Ted Dekker - Rojo

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Todo gira en torno a Thomas Hunter, un escritor de poco éxito que sobrevive trabajando en el café Java Hut, en Denver. Pero su aparentemente monótona vida sufrirá un vuelvo radical cuando fuerzas desconocidas liberen un arma bacteriológica en la atmósfera. Al final de la jornada, tres millones de personas serán portadoras del virus más letal que haya conocido la humanidad, y en sólo un par de días habrá noventa millones de infectados.
El punto es que no existe ninguna vacuna… pero extrañamente, la única esperanza es Thomas Hunter. ¿Cómo? ¿Por qué? Él no lo sabe, pero su existencia amenaza importantes planes y por eso debe morir.

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– ¿Y si gana tu careo?

– Entonces se le permitirá quedarse, desde luego. Si se niega a cambiar su doctrina y pierde, será desterrado como exige la ley.

– Bien -asintió Thomas volviéndose para salir; eso apenas le inquietaba.

– Sabes que si las personas no pueden decidir, entonces es necesaria una pelea en el campo de combate -advirtió Ciphus.

– ¿Y? -quiso saber Thomas volviéndose hacia el anciano.

– Nos gustaría que defendieras al Consejo si se debe pelear contra Justin.

– ¿Yo?

– Parece natural, como tú dices. Justin ha vuelto la espalda al Gran Romance y te ha vuelto la espalda a ti, su comandante. Cualquier otro que no fuera tú y el pueblo podría creer que el asunto no te interesa en absoluto. Nuestro careo será débil solo en ese frente. Nos gustaría que estuvieras de acuerdo en pelear si el pueblo estuviera indeciso.

– Este asunto de pelear es inútil -juzgó Rachelle-. ¿Cómo puedes pelear con Justin? Él sirvió a tu lado cinco años. Salvó tu vida más de una vez. ¿Representa él un peligro para ti?

– ¿En el cuerpo a cuerpo? Por favor, amor mío. El aprendió de mí lo que sabe.

– Y lo aprendió bien, por lo que he oído.

– El no lleva varios años sin pelear en batalla. Y tal vez me haya salvado la vida, pero también me volvió la espalda, por no mencionar al Gran Romance, como afirma correctamente Ciphus. A Elyon mismo. ¿Qué creerá el pueblo si yo abandonara ni siquiera uno de nuestros pilares de fe? Además, no habrá pelea -declaró él y luego se volvió a Ciphus-. Acepto.

10

LAS HORDAS incendiaron el Bosque Sur en la noche, después de tres días de batalla campal. Nunca antes habían hecho eso, en parte porque los guardianes del bosque casi nunca los dejaban acercarse tanto para que tuvieran tal oportunidad. Pero eso fue antes de Martyn. Incendiaron los árboles con flechas ardientes desde el desierto a menos de doscientos metros de distancia del perímetro. Ahora no solo estaban usando fuego, también habían hecho arcos.

A Jamous y los hombres que le quedaban les tomó cuatro horas dominar las llamas. Por la gracia de Elyon, las hordas no habían empezado otro incendio, y los guardianes del bosque habían logrado dormir una hora.

Jamous se paró en una colina desde donde se divisaba la selva carbonizada. Más allá estaba el desierto blanco y justo ahora logró ver en la luz cada vez mayor al ejército congregado de las hordas. Diez mil, muchos menos que los que habían empezado. Pero él había perdido seiscientos hombres, cuatrocientos en una ofensiva importante justo antes del crepúsculo la noche anterior. Otros doscientos estaban heridos. Eso le dejaba solo doscientos guerreros sanos.

Nunca había visto a los moradores del desierto participar en batalla de manera tan eficaz. Parecían blandir sus espadas con mayor destreza y su avance parecía más resuelto. Hacían maniobras de costado y se retiraban cuando empezaban a verse dominados. Él no había visto realmente al general que ellos llamaban Martyn, pero solo podía suponer que era quien conducía ese ejército.

Había llegado la noticia de la gran victoria en la brecha Natalga y sus hombres habían vitoreado. Pero la realidad de la situación aquí estaba obrando en la mente de Jamous como una garrapata escarbando. Otra ofensiva importante de las hordas y estas superarían a sus hombres.

Detrás de ellos, a menos de cinco kilómetros, se hallaba el poblado. Era el segundo más grande de los siete, veinte mil almas. A Jamous lo habían enviado a escoltar a estos devotos seguidores de Elyon a la Concurrencia anual, cuando una patrulla había chocado con el ejército de las hordas.

Los habitantes habían votado por quedarse y esperar la firme derrota de los moradores del desierto, la cual estaban seguros de que sería inminente, en vez de cruzar el desierto sin protección.

Hasta el día antes ese parecía un buen plan. Pero en ese momento se hallaban en una terrible situación. Si huían ahora, las hordas probablemente quemarían toda la selva o, peor, los agarrarían por detrás y los destruirían. Si se quedaban y peleaban, podrían contener al ejército hasta la llegada de los trescientos guerreros que Thomas había enviado, pero sus hombres estaban cansados y desgastados.

Jamous se agachó en una cepa y reflexionó sobre sus opciones. Una delgada niebla se elevaba sobre los árboles. Detrás de él, siete de sus guardianes personales hablaban tranquilamente alrededor de una fogata ardiendo en que calentaban agua para un té de hierbas. Dos de ellos estaban heridos, uno donde el fuego le había quemado la piel del cuero cabelludo, y otro cuya mano izquierda se la había aplastado la parte roma de una guadaña. Ellos hacían caso omiso del dolor, pues sabían que Thomas de Hunter haría lo mismo.

Bajó la mirada a la pluma roja atada a su codo y pensó en Mikil. Él le arrancó dos plumas a una guacamaya y le dio una a ella para que la usara. Cuando volviera a casa esta vez pediría su mano. No había nadie a quien él amara o respetara más que a Mikil. ¿Y qué haría ella?

Jamous frunció el ceño. Decidió que pelearían. Pelearían porque eran los guardianes del bosque.

Los hombres se habían quedado en silencio detrás de él.

– Markus, los golpearemos en el flanco norte con veinte arqueros – ordenó sin volverse, señalando el desierto mientras lo hacía-. Los demás me seguirán desde la pradera hacia el sur, donde menos lo esperan.

Markus no respondió.

– Markus -lo llamó, y él se volvió.

Sus hombres miraban a tres individuos que entraban al campamento sobre sus monturas. El que los dirigía iba en un caballo blanco que resoplaba y Pisoteaba la blanda tierra. Usaba una túnica beige con un cinturón de bronce tachonado y una capucha que le cubría la cabeza en una manera no muy diferente a los encostrados. No era un verdadero atuendo de batalla. Una funda de espada colgaba de la silla de montar.

Jamous se puso de pie y se volvió hacia el campamento. Sus hombres parecían extrañamente cautivados por lo que veían. ¿Por qué? Los tres individuos parecían fuertes y saludables guardias forestales extraviados, de los que podrían ser buenos guerreros con suficiente entrenamiento, pero sin duda no tenían nada que los hiciera diferentes.

Y entonces el líder levantó los ojos color esmeralda hacia Jamous.

Justin del Sur.

El poderoso guerrero que desafiara a Thomas al rechazar el más grande honor de general ahora pasaba los días vagando por las selvas con sus aprendices, un autoproclamado profeta que extendía ideas ilógicas que atacaban de frente al Gran Romance. Una vez había sido muy popular, pero sus costumbres exigentes estaban resultando demasiado para muchos, incluso para algunos de los tontos influenciables que lo seguían con diligencia.

Sin embargo, este hombre ante él amenazaba con su herejía a la misma estructura del Gran Romance, y aseguraban que su retórica se fortalecía cada vez más. Mikil le dijo en cierta ocasión a Jamous que si alguna vez ella se volvía a topar con Justin, no vacilaría en sacar la espada y matarlo donde estuviera. Ella sospechaba que a él lo estaban manipulando los hechiceros del profundo desierto. Si las hordas eran el enemigo exterior, hombres como Justin, que menospreciaba el Gran Romance y hablaba de entregar el bosque a los moradores del desierto, eran el enemigo interior.

No ayudaba el hecho de que Justin hubiera rechazado su promoción a general y renunciado a los guardianes del bosque dos años atrás, cuando Thomas lo necesitara más.

Jamous escupió a un lado, hábito que había adquirido de Mikil.

– Markus, dile a este tipo que salga de nuestro campamento si quiere vivir -ordenó dirigiéndose a su saco de dormir-. Tenemos una guerra por delante.

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