Ted Dekker - Rojo

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Todo gira en torno a Thomas Hunter, un escritor de poco éxito que sobrevive trabajando en el café Java Hut, en Denver. Pero su aparentemente monótona vida sufrirá un vuelvo radical cuando fuerzas desconocidas liberen un arma bacteriológica en la atmósfera. Al final de la jornada, tres millones de personas serán portadoras del virus más letal que haya conocido la humanidad, y en sólo un par de días habrá noventa millones de infectados.
El punto es que no existe ninguna vacuna… pero extrañamente, la única esperanza es Thomas Hunter. ¿Cómo? ¿Por qué? Él no lo sabe, pero su existencia amenaza importantes planes y por eso debe morir.

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– ¡Solicito hablar con el general llamado Martyn! -resonó su voz en el desierto.

– ¿Qué cree él que está haciendo? ¿Se está rindiendo?

– No sé, Markus. Aún estamos vivos.

– ¡No podemos rendirnos! Las hordas no toman prisioneros.

– Creo que intenta hacer la paz.

– ¡Paz con ellos es traición contra Elyon! -exclamó Markus.

– Envía un mensajero, por el flanco oriental.

– ¿Ahora?

– Sí. Veamos si lo dejan pasar. Markus dio la orden.

Justin aún miraba al enemigo, esperando. Un jinete salió de la línea de Jamous y corrió hacia el oriente, del mismo modo que había hecho Justin. Los encostrados no se movieron para detenerlo.

– Lo están dejando pasar.

– Bueno. Veamos si…

– Ahora lo están deteniendo.

Los encostrados cerraron el flanco oriental. El jinete se detuvo y retrocedió.

Jamous lanzó una palabrota.

– Bien, veamos entonces cuán lejos nos lleva la traición.

Como en el momento justo, el ejército de hordas se abrió directamente al frente. Un general solitario montado en un caballo, que vestía la banda negra de su rango, salió lentamente hacia Justin. Martyn. Jamous logró distinguir el rostro del encostrado debajo de la capucha, pero no sus rasgos. Se detuvo a diez metros de la espada de Justin.

El desierto llevaba el suave sonido de las voces, pero Jamous no distinguía las palabras. Siguieron hablando. Cinco minutos. Diez.

De pronto el general Martyn se deslizó del caballo, se reunió con Justin a la altura de la espada clavada en la arena y se agarraron las manos en el saludo tradicional de la selva.

– ¿Qué?

– Cállate, Markus. Si vivimos otro día para pelear, lo arrastraremos por su traición.

El general montó, retrocedió hasta donde sus hombres y desapareció. Un prolongado cuerno resonó desde la línea frontal.

¿Ahora qué?

Justin subió a su silla, giró el caballo y salió corriendo hacia ellos. Estaba como a siete metros sin disminuir la marcha antes de que a Jamous se le ocurriera que él no iba a atravesar la línea.

Lanzó una maldición y giró bruscamente el caballo hacia la izquierda.

Jamous pudo ver el pícaro reflejo en los ojos color esmeralda de Justin mientras se dirigía a la línea y galopaba hacia las expectantes hordas. Mucho antes de que él llegara, el ejército de encostrados se partió y se retiró, primero de oriente a occidente y luego al sur como una ola en retirada en cada lado.

Justin se paró en la línea de árboles.

Jamous volvió a mirar hacia atrás, luego espoleó su caballo.

– ¡Vamos!

No fue sino cuando estaba a mitad de camino hacia Justin que Jamous recordó su acuerdo. En realidad, el hombre le había quitado de encima las hordas, ¿verdad? Sí. No por ningún medio que se hubiera imaginado, ni por ningún medio que entendiera, pero lo había hecho. Y, por eso al menos, Justin había vencido.

Hoy lo honraría el pueblo.

11

– ¿DUERME TODAVÍA? -inquirió Phil Grant.

– Como un bebé -contestó el desgarbado doctor abriendo la puerta de su laboratorio-. Insisto en que me deje analizarlo más. Esto es sumamente extraño, ¿entiende? Nunca antes lo había visto.

– ¿Le cuesta más trabajo poder acceder a los sueños de él?

– No sé a lo que pueda acceder, pero lo intento con gusto. Sea lo que sea que esté ocurriendo en esa mente, es necesario examinarla. Es indispensable.

– No estoy seguro de cuánto tiempo tenemos para lo que según usted es indispensable -opinó Grant-. Veremos.

Kara entró por delante de los dos hombres. Le pareció extraño que solo hasta hacía dos semanas ella llevara una vida tranquila como enfermera en Denver. Sin embargo, hela aquí, empujada de mala gana por el director de la CÍA y de un psicólogo de renombre mundial, que analizaban a su hermano para encontrar respuestas a la crisis más grande que quizás enfrentara alguna vez Estados Unidos.

Thomas se hallaba en un asiento reclinable color granate, luces tenues, mientras una versión orquestal de «Killing Me Softly» susurraba por los parlantes del techo. Kara había pasado la tarde poniendo sus asuntos en orden: El alquiler de su departamento en Denver, cuentas de seguro, una larga llamada a su madre, que se había horrorizado con todas las noticias acerca de que Thomas secuestrara a Monique. Dependiendo de lo que sucediera los siguientes días, Kara pensaba que podría volar a Nueva York para hacerle una visita. Le pesaba mucho la posibilidad de no volver a ver a su madre. Todos los científicos hablaban como si el virus no fuera a causar estragos por otros dieciocho días, pero en realidad podrían ser menos. Diecisiete. Dieciséis. Los modelos solo eran aproximados. Había la posibilidad de que todos tuvieran menos de tres semanas de vida.

.-¿Así que ha estado durmiendo tres horas sin soñar?

– Permítame decirlo de esta manera -contestó el doctor Myles Bancroft yendo al monitor y dándole un ligero toquecito-. Si está soñando, no es como ningún sueño que yo haya visto nunca. No hay movimiento rápido de ojos. No hay actividad cerebral perceptiva, ni fluctuación en la temperatura facial. Está en un sueño profundo, pero sus sueños son tranquilos.

– Por tanto, la idea de registrar sus patrones de sueño y de volverlos a alimentar…

– No presenta la más mínima oportunidad.

– Él parece tan… común y corriente -expresó Grant moviendo la cabeza de lado a lado.

– Está muy lejos de ser común y corriente -objetó Kara.

– Es obvio. Sencillamente es difícil imaginar que el destino del mundo dependa de algo en esta mente. Sabemos que él descubrió la variedad Raison… y la idea de que el antivirus esté oculto en esa mente de algún modo me pone nervioso, considerando que no ha tenido ni un día de capacitación médica en su vida.

– Por eso es indispensable que usted me deje pasar más tiempo con él – repitió Bancroft.

Lo miraron en silencio.

– Despiértelo -ordenó Kara.

– Despierta, muchacho -enunció Bancroft moviendo suavemente a Thomas.

Los ojos de Thomas se abrieron. Era gracioso que Kara ya no pensara en él como Tom. Ahora era Thomas. Le calzaba mejor.

– Bienvenido a la tierra de los vivos -bromeó el doctor-. ¿Cómo se siente?

– ¿Cuánto tiempo he estado durmiendo? -preguntó él, sentándose y frotándose los ojos.

– Tres horas.

***

THOMAS MIRÓ alrededor del laboratorio. Tres horas. Le parecieron más.

– ¿Qué sucedió? -curioseó Kara.

Lo miraban de manera expectante.

– ¿Funcionó? -indagó él.

– Eso es lo que nos estábamos preguntando -contestó Bancroft.

– No sé. ¿Registró usted mis sueños?

– ¿Soñó usted?

– No sé, ¿o sí? ¿O estoy soñando ahora?

– Por favor, Thomas -cuestionó Kara, suspirando.

– Está bien, entonces sí, desde luego que soñé. Regresé a la selva con mi ejército después de destruir a las hordas, la pólvora funcionó a las mil maravillas. Me reuní con el Consejo y luego me quedé dormido después de unirme a la celebración con Rachelle.

Puso los pies en el piso y se irguió.

– Y estoy soñando ahora, lo que significa que no comí la fruta. Ella me arrancará la piel.

– ¿Quién le arrancará la piel? -quiso saber Grant.

– Su esposa, Rachelle -contestó Kara. El director la miró con una ceja arqueada.

– Y pregunté acerca de los libros de historias -añadió Thomas-. Sé quién es el hombre que me podría decir dónde se encuentran.

– Pero ¿no recordó nada más respecto del antivirus? -presionó Grant.

– No. Su experimentito falló, ¿recuerda? Usted no puede estimular mis bancos de memoria porque no puede registrar los patrones característicos asociados con mis sueños, puesto que no estoy soñando. Eso lo resume muy bien, ¿no es así, doctor?

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