Ted Dekker - Negro

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Nada es como parece cuando se estrellan los sueños y la realidad.
Huyendo de sus agresores por callejones abandonados, Thomas Hunter apenas se escapa yéndose al techo de un edificio. Luego una bala silenciosa de la noche roza su cabeza… y su mundo se vuelve negro. De la negrura surge la asombrosa realidad de otro mundo, un mundo donde domina el mal. Un mundo en el que Thomas Hunter se enamora de una mujer hermosa. Pero luego se acuerda del sueño en el que lo perseguían por un callejón mientras extiende su mano para tocar la sangre en su cabeza.? ¿Dónde termina el sueño y comienza la realidad? Cada vez que se queda dormido en un mundo, se despierta en otro. Pero en ambos, le aguarda un desastre catastrófico… quizás incluso sea causado por él.

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Ted Dekker Negro La Serie Del Círculo 1 El nacimiento del mal Suiza CARLOS - фото 1

Ted Dekker

Negro

La Serie Del Círculo 1: El nacimiento del mal

Suiza

CARLOS MISSIRIAN era su nombre. Uno de sus muchos nombres. Nacido en Chipre.

El hombre sentado en el extremo opuesto de la larga mesa de comedor, que cortaba lentamente un grueso bistec, era Valborg Svensson. Uno de sus muchos, muchos nombres.

Nacido en el infierno.

Comían en silencio casi perfecto a diez metros uno del otro en un oscuro salón labrado del profundo granito en los Alpes suizos. Negras lámparas metálicas a lo largo de las paredes difundían por todo el espacio una tenue luz ámbar. No había sirvientes, ningún otro mueble, ni música, sólo Carlos Missirian y Valborg Svensson sentados a la exquisita mesa de comedor.

Carlos cortó el grueso trozo de carne con un cuchillo muy afilado y observó cómo caía a un lado la rebanada. Como al dividirse el Mar Rojo. Volvió a cortar, consciente de que el único sonido en este salón era el de dos cuchillos dentados cortando carne en la porcelana, partiendo fibras. Extraños sonidos si se sabe escucharlos con atención.

Carlos se puso una rebanada en la boca y la masticó firmemente. No levantó la mirada hacia Svensson, aunque era indudable que el hombre lo observaba, le veía el rostro, la larga cicatriz que tenía en la mejilla derecha, con aquellos ojos negrísimos. Carlos respiró profundamente, sacando tiempo para disfrutar el cobrizo sabor del filete.

Muy pocos hombres habían puesto nervioso alguna vez a Carlos. Los israelíes se ocuparon de eso a principios de su vida. El odio, no el temor, lo dominaba; un modo de ser que encontró útil como asesino. Pero Svensson podía, con una mirada, poner nerviosa a una roca. Decir que esta bestia infundía temor en Carlos sería exagerado, pero sin duda lo mantenía alerta. No porque Svensson representara alguna amenaza física para él; ningún hombre la representaba de veras. Es más, Carlos podría en este mismo instante enviar como un rayo el cuchillo que tenía en las manos directo a los ojos del individuo con un veloz giro de muñeca. ¿Qué entonces provocaba su cautela? Carlos no estaba seguro.

Por supuesto, el hombre en realidad no era una bestia del infierno. Era un empresario de origen suizo que poseía la mitad de los bancos en Suiza y la mitad de las compañías farmacéuticas fuera de Estados Unidos. Cierto, él había pasado más de la mitad de su vida aquí, debajo de los Alpes suizos, acechando como un animal enjaulado, pero era tan humano como cualquier otro individuo que anduviera en dos piernas. Además, al menos para Carlos, muy vulnerable.

Carlos acompañó la carne con un sorbo de vino Chardonnay y dejó que su mirada se posara en Svensson por primera vez desde que se sentaran a comer. El hombre no le hizo caso, como de costumbre. Tenía el rostro feamente marcado, y la nariz parecía demasiado grande para la cabeza… no rechoncha y protuberante, sino aguda y angosta; el cabello, igual que los ojos, era negro, teñido.

Svensson dejó su corte a medias, pero no levantó la mirada. Se hizo silencio en el salón. Los dos siguieron sentados en silencio, como estatuas. Carlos lo observaba, sin deseos de dejar de mirar. El único factor atenuante en esta relación poco común era el hecho de que Svensson también respetaba a Carlos.

De repente el suizo puso a un lado el cuchillo y el tenedor, se tocó el bigote y los labios con una servilleta, se levantó, y se dirigió a la puerta. Se movía lentamente, dando cierto cuidado especial a la pierna derecha; arrastrándola. Nunca había ofrecido una explicación por la pierna. Svensson salió del salón sin lanzar una sola mirada en dirección a Carlos.

Carlos esperó en silencio un minuto, sabiendo que Svensson tardaría todo ese tiempo en recorrer el salón. Finalmente se puso de pie y lo siguió, entrando a un largo vestíbulo que llevaba a la biblioteca, adonde supuso que se había retirado Svensson.

Conoció al suizo tres años antes mientras trabajaba con facciones rusas decididas a emparejar los poderes militares del mundo con ayuda de la amenaza de armas biológicas. Se trataba de una doctrina antigua: ¿Qué importaba que Estados Unidos tuviera doscientas mil armas nucleares apuntadas al resto del mundo si sus enemigos tenían las armas biológicas adecuadas? Prácticamente era imposible defenderse en ciudades abiertas de un virus muy infeccioso transmitido por el aire.

Un arma para poner de rodillas al mundo.

Carlos hizo una pausa ante la puerta de la biblioteca antes de abrirla. Svensson se hallaba ante la pared de vidrio observando el laboratorio blanco un piso más abajo. Había encendido un cigarrillo y estaba envuelto en una nube de denso humo.

Carlos pasó al lado de una pared llena de libros empastados en cuero, levantó una licorera de whisky, se sirvió un trago, y se sentó en un elevado taburete. La amenaza de armas biológicas se podía igualar fácilmente a la de armas nucleares. Estas podrían ser más fáciles de usar, y quizá más devastadoras. Podrían. En su tradicional desprecio a cualquier amenaza, la U.R.S.S. había empleado miles de científicos para desarrollar armas biológicas, incluso después de haber firmado en 1972 la Convención de Armamento Biológico y Tóxico. Todo, desde luego, con supuestos propósitos de defensa. Tanto Svensson como Carlos conocían íntimamente los éxitos y los fracasos de la antigua investigación soviética. En el análisis final, los supuestos «súper micrófonos ocultos» que habían desarrollado no eran tan súper, ni siquiera de cerca. Eran demasiado imprecisos, imprevisibles, y muy fáciles de neutralizar.

El objetivo de Svensson era sencillo: Desarrollar un virus muy violento y estable que se pudiera transmitir por el aire, con un período de incubación de tres a seis semanas, y que reaccionara de inmediato a un antivirus que sólo él controlara. No se trataba de matar poblaciones enteras de seres humanos, sino infectar regiones enteras de la tierra en unas pocas semanas y luego controlar el único tratamiento.

Así era como Svensson planeaba ejercer inimaginable poder sin la ayuda de un solo soldado. Así era como Carlos Missirian planeaba borrar del mapa a Israel sin hacer un solo disparo. Suponiendo, por supuesto, que se pudiera desarrollar y tener protegido ese tipo de virus.

Pero todos los científicos estaban conscientes que sólo era cuestión de tiempo.

Svensson miró el laboratorio abajo. El suizo usaba el cabello partido por la mitad, de tal manera que a cada lado le caían negros mechones. Metido en su chaqueta negra parecía un murciélago. Era un hombre unido a un tenebroso código religioso que requería largos viajes en lo más profundo de la noche. Carlos era sin duda su propio dios cubierto con una capa negra y nutrido con amargura, y a veces cuestionaba su propia lealtad a Svensson. Al individuo lo motivaba una insaciable sed de poder, e igual ocurría con los hombres para los que trabajaba. Esto era lo que los sustentaba. Esta era su droga. A Carlos no le importaba entender las profundidades de las locuras de esa gente; lo único que sabía era que se trataba de la clase de individuos que conseguían lo que deseaban, y en el proceso él también iba a lograr lo que anhelaba: La restauración del islam.

Tomó un sorbo de whisky. Se podría pensar que alguien, uno solo de los miles de científicos que trabajaban en el sector biotecnológico defensivo, se toparía alguna vez con algo significativo después de todos estos años. Ellos tenían más de trescientos informantes pagados en cada compañía farmacéutica importante. Carlos había entrevistado de forma muy persuasiva a cincuenta y siete científicos del antiguo programa de armas biológicas soviéticas. Y al final, nada. Al menos nada de lo que buscaban.

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