Tom gruñó y luchó por no perder el conocimiento. Pinchazos de luz le surcaron los entrecerrados ojos. En lo alto, un millón de hojas susurraban en la brisa nocturna. Las risas de miles…
Los ojos se le abrieron repentinamente. ¿Risas? Su mente luchó entre el punzante dolor y el terrible temor de que no estaba solo.
De una rama como a metro y medio por encima de Tom colgaba un enorme brote lleno de grumos del tamaño de su brazo. Al lado del brote colgaba otro, como un racimo de uvas negras. De no haberse caído se pudo haber golpeado la cabeza en los árboles.
El brote más cerca de él se movió súbitamente.
Tom parpadeó. Dos alas se desplegaron del brote. Un rostro triangular se inclinó hacia él, mostrando ojos sin pupilas. Ojos enormes, rojos, sin pupilas. Una delgada lengua rosada salió serpenteando de labios negros y examinó el aire.
El corazón de Tom se le subió a la garganta. Giró bruscamente la mirada hacia los otros brotes. Mil criaturas negras colgaban de las ramas que lo rodeaban, mirándolo también con ojos rojos demasiado grandes para sus rostros angulares.
El murciélago más cerca de él hizo una mueca y dejó ver sucios colmillos amarillos.
Tom gritó. El mundo se le inundó de tinieblas.
SU MENTE salió lentamente a rastras de la oscuridad, rechazando imágenes de negros murciélagos con ojos rojos. Respiraba entrecortadamente, en rápidos y cortos jadeos, seguro de que en cualquier momento uno de los brotes caería de su rama y lo agarraría del cuello.
Algo olía pútrido. Carne podrida. No podía respirar adecuadamente con esto en el rostro, este excremento o esta carne podrida o…
Tom abrió los ojos. Algo se le asentó en la cara. Le atascó las fosas nasales y se le metió en la boca.
Se levantó bruscamente, escupiendo. No había murciélagos. Sólo enormes bolsas negras y cajas repletas, y algunas se habían abierto. Lechuga, tomates y carne en descomposición. Basura.
En lo alto los techos de los edificios trazaban una línea en el cielo nocturno. Correcto, se había golpeado la cabeza y cayó en el callejón, dentro de un enorme contenedor de basura.
Tom se sentó sobre viscosas legumbres; un intenso alivio lo inundó por un instante. Los murciélagos sólo habían sido un sueño. ¿Y los hombres de Nueva York?
Asomó la cabeza, miró por el callejón vacío. Sintió dolor sobre la sien e hizo un gesto de dolor. Tenía el cabello enmarañado con sangre, pero la bala sólo debió rozarlo.
Aquí había dos posibilidades, dependiendo del tiempo que hubiera transcurrido desde que se cayera. O el pistolero aun iba en dirección a Tom, o ya se había largado sin escarbar en el contenedor de basura.
Sea como sea, debía moverse ahora, mientras el callejón estuviera vacío. Su apartamento estaba sólo a unas cuadras de distancia. Tenía que llegar allá.
Pero ¿no estarían sencillamente esperándolo si sabían dónde vivía?
Arrastrándose salió del basurero y corrió por el callejón, mirando en ambas direcciones. Si estuvieran enterados de dónde vivía, en primer lugar lo habrían esperado allí en vez de arriesgarse a enfrentársele al descubierto como hicieron.
Tenía que llegar al apartamento y advertirle a Kara. El turno de su hermana terminaba a la una de la mañana. Ahora era como medianoche, a menos que él hubiera estado sin conocimiento por mucho tiempo. ¿Y si hubieran pasado varias horas? ¿O todo un día?
Le dolía la cabeza, y su nueva camiseta blanca Banana Republic estaba empapada de sangre. El tráfico aún rugía en la calle Novena. Tendría que cruzarla para llegar a su apartamento, pero no le gustaba la idea de salir corriendo por la acera hasta la próxima intersección a la vista de todo el mundo.
Aún no había indicios de sus atacantes. Se agachó en el callejón y esperó que se despejara el tráfico. Podía saltar el seto, cruzar el parque, y llegar al complejo sobre el muro de concreto en la parte trasera.
Tom entrecerró los ojos, aspiró profundamente, y expiró poco a poco. ¿En cuántos problemas se podría meter una persona en veinticinco años? No importaba que hubiera nacido como un mocoso del ejército en Filipinas, hijo del capellán Hunter, quien había predicado amor por veinte años y que luego abandonó a su esposa por una mujer filipina a quien duplicaba la edad. No importaba que se hubiera criado en un barrio que hacía parecer al Bronx un jardín de infantes. No importaba que para cuando tuvo diez años hubiera estado más expuesto al mundo que la mayoría de estadounidenses durante todas sus vidas.
Si papá no se hubiera ido, mamá no habría montado en cólera y luego entrado en una profunda depresión. Por eso es que estos hombres estaban ahora aquí. Porque papá había dejado a mamá, mamá había montado en cólera, y Tom, el buen viejo Thomas, se había visto obligado a sacar a mamá de apuros.
Hay que reconocer que lo que hizo para sacarla de apuros fue un poco extremo, pero lo había hecho, ¿no es así?
En el tráfico se abrió una brecha de cincuenta metros, y Tom salió disparado por la calle. Sonó una bocina de algún ciudadano serio, cuya idea de una situación desesperada quizá era que Tom se atravesara ante su Mercedes sucio. Saltó el seto y cruzó corriendo el parque a las sombras de los álamos iluminados por faroles.
Asombra lo real que le había parecido el sueño del murciélago.
Tres minutos después Tom rodeaba las escaleras exteriores hacia su apartamento del tercer piso. Subió los peldaños de dos en dos, con la mirada aún atenta por si veía alguna señal de los neoyorquinos. Ninguna. Pero sólo sería cuestión de tiempo.
Entró a su apartamento, cerró la puerta, puso la cadena y descansó la cabeza en la puerta, respirando con dificultad. Esto era bueno. En realidad lo había logrado.
Miró el reloj en la pared. Once de la noche. Media hora desde que la primera bala chocara contra la pared de ladrillo. Había tardado en total media hora en conseguirlo. ¿Cuántas medias horas más tendría para lograrlo?
Tom giró y se dirigió al baúl debajo de la ventana. Era un apartamento sencillo de dos habitaciones, pero de una sola mirada el menos de los observadores sabría que sus habitantes no eran personas comunes ni corrientes.
El costado norte del cuarto parecía como si fuera una colección de extravagantes obras del Cirque du Soleil. Un círculo de máscaras para bailes de disfraces formaba un enorme globo, de un metro ochenta de diámetro, cortado a la mitad y colgando de tal modo que parecía salir de la pared. Abajo había un canapé entre al menos veinte almohadones de seda de varios diseños y colores. Trofeos de viajes y de episódicas temporadas célebres de Tom. En la pared sur, dos docenas de lanzas y cerbatanas del sudeste asiático rodeadas por enormes escudos ceremoniales. Debajo de esto había no menos de veinte figuras grandes, entre ellas la talla en olivo de un león de tamaño natural. Estos eran vestigios de un intento fallido de importar artículos exóticos de Asia para venderlos en casas de arte y en reuniones de intercambios. Si Kara supiera que el verdadero propósito de la aventura había sido contrabandear pieles de cocodrilo y aves de plumas paradisíacas en los torsos cuidadosamente ahuecados de las figuras, sin duda le habría halado las orejas. Las calles de Manila también le habían enseñado algunas lecciones a su hermana mayor, quien reaccionaba sorprendentemente bien. Tal vez demasiado bien. Por suerte, él había entrado en razón sin necesidad de tal persuasión.
Tom se puso de rodillas y abrió la tapa de un arcón antiguo. Giró alrededor, vio que la puerta estaba firmemente cerrada, y comenzó a hurgar en el anticuado cajón de madera.
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