– Tú eres aquel a quien llaman Jamous.
La voz del hombre era melodiosa y profunda. Confiada. La voz de un líder. No era extraño que hubiera cautivado a muchos. Era bien sabido que los hechiceros de las hordas cautivaban a los suyos con idioma astuto y magia negra.
– Y tú eres aquel a quien llaman Justin -contestó Jamous-. ¿Y qué? Aquí estorbas.
– ¿Cómo puedo estorbar en mi propia selva?
– Estoy aquí para salvar tu selva -objetó Jamous negándose a mirar al hombre-. Markus, monta tu caballo y reúne a los hombres. Asegúrate que todos se hayan bañado. Podríamos tener un largo día por delante. Stephen, saca veinte arqueros y reúnete conmigo en el campamento más abajo.
Sus hombres titubearon.
– ¡Markus! -gritó él, girando.
Justin había desmontado. Tuvo la audacia de desafiar a Jamous y acercarse al fuego, donde ahora estaba parado, con la capucha removida para revelar un cabello castaño hasta los hombros. Tenía el rostro de un guerreo que se había ablandado. Todos habían conocido sus destrezas como soldado antes de que desertara de los guardianes. Pero las líneas de experiencia estaban suavizadas por sus brillantes ojos verdes.
– Los moradores del desierto los destruirán hoy -advirtió Justin, estirando una mano hacia el fuego; miró por encima-. Si los atacas, ellos acabarán con lo que queda de tu ejército, quemarán la selva y matarán a todos los de mi pueblo.
– ¿ Tu pueblo? El pueblo de esta selva está vivo debido a mi ejército – objetó Jamous.
– Sí. Han estado en deuda contigo por muchos años. Pero hoy las hordas son demasiado fuertes y aplastarán lo que quedó de tu ejército como aplastaron ayer la mano de este hombre -advirtió señalando a Stephen, que había recibido el golpe de guadaña.
– Tú abandonaste el ejército. ¿Qué sabrás de guerra? -cuestionó Jamous.
– Yo hago una nueva clase de guerra.
– ¿A favor de quién? ¿De los encostrados?
– ¿Cuánta sangre derramarás? -preguntó Justin mirando el desierto.
– Tanta como Elyon decida.
– ¿Elyon? -refutó Justin como si estuviera sorprendido-. ¿Y quién hizo a los encostrados? Creo que fue Elyon.
– ¿Estás diciendo que Elyon no nos guía contra las hordas?
No. Sí lo hizo. Pero sin el lago, ¿no son ustedes en realidad iguales a las hordas? Así que, si yo fuera a tomar tu agua y te obligara a entrar al desierto, te estaríamos cortando en pedazos en vez de ellos. ¿No es correcto eso?
– ¿Estás diciendo que yo soy uno de ellos? ¿O quizás sugieras que tú lo eres?
– Lo que estoy realmente diciendo es que en cada uno de nosotros acechan las hordas -contestó Justin sonriendo-. La enfermedad que paraliza. La podredumbre, si prefieres. ¿Por qué no perseguir la enfermedad?
– Ellos no quieren una cura -declaró Jamous agarrando el cuerno de la silla y montándose sin usar el estribo-. La única cura para las hordas es la que Elyon nos ha dado. Nuestras espadas.
– Si insistes en atacar, quizás podrías dejarme guiar a tus hombres. Tendríamos mucho mejores posibilidades de victoria -aseguró Justin guiñando un ojo-. No que seas malo, no para nada. Te he estado observando desde que viniste y realmente eres bueno, muy bueno. Uno de los mejores. Siempre está Thomas, por supuesto, pero creo que eres el mejor que he visto en algún tiempo.
– ¿Y sin embargo me insultas?
– No, en absoluto. Solo que yo mismo soy muy bueno. Creo que podría ganar esta guerra y creo que podría hacerlo sin perder un solo hombre.
Justin exhibía una extraña calidad acerca de sí mismo. Decía cosas que comúnmente harían pelear a Jamous, pero las decía con tan perfecta sinceridad y de una manera tan poco combativa que Jamous estuvo momentáneamente tentado a darle una palmadita en la espalda como haría con un buen amigo y decirle: «Adelante, compañero».
– Eso es lo más arrogante que nunca he oído.
– Entonces supongo que vas sin mí a la batalla -expresó Justin.
– ¡Ahora, Markus! -exclamó Jamous haciendo girar su caballo.
– Al menos admite esto -insistió Justin-. Si logro quitarte de encima a este ejército de hordas sin ayuda, cabalga conmigo en una marcha de victoria por el Valle de Elyon hacia el oriente del poblado.
Los hombres de Jamous ya habían empezado a montar, pero se detuvieron. Los compañeros de Justin no habían movido sus caballos. Nada de esta absurda propuesta pareció sorprenderlos.
De los ojos de Justin había desaparecido cualquier insinuación de estar jugando. Volvió a mirar directamente a Jamous, autoritario. Exigente.
De acuerdo -contestó Jamous, más interesado en desembarazarse del hombre que en tomarle en serio cualquier desafío.
Justin le sostuvo la mirada por largo rato. Luego, como si se acabara el tiempo, fue hasta su caballo, trepó a la montura, hizo girar el corcel y salió sin lanzar otra mirada.
Jamous se alejó.
– Stephen, arqueros. De prisa, antes de que salga por completo la luz.
***
JUSTIN CONDUJO al galope a Ronin y a Arvyl por los árboles. Ellos casi no lo podían seguir, a pesar de no estar exigiendo a su corcel como solía hacerlo cuando cabalgaba solo. Había otros además de Ronin y Arvyl: miles que ovacionarían a Justin en las circunstancias correctas, pero últimamente su popularidad había disminuido. Se trataba de individuos inconstantes, guiados por las opiniones del día. Justin solo esperaba tener suficiente valor. Su acuerdo con Martyn dependía al menos parcialmente de su habilidad para liberar a una multitud según lo planeado.
Vivir como un marginado social había extraído su precio. A veces apenas podía resistir el dolor. Una cosa era entrar a la sociedad siendo huérfano, como pasó con él; otra era ser rechazado descaradamente como lo era ahora a menudo.
A veces no estaba seguro de por qué Elyon no llevaba el poder militar de Justin a muchos de ellos. El Gran Romance entre ellos para nada era un romance con Elyon.
Ahora, el destino de estos hombres estaba en manos de él. Si solo supieran la verdad, podrían matarlo ahora mismo, antes de que tuviera la posibilidad de hacer lo que fuera necesario.
– Justin! Espere -llamó Ronin desde atrás.
Habían llegado a un bosquecillo de árboles frutales.
– ¿Desayuno, mis amigos?
– Señor, ¿qué tiene en mente? ¡No puede enfrentarse a todo un ejército de hordas sin ayuda de nadie!
Aún al trote, Justin extrajo de su vaina una espada de empuñadura nacarada, se inclinó hacia delante, dio vuelta a la hoja sobre su cabeza en un "movimiento parecido a un ocho y luego hizo frenar el caballo.
Una, dos, tres grandes frutas rojas cayeron del árbol. Agarró cada una en un giro y lanzó una a Ronin y otra a Arvyl. ¡Aja!
Con un gran mordisco saboreó el dulce néctar. Le corrió jugo por la barbilla y metió la espada en la vaina. La fruta que él extrañaría.
– En serio -expresó Ronin sonriendo y mordiendo su fruta.
El caballo de Justin se irguió. Lentamente desapareció la sonrisa de su rostro. Miró fuera del bosque.
– Hablo en serio, Ronin. ¿No has escuchado cuando he dicho que nivelar el desierto con una sola palabra es asunto del corazón, no de la espada?
– Por supuesto que he escuchado. Pero esta no es una sesión ante una fogata con una docena de almas desesperadas en busca de un héroe. Se trata del ejército las de hordas.
– ¿Dudas de mí?
– Por favor, Justin. Señor. ¿Después de lo que hemos visto?
– ¿Y qué has visto?
– Le he visto a usted dirigir a mil guerreros por la llanura desierta Samyrian con veinte mil hordas delante de nosotros y veinte mil detrás. Le he visto enfrentarse sin ayuda de nadie a un centenar de enemigos y salir ileso. Le he oído hablar al desierto y a los árboles, y he visto que le escuchan. ¿Por qué cuestiona mi confianza en usted?
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