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Ted Dekker: Negro

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Ted Dekker Negro

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Nada es como parece cuando se estrellan los sueños y la realidad. Huyendo de sus agresores por callejones abandonados, Thomas Hunter apenas se escapa yéndose al techo de un edificio. Luego una bala silenciosa de la noche roza su cabeza… y su mundo se vuelve negro. De la negrura surge la asombrosa realidad de otro mundo, un mundo donde domina el mal. Un mundo en el que Thomas Hunter se enamora de una mujer hermosa. Pero luego se acuerda del sueño en el que lo perseguían por un callejón mientras extiende su mano para tocar la sangre en su cabeza.? ¿Dónde termina el sueño y comienza la realidad? Cada vez que se queda dormido en un mundo, se despierta en otro. Pero en ambos, le aguarda un desastre catastrófico… quizás incluso sea causado por él.

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El teléfono sobre el enorme escritorio negro de sándalo sonó ruidosamente a la derecha de ellos.

Ninguno de los dos hizo un movimiento hacia el teléfono; dejó de sonar.

– Te necesitamos en Bangkok -informó Svensson. Su voz sonó como el ruido sordo de un motor moviéndose con un cilindro lleno de arena.

– Bangkok.

– Sí, Bangkok. Farmacéutica Raison.

– ¿La vacuna Raison? -preguntó Carlos.

Ellos habían estado siguiendo el desarrollo de la vacuna por más de un año con la ayuda de un informante en los laboratorios Raison. Carlos siempre había pensado que sería irónico que la compañía francesa Raison, que se pronunciaba rey-ZONE y significaba «razón», un día estuviera produciendo un virus que pondría de rodillas al mundo.

– Yo no estaba consciente de que su vacuna nos prometiera algo – comentó.

Svensson cojeó lentamente, muy lentamente, hacia su escritorio, agarró un papel blanco, y lo recorrió con la vista.

– Recuerda un informe de hace tres meses acerca de mutaciones de la vacuna imposibles de conservar.

– Nuestro contacto afirmó que las mutaciones no se mantenían, y que morían en minutos.

Naturalmente, Carlos no era científico, pero sabía más que el promedio de personas respecto de armas biológicas.

– Esas fueron las conclusiones de Monique de Raison. Ahora tenemos otro informe. Nuestro hombre en los Centros para el Control de Enfermedades (CDC) recibió hoy un visitante nervioso que afirmó que las mutaciones de la vacuna Raison se mantenían bajo un calor específico prolongado. El visitante aseguró que el resultado sería un virus letal transmitido vía aérea con una incubación de tres semanas; virus que podría infectar a toda la población del mundo en menos de tres semanas.

– ¿Y cómo fue que este visitante encontró esta información?

– Un sueño -contestó Svensson después de titubear-. Un sueño muy extraño. Un sueño muy, pero muy convincente de otro mundo poblado por seres que creen que los sueños de él en este mundo son sólo sueños; y por murciélagos que hablan.

Ahora fue Carlos quien titubeó.

– Murciélagos.

– Tenemos nuestros motivos para prestar atención. Quiero que vueles a Bangkok y entrevistes a Monique de Raison. Si la situación se justifica, voy a querer la mismísima vacuna Raison, por cualquier medio.

– ¿Estamos ahora recurriendo a místicos?

Svensson tenía bien cubiertos a los CDC, con cuatro en la nómina, si Carlos recordaba correctamente. Hasta los reportes que parecían más inofensivos sobre enfermedades infecciosas eran encaminados rápidamente a las oficinas centrales en Atlanta. Era indudable que a Svensson le interesaba todo informe de cualquier nuevo brote y de los planes para tratarlo.

¿Pero un sueño? Totalmente fuera de carácter para el estoico suizo de tenebroso corazón. Esto sólo insinuaba su única verosimilitud.

Svensson lo miró con ojos sombríos.

– Como dije, tenemos otras razones para creer que este hombre podría saber cosas que no tiene por qué saber, sin importar cómo obtuvo esa información.

– ¿Cómo qué cosas?

– Eso no está a tu alcance. Basta decir que no hay forma de que Thomas Hunter pudiera haber sabido que la vacuna Raison estaba sujeta a mutaciones que no se conservaban.

Carlos frunció el ceño.

– Una coincidencia.

– No estoy dispuesto a correr ese riesgo. El destino del mundo recae sobre un virus difícil de localizar, y de su cura. Tal vez acabamos de encontrar ese virus.

– No estoy seguro que Monique de Raison quiera conceder una… entrevista.

– Entonces oblígala.

– ¿Y qué hay con Hunter?

– Te enterarás por cualquier medio que sea necesario de todo lo que Thomas Hunter sabe, y luego lo matarás.

1

TODO EMPEZÓ un día antes con una simple bala silenciada y salida de la nada.

Thomas Hunter caminaba por el mismo callejón débilmente iluminado que tomaba siempre en su camino a casa después de cerrar el pequeño Java Hut en Colfax y la Novena, cuando un ¡tas! interrumpió el zumbido del lejano tráfico. Salpicaduras de ladrillo rojo salieron de un hoyo como de dos centímetros y medio a medio metro de su rostro. Thomas detuvo a mitad de un paso.

¡Tas!

Esta vez vio la bala estrellándose contra el ladrillo. Esta vez sintió una picadura en la mejilla mientras diminutos fragmentos de ladrillo destrozado salían disparados por el impacto. Esta vez se le paralizó cada músculo del cuerpo.

¡Alguien le acababa de disparar! Le estaban disparando.

Tom retrocedió hasta agacharse, y por instinto extendió los brazos. No parecía poder quitar los ojos de esos dos hoyos en el ladrillo exactamente adelante. Se debió tratar de alguna equivocación. Un producto de su febril imaginación. Sus aspiraciones de novelista finalmente habían traspasado la línea entre la fantasía y la realidad con esos dos hoyos vacíos que lo observaban desde el ladrillo rojo.

– ¡Thomas Hunter!

Esa no fue su imaginación, ¿o sí? No, ese era su nombre, y aún resonaba en el callejón. Una tercera bala se estrelló en la pared de ladrillo.

El giró hacia la izquierda, aún agachado. Dio un largo paso, se dejó caer sobre el hombro derecho, rodó. El aire se dividió otra vez por encima de su cabeza. Esta bala repiqueteó en una escalera de acero y resonó en el callejón.

Tom se enderezó y salió persiguiendo el sonido a toda prisa, empujado tanto por el instinto como por el terror. Ya antes había vivido esto, en las callejuelas de Manila. Entonces era adolescente, y las pandillas filipinas estaban armadas con navajas y machetes en vez de pistolas, pero en ese momento, en que hacían trizas el callejón detrás de la Novena y Colfax, la mente de Tom no percibía ninguna diferencia.

– ¡Eres hombre muerto! -gritó la voz.

Ahora supo quiénes eran. Eran de Nueva York.

Este callejón conducía a otro a veinticinco metros adelante, a su izquierda. Una simple sombra en la débil luz, pero él conocía el diagrama.

Dos balas más fustigaron, una tan cerca que sintió su ráfaga sobre la oreja izquierda. Detrás de él retumbaron pisadas en el concreto. Dos pares, quizá tres.

Tom se metió a las sombras.

– Córtenle la retirada. Radio.

Se impulsó en la parte anterior de los pies, y salió a toda velocidad, con la mente dándole vueltas. ¿Radio?

El problema con la adrenalina -le susurró la débil voz de Makatsu-, es que te debilita la mente. Su instructor de karate se señalaría la cabeza y guiñaría el ojo. Tienes mucha fuerza bruta con qué pelear, pero no fuerza bruta con qué pensar.

Si ellos tenían radios y le podían cortar la retirada más adelante, se le presentaba un problema muy grave.

Buscó frenéticamente dónde esconderse. Un acceso al techo en mitad del callejón. Un inmenso contenedor de basura demasiado lejos. Cajas tiradas a su izquierda. Ningún verdadero lugar en qué ocultarse. Tenía que hacer su jugada antes de que ellos ingresaran al callejón.

Brotes de pánico se le clavaron en la mente. La adrenalina entorpece la razón; el pánico la mata. Otra vez Makatsu. A Tom ya lo había apaleado una vez una pandilla de filipinos que había prometido matar a todo mocoso estadounidense que entrara en su territorio. Hicieron su territorio de las calles aledañas a la base del ejército. Su instructor lo había regañado, insistiendo en que él era suficientemente bueno para haberse librado esa tarde del ataque de ellos. El pánico le había costado caro. El cerebro se le había convertido en arroz con leche, y él merecía los moretones que le hinchaban los ojos.

Esta vez eran balas, no patadas y palos, y las balas le dejarían más que moretones. Se le acababa el tiempo.

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