Justin le guiñó un ojo y se puso de pie, sosteniéndole todavía la mano. Puso la otra mano sobre el hombro de Billy.
– Quiero que los dos vayan a casa tan pronto como puedan. Díganle al pueblo que las hordas serán derrotadas hoy. Marcharemos por el Valle de Elyon al mediodía, victoriosos. ¿Puedo contar con ustedes?
Ambos asintieron.
El los soltó y volvió a donde esperaba su caballo.
– Ojalá todos nosotros pudiéramos volver a ser niños -declaró. Luego saltó sobre la silla y atravesó al galope el pequeño claro. Se paró al llegar a los árboles e hizo girar el corcel.
Si Lucy no se equivocaba, logró ver lágrimas en el rostro de Justin.
– Ojalá todos ustedes pudieran volver a ser niños. Entonces se internó entre los árboles.
***
– ¡VIGILEN NUESTROS flancos! -resonó Jamous-. ¡Manténganlos hacia el frente! Markus metió directamente el caballo entre un grupo de guerreros de las hordas y se paró en seco justo en el momento en que uno trató de asestarle un golpe con la guadaña. Markus echó el torso hacia atrás y se arrellanó en la grupa del caballo. La guadaña silbó en el aire por encima. Levantó el cuerpo junto con la espada, cortándole el brazo al encostrado desde el hombro.
Jamous usó el arco, atravesando con una flecha la espalda del guerrero que acosaba por detrás a Markus. El atacante gritó del dolor y dejó caer la espada.
– ¡Retrocedan! ¡Retrocedan! -gritó Jamous.
Era su cuarto ataque esa mañana y la estrategia estaba funcionando exactamente como Jamous la había diseñado. Si seguían golpeando por los costados, su mayor velocidad impediría que el ejército más lento lograra posicionárseles por detrás. Eran como lobos destrozándole las piernas a un oso, siempre fuera del alcance de sus afiladas garras y bastante cerca para dar pequeños mordiscos a voluntad.
La selva estaba a menos de cien metros detrás. Jamous volteó a mirar.
No, doscientos. ¿Tan lejos?
Más lejos.
Giró alrededor y se paró en sus estribos, contemplando el campo de batalla. Un escalofrío desafió al ardiente sol bajándole por la espalda. ¡Estaban demasiado lejos!
– ¡Regresen al bosque! -gritó, e incluso mientras lo hacía vio la amplia franja de hordas recortando por el oriente, cortándoles el paso.
Miró hacia el occidente. El enemigo estaba demasiado lejos para cortarles las líneas allá. Giró hacia el occidente. Un interminable mar de hordas.
Aumentó el pánico, luego se desvaneció. Había una salida. Siempre había una salida.
– ¡Línea central! -gritó-. ¡Línea central!
Sus hombres formaron filas detrás de él para retirarse corriendo. Cuando las hordas se movieran para interceptarlos, los guardianes romperían filas en una docena de direcciones para esparcirlas. Pero siempre se moverían en la dirección en que Jamous los guiara primero.
El caballo de Jamous se levantó en dos patas y él miró desesperadamente en esa dirección.
– Nos están recortando -gritó Markus-. Jamous…
Él sabía lo que el enemigo acababa de hacer. El oso había sufrido con paciencia los ataques de los lobos, gruñendo e intentando golpear como siempre hacía. Pero hoy habían atraído de manera lenta y metódica a los lobos cada vez más a lo profundo del desierto, suficientemente lejos para que estos no pudieran ver la maniobra por los flancos. Demasiado lejos para salir corriendo.
El ejército de hordas se cerró a cien metros detrás de ellos. En el centro Un guerrero sostenía en alto su estandarte, el serpenteante murciélago shataiki. Estaban atrapados.
De pronto, los encostrados más cerca de Jamous se replegaron como cien metros y se unieron al ejército principal. Sus hombres se le habían agrupado a la derecha. Sus caballos relinchaban y pateaban, desgastados por la batalla. Ninguno exigió a Jamous que hiciera algo. Poco se podía hacer.
Excepto atacar.
La línea de hordas entre ellos y la selva era su única opción indudable. Pero ya tenía cincuenta metros de ancho, demasiados encostrados para atravesarla con menos de doscientos hombres.
Sin embargo, era su única opción. Una imagen de Mikil le resplandeció en la mente. Dirían que él había peleado como ningún hombre lo había hecho antes y ella llevaría su cadáver a la pira funeraria.
El ejército de encostrados se detuvo ahora. El desierto se había quedado en silencio. Parecían deleitarse en dejar que Jamous hiciera el primer movimiento. Sencillamente apretarían la soga en cualquier dirección a que los llevara el guardián del bosque. El ejército de hordas estaba aprendiendo.
Martyn.
Jamous miró a sus hombres, que formaban una línea frente a la selva.
– Solo hay una salida -les dijo.
– Directo hacia ellos -confirmó Markus.
– La fortaleza de Elyon.
– La fortaleza de Elyon.
Tal vez algunos lograran atravesar el muro para advertir al poblado.
– Extiendan la voz. A mi señal, directo al frente. Si lo logran, evacúen el poblado. Ellos lo quemarán.
¿Había llegado de verdad la situación a esto? ¿A una última carrera suicida?
– Eres un buen hombre, Jamous -comentó Markus.
– Tú también, Markus, tú también.
Se miraron. Jamous levantó la espada.
– Jinete! ¡Por detrás! -se oyó un grito desde la línea.
Jamous giró en su silla. Un jinete solitario atravesaba corriendo el desierto por el oriente, como a ochocientos metros de distancia. A su paso se levantaba polvo.
– ¡Cuidado! -gritó Jamous haciendo girar el caballo.
El jinete no iba rumbo a ellos ni a los moradores del desierto. Se acercó a medio camino entre la posición de ellos y el ejército de hordas. Un caballo blanco.
Hasta Jamous llegó el sonido del golpeteo de cascos. Fijó los ojos en ese corcel solitario, que retumbaba en el desierto como un mensajero ciego que se hubiera perdido y estaba decidido a entregar su mensaje al comandante supremo a cualquier costo.
Era Justin del Sur.
El hombre todavía no estaba vestido con ropa adecuada de batalla. La capucha le volaba detrás con mechones sueltos. Montaba parado en las puntas de los pies como si hubiera nacido en esa silla de montar. Y en la mano derecha le colgaba una espada, abajo y tan libre que parecía como si fuera a tocar la arena en cualquier momento.
Jamous tragó saliva. Este guerrero había peleado y ganado más batallas que cualquier hombre vivo, a excepción del mismo Thomas. Aunque Jamous no había peleado con él, todos habían oído de sus proezas antes de que dejara a los guardianes.
De repente, Justin se desvió hacia el ejército de hordas, inclinado sobre el costado opuesto del caballo y con la espada metida en la arena. Corriendo aún a toda velocidad dejó marcada en el desierto una línea de cien metros antes de enderezarse y parar en seco a la bestia.
El blanco corcel retrocedió y dio la vuelta.
Justin se volvió al galope, sin mirar ni una sola vez a ningún enemigo. Las filas frontales de las hordas se movieron pero se quedaron tranquilas. El frenó en el centro de la línea que había trazado y las enfrentó.
Los ejércitos se mantuvieron en perfecta calma.
Justin miró al frente durante varios segundos, dándole la espalda a Jamous.
– ¿Qué está él…?
Jamous levantó una mano para callar a Markus.
Justin echó la pierna por detrás de la silla y desmontó. Se dirigió a la línea y se detuvo. Entonces, con parsimonia, se paró sobre la línea y siguió adelante, arrastrando a su lado la espada en la arena. Ellos podían oír el suave crujido de la arena debajo de los pies del hombre. Un caballo en la línea relinchó.
El guerrero se hallaba a solo treinta metros del principal ejército de hordas cuando se volvió a detener. Esta vez clavó la espada en la arena y dio tres Pasos atrás.
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