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Ted Dekker: Negro

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Ted Dekker Negro

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Nada es como parece cuando se estrellan los sueños y la realidad. Huyendo de sus agresores por callejones abandonados, Thomas Hunter apenas se escapa yéndose al techo de un edificio. Luego una bala silenciosa de la noche roza su cabeza… y su mundo se vuelve negro. De la negrura surge la asombrosa realidad de otro mundo, un mundo donde domina el mal. Un mundo en el que Thomas Hunter se enamora de una mujer hermosa. Pero luego se acuerda del sueño en el que lo perseguían por un callejón mientras extiende su mano para tocar la sangre en su cabeza.? ¿Dónde termina el sueño y comienza la realidad? Cada vez que se queda dormido en un mundo, se despierta en otro. Pero en ambos, le aguarda un desastre catastrófico… quizás incluso sea causado por él.

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Todo el asunto le hizo revolver el estómago. Como resultó, pagaban más por servir cafés en Java Hut que por escribir novelas brillantes. O, en realidad, importar figuras exóticas del sudeste asiático.

Dejó caer bruscamente los manuscritos y rebuscó en el arcón. Amarillo. Debía encontrar un papel amarillo, una copia al carbón de un recibo de venta. De los escritos a mano, no impresos a máquina. El recibo tenía el nombre de un contacto. Tom ni siquiera recordaba quién le había prestado el dinero. Algún usurero. Sin ese recibo, ni siquiera sabía dónde empezar.

De pronto allí estaba, en su mano.

Tom miró el papel. Real, definitivamente real. La cantidad, el nombre, la fecha. Como una sentencia de muerte. La cabeza le daba vueltas. Muy, muy, muy real. Por supuesto, él ya sabía que era real, pero ahora, con esta evidencia tangible en su mano, lo sintió doblemente real.

Bajó la mano y tragó saliva. En el fondo del cajón había un ennegrecido machete antiguo que comprara en uno de los callejones de Manila. Impulsivamente lo agarró, se puso de pie, y corrió al interruptor de la luz en la puerta. El lugar se iluminó como una hoguera. Esta clase de equivocaciones estúpidas era lo que hacía que las personas murieran. Así dice el aspirante a escritor de ficción.

Apagó de golpe la luz, abrió las cortinas, y observó. Despejado. Bajó la tapa y dio media vuelta. Rostros lo observaban. Las máscaras para bailes de disfraces que pertenecían a Kara, riendo y frunciendo el ceño.

Sintió débiles las rodillas. Por la pérdida de sangre, por el trauma de un balazo en la cabeza, por una creciente seguridad de que este infortunio apenas acababa de empezar y de que necesitaría más que mucha suerte y unas cuantas patadas de karate para evitar que esto terminara mal.

Tom se dirigió a la cocina, colocó el machete sobre el mesón, y llamó a su madre en Nueva York. Ella contestó al décimo timbrazo.

– ¿Aló?

– ¿Mamá?

– Tommy.

– Sí, te habla Tommy – contestó, soltando un silencioso suspiro de alivio-. Este… ¿te encuentras bien, eh?

– ¿Qué hora es? Es más de la una de la mañana.

– Lo siento. Bueno. Sólo quería comprobar que estás bien.

Su madre no contestó.

– ¿Seguro que estás bien?

– Sí, Tommy. Estoy bien -respondió ella, después hizo una pausa-% Aunque gracias por comprobarlo.

– Seguro.

– ¿La están pasando bien, muchachos?

– Sí. Seguro, desde luego.

– Hablé con Kara el sábado. Parece que le va bien.

– Así es. Tú pareces estar bien.

Él no siempre se daba cuenta cuándo ella estaba luchando. La depresión era difícil de ocultar. El último ataque grave había ocurrido más de dos años atrás. Con un poco de suerte la bestia se había ido para siempre.

Lo que es más, no parecía como si hubiera algún pistolero en el apartamento de ella, tomándola como rehén.

– Tengo prisa -expresó él-. Si necesitas algo, llama, ¿está bien?

– Seguro, Tommy. Gracias por llamar.

Puso el auricular en su horquilla, y se recostó en el mesón. Esta vez estaba metido en un verdadero lío, ¿de acuerdo? Y sin soluciones rápidas que le llegaran a la mente.

Debía asearse.

Tom agarró el machete y se dirigió al baño, con la cabeza dándole vueltas. Se paró frente al espejo y se volvió a pasar los dedos por la herida en la cabeza. Ya no sangraba, eso era bueno. Pero le dolía toda la cabeza. Creía tener conmoción cerebral.

Tardó menos de cinco minutos en asearse, cambiarse de ropa, y ponerse una gorra de béisbol. Regresó a la sala y se dejó caer en el sofá. Kara le vendaría adecuadamente la cortada cuando llegara a casa.

Él se recostó y pensó en llamarla al trabajo, pero decidió que le sería difícil explicarle por teléfono. La sala empezó a girar, así que cerró los ojos.

Tenía una hora para pensar en algo. Cualquier cosa.

Pero no le vino nada.

Excepto el sueño.

4

TOM NO ESTABA seguro si fue el calor o el zumbido lo que lo sacudió, pero despertó asustado, abrió bruscamente los ojos, y al instante los entrecerró.

Impresiones registradas en su mente caían como fichas de dominó. El cielo azul. El sol. Los árboles negros. Un murciélago solitario colgado encima de él, como un buitre deforme. Thomas se quedó totalmente quieto y miró a través de ojos entrecerrados, decidido a entender lo que ocurría.

Acababa de tener otro sueño increíblemente verosímil de un lugar llamado Denver.

Por un fugaz momento se sintió aliviado de que su sueño fuera sólo eso: un sueño. Que en realidad no le habían disparado en la cabeza y que su vida no corría verdadero peligro.

Pero entonces recordó que sí estaba en peligro. Se había golpeado la cabeza en una roca, se había cortado el pie en la roca afilada como una navaja, y había perdido el conocimiento bajo la roja mirada de un murciélago hambriento. No estaba seguro que debía temer más: a los horrores en su sueño o a los horrores actuales.

Bill.

Tom abrió los ojos de par en par y los movió de lado a lado para ver tanto como pudiera sin tener que moverse. No logró ver de dónde venía el zumbido. Ramas toscas y angulares sobresalían de los árboles desprovistos de hojas. Arboles sin vida, carbonizados.

Tom se concentró, tratando de recordar. No le llegó a la mente ningún recuerdo anterior a su caída. La amnesia le había aislado la memoria. Los alrededores le parecían extrañamente conocidos, como si hubiera estado aquí antes, pero se sentía desconectado de la escena.

Le dolía la cabeza.

Sentía un dolor punzante en el pie derecho.

El murciélago no parecía tan amenazante como se veía anoche.

Tom se irguió lentamente sobre el codo y miró alrededor del bosque negro. A su izquierda había un gran campo negro de ceniza, entre él y una pequeña laguna. De los árboles colgaban frutos que no había visto la noche anterior, en una variedad asombrosa de colores. Rojos, azules y amarillos, todos colgando en contraste increíble con los escuetos árboles negros. Algo parecía muy mal aquí; más que los extraños alrededores, más que el hecho de que Bill hubiera desaparecido. Tom no sabía concretamente de qué se trataba.

A excepción del que colgaba sobre él, no había más murciélagos. Tom sabía de murciélagos, ¿verdad? En alguna parte en sus recuerdos idos, los murciélagos le eran totalmente conocidos. Sabía que eran peligrosos y malignos, y que tenían dientes afilados, pero no recordaba otros detalles; cómo evitarlos, por ejemplo. O cómo retorcerles el pescuezo.

Un manto negro se levantó en el campo. El zumbido aumentó.

Tom se puso de pie con dificultad. Lo que creyó que era ceniza negra sobre el campo en realidad era un manto de moscas. Estas zumbaban a pocos decímetros de la tierra, y luego se calmaban otra vez. Hasta donde se extendía el claro, los inquietos insectos de alas negras avanzaban lentamente unos tras otros, formando una gruesa y viva alfombra.

El retrocedió, luchando con un súbito pánico. Tenía que salir de aquí. Debía hallar alguien a quién contarle lo que sucedía. Ni siquiera sabía de qué escapaba.

Pero estaba escapando, ¿no es así?

Por eso tuvo esos locos sueños de Denver. Soñó que huía en Denver porque en realidad estaba huyendo. Aquí, en este bosque negro.

Volteó a mirar en la dirección por la que supuso que había llegado, entonces comprendió rápidamente que no tenía idea por dónde vino. Detrás de él estaban las rocas afiladas como navajas que le habían tajado los pies y los brazos. Más allá de ellas continuaba el bosque negro. Por delante, el campo de moscas y luego más bosque negro. Por todas partes, los árboles negros y angulares.

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