No podía ser, estaban todos chiflados. Tenía que tratarse de algo más estúpido y más simple. De una partida de memas estropeadas. Notó un pequeño punto de escozor dentro de su cabeza, una pequeña idea pugnando por salir. Decidió no prestarle atención: por lo general, las ideas afloraban a la superficie por sí solas si ella se relajaba.

– Tengo que irme al MRR, Yiannis.

– Sí. Y yo tengo que ponerme a trabajar.

El holograma del viejo desapareció. Bruna se dio una breve ducha de vapor, se vistió con una falda metalizada de color violeta y una camiseta azul y sacó de la nevera un cubilete doble de café para írselo tomando por el camino. Cogió un taxi y no tardó nada en llegar. De hecho, apenas si le había dado tiempo a sacudir el cubilete para que se calentara y a beberse el contenido cuando ya estaban parando frente a la sede del Movimiento Radical Replicante.

– Me has dejado el coche apestando a café -gruñó la taxista.

– Pues es un olor muy agradable. Deberías rebajarme el precio de la carrera -contestó Bruna con tranquilidad.

Pero cuando bajó se le cruzó una idea inquietante: esta mujer ha sido antipática conmigo porque soy una rep. Bruna sacudió la cabeza, irritada consigo misma. Odiaba tener ese tipo de pensamientos persecutorios. Y ya se sabía que los taxistas detestaban en general que la gente comiera o bebiera en sus vehículos. Cuatro años, tres meses y veintiún días.

En la puerta del MRR había dos coches de policía, además de los guardias de seguridad habituales. Bruna tuvo que identificarse varias veces y pasar por el escáner antes de que la dejaran subir. Preguntó por Valo Nabokov, la jefa de seguridad y amante de Chi, y, para su sorpresa, la mujer la recibió enseguida. Cuando entró en su despacho, Valo estaba de espaldas mirando por la ventana. Era tan alta como Bruna y probablemente también una replicante de combate, pero vestía de una manera mucho más femenina y sofisticada: pantalones ajustados, vaporosa sobrefalda de vuelo con lunares tridimensionales representando capullos de rosa, grandes plataformas en los zapatos. El pelo, muy negro y espeso, formaba un complicado moño en la coronilla.

– Siéntate, Husky -ordenó sin volverse.

Había un sillón de polipiel y una silla roja de alacrilato. La detective escogió la silla: no quedaría tan hundida. Pasaron unos segundos interminables sin que nada sucediera y luego Valo se volvió. No era fea, por supuesto. Todos los tecnos tenían rasgos regulares y armónicos (a veces Bruna pensaba que ésta era una de las razones por las que los humanos no les querían), aunque no todos eran igual de atractivos. La jefa de seguridad, por ejemplo, resultaba más bien desagradable. Las replicantes de combate tenían poco pecho porque era más operativo a la hora de luchar; pero Nabokov se había implantado unos enormes senos que llevaba muy levantados y muy desnudos, como una gran bandeja de carne bajo su rostro cuadrangular y pálido.

– Dime algo -barbotó.

– ¿Algo de qué?

– Llevas dos días trabajando para nosotros. Dime qué has descubierto. Dime quién le ha hecho esto.

– No sé nada todavía.

La mujer clavó en ella unos ojos llameantes. Grandes ojeras sombreaban su cara.

– La has perdido. Es tu culpa. Era tu responsabilidad y no has hecho nada.

– Chi no me contrató para que la protegiera, sino para investigar la muerte de los reps. En realidad su seguridad dependía de ti.

La tecno cerró los ojos con un casi imperceptible gesto de dolor. Luego volvió a mirar a Bruna con cara de loca. Tenía el moño medio deshecho y parecía uno de esos medallones antiguos de las Furias que Yiannis le había enseñado alguna vez.

– Vete.

– Espera un momento, Nabokov, lamento tu pérdida, pero es importante que hablemos…

– ¡Vete!

– Myriam me llamó ayer. Creo que tenía algo que contarme, quizá hubiera descubierto algo. Me dijo que viniera a verla esta mañana a las nueve.

Valo se quedó mirándola de hito en hito y Bruna acabó bajando los ojos. Se fijó en las manos de la androide: grandes, huesudas, temblorosas. Unas manos crispadas que, cosa extraordinaria, parecían cubiertas de unas pecas regulares y oscuras. No, no eran pecas: eran unas pequeñas heridas a medio cicatrizar, tal vez quemaduras.

– Pero no has venido… -susurró Valo.

– ¿Qué?

– A la cita de las nueve. No has venido.

Bruna se turbó.

– Cierto. Me… retrasé. Y luego vi las noticias.

Y en ese momento tan absolutamente inapropiado aterrizó en la cabeza de la detective el pequeño pensamiento que antes le había estado eludiendo: no era sólo extraño que Hericio tuviera tantos datos. También era raro que los tuviera Chi. ¿Cómo había llegado la líder rep a saber todo eso? ¿Y cómo demonios conocían tanto uno como otra que todos los implicados tenían insertada una memoria adulterada? ¿Quién les habría proporcionado una información que sólo poseía la policía? Después de todo, tal vez las teorías de la conspiración tuvieran alguna base real… Además, esa obsesión de las víctimas con los ojos no podía ser efecto de un deterioro casual de las memas .

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