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Ted Dekker: Negro

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Ted Dekker Negro

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Nada es como parece cuando se estrellan los sueños y la realidad. Huyendo de sus agresores por callejones abandonados, Thomas Hunter apenas se escapa yéndose al techo de un edificio. Luego una bala silenciosa de la noche roza su cabeza… y su mundo se vuelve negro. De la negrura surge la asombrosa realidad de otro mundo, un mundo donde domina el mal. Un mundo en el que Thomas Hunter se enamora de una mujer hermosa. Pero luego se acuerda del sueño en el que lo perseguían por un callejón mientras extiende su mano para tocar la sangre en su cabeza.? ¿Dónde termina el sueño y comienza la realidad? Cada vez que se queda dormido en un mundo, se despierta en otro. Pero en ambos, le aguarda un desastre catastrófico… quizás incluso sea causado por él.

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En su sueño recibió un golpe. Algo se le estrellaba contra la cabeza. Giró Y vio una zona oscura brillando sobre la roca en que había caído. Debió golpearse la cabeza contra la roca y quedar inconsciente. Pero no recordaba nada más que el sueño. No se hallaba en una ciudad. No estaba cerca de un callejón oscuro, del tráfico, ni de pistolas.

En vez de eso se hallaba aquí, en un claro rocoso, rodeado por enormes árboles. ¿Pero dónde? Quizá el golpe en la cabeza le había producido amnesia.

¿Cómo se llamaba? Thomas. El hombre en su sueño lo había llamado Thomas Hunter. Tom Hunter.

Se volvió a palpar el chichón sangrante. La herida superficial por encima de la oreja había apelmazado el cabello con sangre. El golpe le había hecho perder el conocimiento, pero menos mal sólo eso.

Ahora la noche en realidad era bastante luminosa. Es más, lograba distinguir claramente los árboles.

Bajó la mano y miró un árbol sin comprender del todo. Ramas angulares sobresalían del tronco en complicados sesgos antes de girar y dirigirse hacia arriba, como garras asiéndose del cielo. La suave corteza parecía como si fuera de metal o de una fibra de carbón en vez de material orgánico.

¿Conocía él esos árboles? ¿Por qué le fastidió este panorama?

– Se ve perfectamente buena.

– ¿Eh? -exclamó Tom sobresaltado y girando hacia la voz masculina.

Un hombre pelirrojo vestido igual que él miraba un grupo de rocas a tres metros de distancia. ¿Conocía él a este hombre?

– El agua me parece buena -explicó el extraño.

– ¿Qué es…? -empezó a hablar Tom, y tragó saliva-. ¿Qué sucedió?

Tom siguió la mirada del hombre, y vio que se enfocaba en un charco de agua enclavado en una enorme roca al borde del claro. Había algo extraño respecto del agua, pero él no podía meter el dedo en ella.

– Creo que deberíamos probarla -anunció el hombre-. Parece buena.

– ¿Dónde estamos? -inquirió Tom.

– Buena pregunta -respondió el hombre, mirándolo; luego inclinó la cabeza y sonrió burlonamente-. ¿No recuerdas de veras? ¿Qué, te golpeaste la cabeza o algo así?

– Imagino que sí. Sinceramente no recuerdo nada.

– ¿Cómo te llamas?

– Tom. Creo.

– Bueno, sabes bastante. Lo que tenemos que hacer ahora es ver cómo salir de aquí.

– ¿Y cómo se llama usted?

– ¿En serio? ¿No recuerdas? -indagó el hombre mientras volvía a mirar el agua.

– No.

– Bill -contestó distraídamente.

Luego el hombre estiró la mano y tocó el agua. Se la llevó a la nariz y olisqueó. Cerró los ojos mientras se recreaba en el aroma.

Tom miró alrededor del claro, deseando que su mente se acordara. Es extraño recordar unas cosas pero no otras. Sabía que estos objetos altos y negros se llamaban árboles, que lo que le cubría el cuerpo se llamaba ropa, que el órgano que le bombeaba en el pecho se llamaba corazón. Hasta sabía que esta clase de pérdida de memoria selectiva concordaba con amnesia. Pero no recordaba nada de historia. No recordaba cómo llegó aquí. No sabía por qué Bill estaba tan fascinado con el agua. Ni siquiera sabía quién era Bill.

– Tuve un sueño en que me perseguían por un callejón -anunció Tom-. ¿Es así como llegamos aquí?

– Ojalá fuera así de sencillo. Anoche soñé con Lucy Lañe… Ojalá ella estuviera obsesionada conmigo -contestó Bill sonriendo.

Tom cerró los ojos, se frotó las sienes, anduvo de un lado al otro, y luego volvió a enfrentar a Bill, desesperado por algún sentido de familiaridad.

– Pues bien, ¿dónde estamos?

– Esta agua huele absolutamente deliciosa. Necesitamos beber, Tom. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que tuvimos agua?

Bill observaba el líquido en su dedo. Esa era otra cosa que Tom sabía: No deberían beber el agua. Pero Bill parecía estar considerándolo muy seriamente.

– No creo que…

Una risotada resonó en la oscuridad. Tom escudriñó los árboles.

– ¿Oyó eso?

– ¿Estamos oyendo cosas ahora? -inquirió Bill.

– No. ¡Sí! Eso fue una risotada. ¡Allí hay algo!

– Nada. Estás oyendo cosas.

Bill metió tres dedos en el agua. Esta vez se los llevó a la boca y dejó caer una gota en su lengua.

Los efectos fueron inmediatos. Lanzó un grito ahogado y se quedó mirando horrorizado el dedo húmedo. Lentamente la boca se le retorció en una sonrisa. Metió los dedos en la boca y los chupó con tal alivio, tal éxtasis, que Tom creyó que Bill había enloquecido en el acto.

De repente Bill se arrodilló y metió la cara en el pequeño charco de agua. Bebió, como un caballo en un abrevadero, chupando el agua en largos y ruidosos sorbos.

Luego se detuvo, temblando, lamiéndose los labios.

– ¿Bill?

– ¿Qué?

– ¿Qué está haciendo?

– Estoy bebiendo el agua, idiota. ¿Qué parece que estoy haciendo, volteretas? ¿Eres ese…?

Se contuvo a media frase y se apartó. Sus dedos se arrastraron por la roca y se metieron en el agua, y Bill volvió a degustar el líquido en una forma que hizo pensar a Tom que estaba tentándolo a propósito. Este tipo llamado Bill, a quién supuestamente conocía, se había deschavetado por completo.

– Tienes que probar el agua, Tom. Por supuesto que debes probarla.

Luego, sin pronunciar otra palabra, Bill saltó sobre la roca, entró al oscuro bosque, y desapareció.

– ¿Bill?

Tom miró detenidamente hacia la oscuridad donde Bill había desaparecido. ¿Debería seguirlo? Salió corriendo y se trepó a la roca.

– ¿Bill? Nada.

Tom dio tres zancadas adelante, puso la mano izquierda sobre la roca, y saltó en persecución. Un frío le subió por el brazo. Bajó la mirada, a mitad del salto, y vio su dedo índice metido en el charco de agua.

El mundo se hizo más lento.

Algo como una corriente eléctrica le subió por el brazo, le recorrió el hombro, directo a la columna vertebral. La base del cráneo le zumbó con placer intenso, jalándolo hacia el agua, suplicándole que metiera la cabeza en este charco.

Entonces su pie aterrizó más allá de la roca y otra realidad lo apartó del agua. Dolor. El dolor intenso y punzante de una hoja atravesándole los mocasines de cuero y clavándosele en el talón.

Tom lanzó un grito y se lanzó precipitadamente hacia el campo después de la roca. En el instante en que sus manos estiradas hicieron contacto con el suelo le subió un horrible dolor por los brazos, y se dio cuenta de que había cometido una terrible equivocación. La náusea le recorrió por el cuerpo. Una piedra afilada muy aguda se le clavó en la carne como si fuera mantequilla. Retrocedió, estremeciéndose mientras liberaba la afilada piedra de las profundas heridas en los antebrazos.

Tom gruñó y luchó por no perder el conocimiento. Pinchazos de luz le surcaron los entrecerrados ojos. En lo alto, un millón de hojas susurraban en la brisa nocturna. Las risas de miles…

Los ojos se le abrieron repentinamente. ¿Risas? Su mente luchó entre el punzante dolor y el terrible temor de que no estaba solo.

De una rama como a metro y medio por encima de Tom colgaba un enorme brote lleno de grumos del tamaño de su brazo. Al lado del brote colgaba otro, como un racimo de uvas negras. De no haberse caído se pudo haber golpeado la cabeza en los árboles.

El brote más cerca de él se movió súbitamente.

Tom parpadeó. Dos alas se desplegaron del brote. Un rostro triangular se inclinó hacia él, mostrando ojos sin pupilas. Ojos enormes, rojos, sin pupilas. Una delgada lengua rosada salió serpenteando de labios negros y examinó el aire.

El corazón de Tom se le subió a la garganta. Giró bruscamente la mirada hacia los otros brotes. Mil criaturas negras colgaban de las ramas que lo rodeaban, mirándolo también con ojos rojos demasiado grandes para sus rostros angulares.

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