Una risotada carraspeó en el aire a su derecha. Tom se volvió lentamente.
Un segundo murciélago a un paso de ahí lo miraba colgado en una rama. Parecía como si alguien hubiera metido dos cerezas en las cuencas de los ojos del animal volador y luego le hubiera vuelto a fijar los párpados.
Movimiento en el cielo. Tom levantó la mirada. Más murciélagos. Montones de ellos, llenando las desnudas ramas en lo alto. El murciélago cercano no se movía. Ni siquiera parpadeaba. Las copas de los árboles se ennegrecieron con murciélagos.
Con la mirada fija en la criatura solitaria, Tom se empujó hacia atrás en una roca, estirando la mano para apoyarse. La mano se le humedeció.
Un frío le recorrió por los dedos, y le subió por el brazo. Un placer helado. Sí, desde luego, el agua. Algo pasaba con el agua; ese era otro asunto que recordaba. Estaba consciente de que debía retirar bruscamente la mano, pero estaba fuera de balance y tenía la mirada fija en el murciélago que lo miraba con esos ojos rojos saltones, y dejó allí la mano por un momento.
Se apoyó en el codo y sacó la mano del agua, volviéndose a mirarla mientras lo hacía.
El pequeño charco de agua vibraba con tonos esmeralda; de inmediato se sintió atraído hacia ella. Su rostro estaba a cuarenta y cinco centímetros de este líquido brillante, y deseó desesperadamente meter la cabeza en el charco, pero sabía, simplemente sabía…
En realidad no estaba seguro de qué sabía.
Sabía que no podía quitar la mirada y enfocarla en otra parte, como en el zumbido de la pradera o en las ramas más altas aún llenas de murciélagos negros.
Los murciélagos le chillaban alegres en alguna parte trasera de su mente.
Tom metió lentamente un dedo en el charco. Otra oleada de placer le recorrió las venas, una sensación de hormigueo que le agradó. Más que agradarle, fue como novocaína. Y luego otra sensación se sumó a la primera. Dolor. Pero el placer era mayor. Con razón Bill había…
Un chillido surcó el cielo.
Los ojos de Tom se abrieron repentinamente de par en par y se miró insensiblemente la mano. Jugo rojo goteaba de los dedos. Jugo rojo o sangre. ¿Sangre? Retrocedió.
Otro chillido por encima de él. Miró el cielo y vio que un murciélago blanco solitario traspasaba las filas de bestias negras, haciendo que se dispersaran de sus perchas.
Las criaturas negras salieron en persecución, oponiéndose obviamente a la presencia del volador blanco. Con un grito desgarrador el intruso blanco serpenteó por encima y se volvió a zambullir entre el tropel de chillidos. Si los murciélagos negros son mis enemigos, el blanco podría ser mi aliado. ¿Pero eran enemigos los murciélagos negros?
Tom volvió a mirar el agua. Palpitante, sorprendente. Se le ocurrió que no estaba pensando con claridad.
Un agudo llamado como de trompeta vino desde donde estaba el murciélago blanco. Tom se volvió de nuevo y vio que la criatura blanca daba vueltas y surcaba la pradera, moviéndose con mucha rapidez entre el enjambre de moscas negras. Entonces Tom logró ver brevemente los ojos verdes del murciélago blanco al descender en picada.
¡Él conocía esos ojos!
Si el anhelo de Tom era permanecer hoy con vida debía seguir al volador blanco. Estaba seguro de eso. Se puso en camino, y se dirigió tambaleándose al prado. La carne le dolía por las cortadas de la caída de ayer, y sentía ardor en los huesos, pero de repente vio todo muy claro. Debía seguir a la criatura blanca o moriría.
Obligó a sus pies a seguir adelante y a correr hacia la pradera a pesar del dolor. Había logrado llegar corriendo hasta el bosque negro, ¿de acuerdo? Era hora de volver a correr.
Al principio las moscas lo dejaron pasar. Un indómito enjambre se levantó de la laguna y zumbó en confusos círculos, como confundidas por el repentino giro de los acontecimientos. Tom se hallaba en mitad del campo, corriendo hacia los árboles negros en el extremo lejano, cuando ellas comenzaron a atacar. Le llegaron por la izquierda, en enjambres, atacándole violentamente el cuerpo y el rostro como bombarderos en picada, en lanzamientos suicidas.
Gritó lleno de pánico, levantó los brazos para cubrirse los ojos, y estuvo a punto de retroceder velozmente. Pero ya había llegado demasiado lejos.
De pronto sintió como si se le incendiaran los hombros, y con un sólo vistazo aterrado se dio cuenta de que las moscas ya le habían atravesado la camisa, y le consumían la carne. Lanzó manotadas como loco contra su piel y corrió hacia los árboles. Las moscas le cubrían el cuerpo, picándolo. Cincuenta metros.
Agitó violentamente las manos frente al rostro para aclarar la visión, pero los pequeños insectos se negaban a irse. Se le metían por los oídos y la nariz. Furiosamente le atacaron los ojos. Quiso gritar, pero las moscas le picaron la lengua, y debió cerrar la boca. No iba a lograrlo.
Un coro de chillidos inundó el aire detrás de él. Los murciélagos negros.
Colmillos se hundieron en su pantorrilla izquierda. El dolor le subió vertiginosamente por la columna vertebral, y las últimas fibras de razón se le fueron de la mente. El tiempo y el espacio dejaron de existir. Sólo quedó la reacción instintiva. Los únicos mensajes que lograron pasar a través del zumbido en su cerebro eran para sus músculos, y estos decidieron correr o morir, matar o caer muerto.
Se aplastó la pantorrilla. El murciélago negro cayó a tierra, pero se llevó con él un pedazo de carne.
Veinte metros.
Otro murciélago se le sujetó del muslo. Tom se presionó los labios para no gritar, y agitó los brazos con cada onza de fortaleza que le quedaba en sus tensos músculos.
Se metió en el bosque, e inmediatamente se fueron las moscas.
Pero no los murciélagos.
Tom tenía la camisa destrozada y la piel roja. Cubierta de sangre. Tropezó con los árboles, asqueado, con las piernas entumecidas por la pérdida de sangre.
Un murciélago negro se le posó en el hombro, pero todos los nervios cortados por los agudos colmillos de las bestias ya estaban inflamados por el dolor, y Tom ahora apenas notó el bulto negro sobre el hombro. Otra alimaña se le adhirió de las posaderas. Haciendo caso omiso a los murciélagos, se movió como un borracho entre los árboles.
¿Dónde estaba el murciélago blanco? Allí. A la izquierda. Tom viró bruscamente, se golpeó en el árbol del frente, y cayó a tierra. Intentó evitar la caída con el brazo derecho, pero el antebrazo se le fracturó con un tremendo chasquido. Un candente dolor le subió hasta el cuello.
Se desprendieron los murciélagos adheridos a su cuerpo, y chillaron en protesta batiendo furiosamente las alas. Tom luchó por ponerse de pie y caminó tambaleándose, el brazo derecho le colgaba inútilmente al costado. Los murciélagos se le volvieron a posar en el cuerpo estremecido, esforzándose por afirmarse, y comenzaron a morder de nuevo.
Él siguió a tropezones, vagamente consciente de que habían desaparecido sus mocasines y la mayor parte de su ropa, quedándole sólo un taparrabos. Podía sentir cómo los colmillos le desgarraban el muslo.
Una voz, impredecible y ronca, resonó suavemente entre los árboles.
– Encontrarás tu destino conmigo, Tom Hunter.
Podía jurar que la voz había venido de uno de los murciélagos detrás de él. Pero entonces él salió del bosque hacia la orilla de un río, y no pensó más en la voz.
Un puente blanco cruzaba la torrentosa agua. Un bosque altísimo y multicolor bordeaba la orilla lejana, deslumbrando como una caja de crayones con una capa brillante de ramas verdes. Se detuvo ante la vista.
Verde. Un espejismo celestial.
Tom renqueó hacia el puente, apenas consciente de los murciélagos que le chillaban en la espalda. Respiraba entrecortadamente. La carne le temblaba. Los murciélagos negros se le soltaron de la espalda. El murciélago blanco solitario batía ansiosamente las alas sobre una rama baja al otro lado del río. El aliado de Tom era grande, quizá tan alto como las rodillas de él con una envergadura tres veces mayor. Sus amables ojos verdes fijos en él.
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