Ted Dekker - Negro

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Nada es como parece cuando se estrellan los sueños y la realidad.
Huyendo de sus agresores por callejones abandonados, Thomas Hunter apenas se escapa yéndose al techo de un edificio. Luego una bala silenciosa de la noche roza su cabeza… y su mundo se vuelve negro. De la negrura surge la asombrosa realidad de otro mundo, un mundo donde domina el mal. Un mundo en el que Thomas Hunter se enamora de una mujer hermosa. Pero luego se acuerda del sueño en el que lo perseguían por un callejón mientras extiende su mano para tocar la sangre en su cabeza.? ¿Dónde termina el sueño y comienza la realidad? Cada vez que se queda dormido en un mundo, se despierta en otro. Pero en ambos, le aguarda un desastre catastrófico… quizás incluso sea causado por él.

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Con pocas ideas y mucha desesperación, Tom se arrojó al drenaje de la calle. Áspero concreto le desgarró la piel. Rodó rápidamente a su izquierda, tropezó contra la pared de ladrillo, y se tendió bocabajo en la oscura sombra.

Retumbaron pisadas en la esquina que corrían hacia él. Un hombre. Él no tenía idea de cómo lo habían encontrado en Denver, cuatro años después del hecho. Pero si se habían tomado todas estas molestias, no se alejarían tan fácilmente.

El hombre corría con pasos veloces, casi sin aliento. La nariz de Tom estaba enterrada en el húmedo rincón. Ruidosas ráfagas de aire de los orificios nasales le sacudían el rostro. Contuvo la respiración; al instante le comenzaron a arder los pulmones.

Las resueltas pisadas se acercaron, pasaron corriendo.

Se detuvieron.

Un leve temblor le recorrió los huesos a Tom. Luchó contra otra ola de pánico. Habían pasado seis años desde su última pelea. No tendría ninguna posibilidad contra un hombre con una pistola. Desesperadamente deseó que las pisadas siguieran adelante. Caminen. ¡Simplemente caminen!

Pero las pisadas no caminaron.

Chirriaron silenciosamente.

Tom casi gritó en su desesperación. Debía moverse ahora, mientras aún tuviera la ventaja de la sorpresa.

Se lanzó a su izquierda, rodó una vez para ganar impulso. Luego dos veces, poniéndose primero de rodillas y después de pie. Su atacante estaba frente a él, con la pistola apuntándole, inmóvil.

El impulso de Tom lo lanzó de lado, directamente hacia la pared opuesta. El destello del cañón de la pistola iluminó por un instante el oscuro callejón y escupió una bala que le pasó de largo. Pero ahora el instinto había reemplazado al pánico.

¿Qué zapatos estoy usando?

La pregunta destelló por la mente de Tom mientras saltaba hacia la pared de ladrillo, el pie izquierdo por delante. Una pregunta crítica.

Su respuesta llegó cuando el pie se posó en la pared. Suelas de goma. Un paso más sobre la pared con agarre de sobra. Echó la cabeza hacia atrás, se arqueó, se empujó en el ladrillo, luego hizo un medio giro a su derecha sobre sí mismo. El movimiento fue sencillamente una patada invertida de bicicleta, pero no lo había ejecutado en media docena de años, y esta vez no tenía la mirada puesta en un balón de fútbol lanzado por uno de sus amigos filipinos en Manila.

Esta vez era una pistola.

El hombre logró disparar antes de que el pie izquierdo de Tom le golpeara la mano, y lanzara la pistola ruidosamente por el callejón. La bala le hizo encoger el cuello.

Tom no aterrizó suavemente sobre los pies como esperaba. Cayó de pies y manos, rodó una vez, y se colocó en la séptima posición de pelea frente a un hombre musculoso con cabello negro muy corto. Una maniobra no exactamente ejecutada a la perfección. Ni muy mala para alguien que no había peleado en seis años.

Los ojos del hombre se desorbitaron por la sorpresa. Era obvio que su experiencia en artes marciales no iba más allá de La matriz. Tom estuvo brevemente tentado a gritar de alegría, pero en todo caso tenía que silenciar a este tipo antes de que él fuera quien gritara.

El asombro del individuo se transformó de pronto en un gruñido, y Tom vio el cuchillo que esgrimía en la mano derecha. Muy bien, quizá el hombre sabía más de peleas callejeras de lo que parecía a primera vista.

Atacó a Tom.

Tom recibió de buen grado toda la furia que le inundó las venas. ¡Cómo se atrevía este tipo a dispararle! ¡Cómo osaba no caer de rodillas después de tan brillante patada!

Thomas eludió el primer lance del cuchillo. Le propinó un manotazo a la barbilla del hombre. Le fracturó el hueso.

No fue suficiente. Este tipo pesaba el doble de Tom, con el doble de fuerza bruta, y sentimientos diez veces más malvados.

Tom se lanzó verticalmente y movió las piernas en una voltereta completa, gritando a pesar de su mejor juicio. Su pie debía llevar una buena velocidad de ciento veinte kilómetros por hora al chocar contra la mandíbula del hombre.

Los dos golpearon el concreto al mismo tiempo: Tom sobre sus pies, listo para lanzar otro golpe; su asaltante sobre la espalda, respirando con dificultad, listo para la tumba. Metafóricamente hablando.

La pistola plateada del tipo yacía cerca de la pared. Tom dio un paso hacia ella, y luego rechazó la idea. ¿Qué iba a hacer? ¿Devolver el disparo? ¿Matar al tipo? ¿Incriminarse? No era lo acertado. Dio media vuelta y se volvió corriendo en la dirección en que habían venido.

El callejón principal estaba vacío. Se ocultó rápidamente en él, se arrimó a la pared, agarró las barandas de acero de una escalera de incendios, y subió rápidamente. El techo del edificio era plano, y daba a otro edificio más alto hacia el sur. Se columpió hacia lo alto del segundo edificio, corrió agachado, y se detuvo ante un enorme conducto de ventilación, casi a una cuadra del callejón donde había noqueado al neoyorquino.

Cayó de rodillas, se metió de nuevo en las sombras, y oyó cómo el corazón le latía con fuerza.

El zumbido de un millón de llantas rodando sobre asfalto. El lejano rugido de un jet en lo alto, el débil sonido de una conversación vana, el chisporroteo de alimentos friéndose en una sartén, o de agua lanzada desde una ventana. Lo primero, considerando que estaban en Denver, no en Filipinas. Tampoco eran sonidos de Nueva York.

Se reclinó y cerró los ojos, conteniendo el aliento.

¡Absurdo! Una cosa eran las peleas de adolescentes en Manila, ¿pero aquí en los Estados a punto de cumplir veinticinco años? La secuencia total le pareció surrealista. Le costaba creer que le hubiera ocurrido esto.

O, más exactamente, que le estuviera ocurriendo. Aún debía encontrar una salida a este caos. ¿Estaban enterados de dónde vivía? Nadie lo había seguido hasta el techo.

Tom se arrastró hasta la cornisa. Directamente abajo había otro callejón, colindando con atestadas calles a lado y lado. El brillante horizonte de Den-ver resplandecía directamente al frente. Un extraño olor le llegó a la nariz, dulce como algodón de azúcar pero mezclado con caucho o con algo que se quemaba.

Paramnesia. Él había estado aquí antes, ¿o no? No, desde luego que no.

En el aire veraniego centelleaban luces rojas, amarillas y azules, como joyas esparcidas del cielo. Podía jurar que había estado…

La cabeza de Tom se movió de repente a la izquierda. Extendió los brazos, pero su mundo giró de forma imposible y supo que estaba en problemas.

Algo lo había golpeado. Algo como un mazo. Algo como una bala.

Se sintió derribado, pero en realidad no estaba seguro si caía o si perdía el conocimiento. Algo estaba terriblemente mal con su cabeza.

Aterrizó de lleno sobre la espalda, en una almohada de sombras que le tragaron toda la mente.

2

LOS OJOS del hombre se abrieron bruscamente. Un cielo muy oscuro *en lo alto. Nada de luces, estrellas o edificios. Sólo oscuridad. Y una luna pequeña.

Parpadeó e intentó recordar dónde se hallaba. Quién era. Pero su único recuerdo era que acababa de tener un vivido sueño.

Cerró los ojos y luchó por despabilarse. Había soñado que huía de algunos hombres que lo querían lastimar. Logró escapar como una araña trepando una pared después de haber derribado a uno de los matones. Luego se puso a observar las luces. Muy hermosas y brillantes luces. Ahora estaba despierto; y sin embargo no sabía dónde se hallaba.

Se sentó, desorientado. Sombras de árboles elevados y sombríos rodeaban un claro rocoso en el que había estado durmiendo. Sus ojos comenzaron a acostumbrarse a la oscuridad, y vio una especie de campo más adelante.

Con esfuerzo logró ponerse en pie y estabilizarse. Había mocasines de cuero en sus pies. Vestía pantalón oscuro, camisa de gamuza con dos bolsillos. Instintivamente se llevó la mano a la sien izquierda, donde sentía un dolor punzante. Cálido. Húmedo. Sus dedos se apartaron ensangrentados.

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