Hecho lo cual, dedicó el resto de la tarde a perder el tiempo.
Intentó repasar la documentación que le había dado Habib sobre las cuatro primeras muertes, pero estaba demasiado fatigada y las copas de vino le provocaron una modorra pastosa e insuperable. Probó a echarse en la cama y dormir un poco, pero se encontraba demasiado tensa para poder descansar. Pensó en hacer un poco de gimnasia, pero nada más imaginar el esfuerzo ya se sintió agotada. Se arrellanó casi catatónica en el sofá con otra copa de vino en la mano, pero minutos después una comezón interior hizo que se pusiera en pie y deambulara erráticamente por el cuarto. Consiguió colocar una pieza del rompecabezas, pero le costó tanto que después lo dejó. Leyó unas cuantas páginas de la última novela de Malencia Piñeiro sin conseguir enterarse de nada. Se puso las gafas tridimensionales y empezó a jugar a juegos virtuales, el concurso de tiro al arco, la carrera de cohetes y el eslalon gigante, entretenimientos vertiginosos y obsesivos que por lo general le vaciaban la cabeza y lograban embrutecerla plácidamente, pero en esta ocasión los repetitivos juegos le rompieron los nervios.
Entonces miró la hora, las 21:50, y comprendió que en realidad había estado haciendo tiempo hasta alcanzar ese momento, hasta la llegada de la noche y el comienzo del probable turno de Gándara, hasta poder ir al Instituto Anatómico Forense para ver el cadáver de Myriam Chi.
Había refrescado bastante, así que Bruna se puso una chaqueta térmica sobre la camiseta y la breve falda metalizada y salió a la calle. Iba un poco mareada: demasiadas copas para sólo dos hamburguesas de soja en el estómago. Pero media hora más tarde, cuando se adentraba por los lúgubres pasillos del Instituto, con sus pasos resonando sobre la desgastada piedra del suelo, temió estar todavía demasiado sobria y lamentó no haberse tomado un par de copas más.
Por fortuna, esa noche sí estaba el viejo Gándara. Le vio a través del ventanal que comunicaba el despacho con la sala 1 de autopsias, hurgando en persona en el cadáver de alguien. Aunque con los robots y la telecirugía no era necesario tocar los cuerpos, Gándara seguía metiendo las manos en casi todos sus muertos: decía que ninguna tecnología podía sustituir la complejidad y la sutileza del estudio en directo. Ahí estaba ahora, inclinado sobre algo que alguna vez fue alguien, con su aspecto, tan pertinente, de buitre leonado, el rostro relativamente sin arrugas propio de un tratamiento estético rutinario, pero la nariz afilada y prominente, las cejas plumosas, la cabellera hirsuta, el cuello largo y flaco y unos ojos muy negros redondos e intensos. Levantó la cabeza Gándara y vio a la detective, y le hizo señas con la mano para que pasara. Una mano enguantada y llena de sangre. Bruna dudó unos instantes y el forense volvió a agitar su pringoso brazo, los coágulos brillando como laca china bajo el potente foco. Entonces la rep entrevió un rostro moreno y mofletudo en el destripado cadáver de la mesa: era el cuerpo de un hombre desconocido. Suspiró y empujó la puerta de la sala de autopsias. No sabía si hubiera podido soportar que Gándara estuviera manipulando los restos de Chi.
– Hola, Husky, ¿cómo va la vida? Creo que viniste por aquí el otro día…
– Sí.
– Asustaste a mi ayudante.
– Se asusta fácilmente.
– Es un cretino. ¿Vienes por lo de Chi?
– En efecto. Siempre tan perspicaz.
– Era obvio. El cretino de Kurt me dijo que estabas interesada en el caso de Caín.
– Ya.
Gándara hablaba sin dejar de manipular el cuerpo despiezado. Un cuerpo que Bruna se forzó a mirar, porque ya no era nada. Esa carne exangüe, esa sangre tan oscura, esos kilos de materia orgánica ya no eran nada. Había sido un humano, pero la muerte lo igualaba todo.
– Y lo de Chi, en efecto, es lo mismo. También tenía dentro una memoria letal, igual que Caín. ¿Quieres verla?
– ¿La memoria?
– No. A Chi. La mema la he mandado al laboratorio de Bioingeniería.
No, pensó Bruna. Voy a decirle que no, que no quiero que me enseñe a la líder rep. Pero no pudo formular palabra.
– Depósito, saca a Myriam Chi -ordenó el forense al sistema central-. Espera un segundo a que me limpie un poco.
Gándara se lavó las manos enguantadas en un chorro de vapor mientras se abría la cámara frigorífica y un carro-robot traía el cuerpo de la mujer. No quiero verla, volvió a decirse Bruna. Pero se acercó a la cápsula con pasos de autómata.
– Está algo estropeada. Se arrojó al metro, ya sabes. Pero, por otra parte, para haber sido arrollada salió bastante entera, aparte de la amputación de una pierna. El golpe la reventó por dentro. Abrir cápsula.
El cilindro metálico transparente descorrió la tapa con un siseo neumático. En su interior, rodeado por la sutil humareda del nitrógeno líquido, estaba el cadáver de Myriam Chi. Azulosa, desnuda, rapada, con las cicatrices de la autopsia en el cráneo y el tórax. Pero con el rostro sin deformar. Y sin pintar. Aniñada e indefensa. Más abajo, el grotesco revoltijo de las piernas. El miembro amputado y en pedazos, cuidadosamente recolocado como las piezas de un puzle. Por la mente de Bruna cruzó, como un espasmo, la imagen amenazante de la bola holográfica: ese cuerpo de Chi tajado y ultrajado. Entonces, cuando lo vio por primera vez, aún era mentira. Cerró los ojos y expulsó el recuerdo de su cabeza. No siento nada, pensó. Esto no es más que un pedazo de carne congelada.
– Está bastante guapa pese a todo, ¿no? Mañana les devolveré el cadáver a los del MRR y podrán montar un bonito espectáculo reivindicativo con el entierro.
– Gándara, necesito que me pases los análisis del laboratorio sobre las memas… Tengo que saber qué contienen esos malditos implantes.
– Y a mí también me gustaría saberlo, pero los de Bioingeniería no me han dado nada… Ni de ésta, ni de Caín, ni de los del tram. Curiosamente, la Policía Judicial ha decidido que todos esos informes son secretos…
– Una decisión acertada, me parece -dijo una voz a sus espaldas.
Bruna y el forense se volvieron. Era un hombretón enorme, más alto que Husky y dos veces más ancho. Su masivo corpachón tapaba la puerta.
– Porque me temo que, de tener esos informes, tú, que supongo que eres el forense Gándara, se los habrías dado a esta androide. Que no sé quién es -siguió diciendo el tipo.
Hablaba lentamente, arrastrando las palabras, como si estuviera medio dormido. Había algo letárgico en él, en sus ojos verdes medio velados por los pesados párpados, que no parecían ser capaces de abrirse del todo, y en la manera en que su sólido cuerpo se asentaba a plomo sobre el suelo, como si quisiera atornillarse a la piedra.
– Nosotros tampoco sabemos quién mierda eres tú -dijo Bruna con estudiada grosería.
Pero mentía, porque el barato y convencional traje de tres piezas, pantalón y camisa gris y chaqueta térmica algo más oscura le delataba como un funcionario. Seguro que era un policía.
– Inspector Paul Lizard, de la Judicial -dijo el hombretón enseñando su identificación-. Y tú eres…
– Yo soy la hermana de la víctima -dijo Bruna, sarcástica.
– Tú debes de ser la detective que han contratado los del MRR, ¿no? Bruna… Bruna Husky -dijo Lizard, imperturbable, consultando las notas de su móvil.
– Clarividente.
– Pues me alegro de verte. Precisamente quería hablar contigo.
– ¿De qué? ¿De por qué ocultáis a todo el mundo el asunto de las memorias adulteradas?
– Tal vez. ¿Puedes pasarte mañana por la Judicial? Supongo que sabes dónde estamos. ¿A las 13:00?
– ¿Y por qué debo hacerlo?
– Porque te conviene. Porque podemos ayudarnos. Porque eres una mujer curiosa. Porque si no vienes haré que te detengan y te traigan.
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