John Darnton - Neanderthal

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En las remotas montañas del norte de Asia, un guerrero desaparece, una estudiante es asesinada y un eminente paleontólogo norteamericano se esfuma sin dejar rastro. Para la oscura institución responsable de la investigación todo esto son indicios de que algo ha salido mal en la más extraordinaria expedición jamás llevada a cabo.
Matt Mattison y Susan Arnot, antiguos alumnos del profesor desaparecido, ex amantes y en la actualidad rivales académicos, aceptarán la misión de encontrar a su viejo tutor de Harvard y el secreto que él ansiaba descubrir: la existencia de una especie entroncada con los orígenes de la humanidad, cuyos individuos han existido durante más de cuarenta mil años. Dotados de poderes inimaginables en un mundo dominado por humanos, dichos homínidos están a punto de alterar para siempre el curso de la civilización.
John Darnton, haciendo gala de un experto manejo del suspense y de una rigurosa documentación científica, nos presenta la pugna entre arqueólogos y gobiernos rivales por seguir la pista a un grupo de criaturas que son una reliquia de la prehistoria. El resultado es Neandertal, la novela de aventuras más esperada del año que, de la mano de Darnton, llevará al lector hacia un viaje fantástico que le hará creer en lo imposible.

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– Lo estropearan todo. Nada los detendrá. Quieren el poder a toda costa, los mataran a todos si es preciso.

Matt miro a Van a la cara. Recordó un brillante articulo de el sobre la comunicación no verbal entre los bosquimanos muy prometedor.

– ¿Y tu? -preguntó-. ¿Para ti no significa nada la ciencia?

– Si-respondió Van sin alterarse-. Lo significa todo. L he consagrado toda mi vida. La ciencia es lo único que no separa del caos. Nos permite ejercer el dominio, proteger; nos da poder.

Matt regreso al poblado sin mirar si Van lo seguía o no.

Pero Van le pisaba los talones, el muy canalla, aunque un canalla apaleado.

– Otra cosa -dijo Van señalando la luna visible ya en el cielo nocturno-. ¿La ves? Dentro de unos días habrá luna llena. Por eso estaban preparándose para sacrificarme. Y ahora vendrán aquí a buscarme… a mi o a otro.

Eagleton estaba escondido, al igual que una rana en una hoja de nenufar, en la pequeña línea del frente del cuartel general, como a el le gustaba llamarla para sus adentros. El edificio era un barracón semicilíndrico de metal especialmente adaptado a sus necesidades. El suelo era de cemento, para poder deslizar sobre el su silla de ruedas, pero no disponía de desinfectante. Cuando llevaba solo dos horas allí descubrió, horrorizado, una arana en una telaraña que había en un rincón.

El viaje había sido agotador. Sentado en su silla de ruedas atada con correas en medio del avión, se había sentido el centro de todas las miradas; varios miembros de la tripulación se levantaban y se sentaban en sus asientos sin cesar; servían bebidas, coqueteaban, chismorreaban. Estaba seguro de que hacían comentarios sobre el. No había dormido por miedo a ofrecer un espectáculo ridículo; hundido en su silla, con la boca abierta seguramente. Tal y como se había imaginado, cuando lo sacaron del avión tenia todas las miradas puestas en el. Se había perdido gran parte del paisaje; las dos ventanas del barracón eran demasiado altas y no podía mirar por ellas con facilidad. Desde que había llegado a la base de la montaña, había empezado a sentir los efectos de la altitud, y es que el era especialmente sensible a aquellos cambios.

Ahora despachaba, una vez mas con Kane, una tarea ingrata. El coronel le había dado un informe detallado sobre el entrenamiento de sus hombres. Leyendo entre líneas, porque Kane no le había dicho nada abiertamente, le pareció que los soldados estaban preparados para entrar en acción. Kane se había quedado callado y miraba el baúl de Eagleton, que estaba derecho y dividido en estantes repletos de libros. Se fijo en un volumen grueso y gastado de color verde de El origen de las especies.

– ¿Lo ha leído? -preguntó Eagleton.

Kane meneó la cabeza.

– Es una lastima. Es un libro notable. A Darwin le llevo dos décadas escribirlo. Ya tenia todas las ideas en mente cuando desembarco del Beagle, cosa que sabemos por las notas que había escrito, pero sus estudios sobre los percebes lo tenían completamente absorbido y para colmo de males se puso enfermo; vivía como un recluso, dando vueltas siempre por el mismo espacio diminuto. ¿Sabe que le impidió dedicarse de lleno al libro? Tengo mi propia teoría al respecto.

Kane volvió a menear la cabeza.

– Su mujer-dijo Eagleton-. Su virtuosa mujer, que iba a misa todos los domingos. El estaba a punto de dar a conocer una idea absolutamente subversiva y poderosa al mundo, la idea de que el hombre no fue creado por Dios a imagen suya, pero tenia miedo de su mujer. -Estalló de risa-. Y voy a decirle otra cosa, que estoy seguro de que usted no aprueba. -Kane ponía cara de fastidio-. En ningún lugar la palabra ‹‹evolución››, porque el no concebía el desarrollo de la naturaleza como un continuo progresivo, es un ascenso.

Todos esos dibujos que empiezan mostrando primate inferior y terminan con el Homo sapiens denotan absoluta confianza en si mismo y responden a un error de interpretación. No existen los llamados ‹‹animales superiores››. Todos somos iguales, todos estamos en el mis fango. En un milenio unos ocupan el lugar predominante, en el siguiente son otros los que llevan la delantera; todos nos esforzamos y cambiamos, no hay ninguno intrínsecamente superior. No existe ningún plan grandioso

Eagleton se dio cuenta de que aquello a Kane no le interesaba lo mas mínimo y, a decir verdad, tampoco a el le interesaba mucho. Pero era su táctica habitual.

– Kane -dijo dando por terminada la conversación-, hace cinco semanas que perdimos todo contacto. Quiero que mañana al romper el alba usted y sus hombres estén la montaña.

Justamente por lo mismo que Eagleton hablaba y hablaba excitado, al sentir que estaba a punto de iniciar una aventura de desenlace imprevisible, Kane estaba tranquilo, con un gran dominio de si.

– Si, señor-respondió fríamente.

El ataque se produjo por la noche. A Matt y a Susan les pillo desprevenidos. En la negrura aterciopelada las estrellas brillaban cual cristales salvo en el oeste, donde la luna, casi llena, estaba suspendida sobre el valle. No hacia viento. Hacia unas cuantas horas que había cesado el ruido de los tambores pero Matt apenas lo había advertido. La mayoría de los homínidos estaban en sus chozas. Habían reaccionado con gran indiferencia cuando una noche, días atrás, había empezado el fragor de los tambores; parecía que estuvieran resignados a la catástrofe, aunque era imposible saber si la resignación se debía al presagio o a la conmoción que les había ocasionado el terremoto.

Primero se oyeron gritos. Eran tan estridentes y salvajes que les traspasaron el corazón cual flechas; era un gritó universal de las cuerdas vocales que ni Matt ni Susan habían oído nunca; eran extraños porque, aunque de tono grave, eran sin embargo fuertes. Al punto vieron que se trataba de gritos de guerreros a la carga; les siguieron chillidos de miedo y dolor, y después una mezcla de alaridos cuando los cuerpos se desplomaban por los golpes de las porras.

Susan corría al lado de Matt con los pelos tapándole el rostro; el terror se reflejaba en sus ojos y en su tez pálida. Al cabo de nada se detuvieron debajo de un árbol que había en lo alto de una colina y, al mirar hacia el emparrado que habían dejado atrás, entre tinieblas, les pareció ver ramas y hojas cayendo y el movimiento de unos cuerpos rechonchos corriendo a grandes zancadas entre los desechos. Esperaron un momento para recobrar el aliento y siguieron su marcha por un sendero por el que se llegaba al poblado por la parte de atrás.

Parecía que hubiese pasado un huracán. Había ramas y rocas por todas partes y las chozas estaban en llamas, despidiendo altísimas columnas de humo hacia el cielo nocturno. A pesar del humo, vieron unas figuras que corrían de un lado a otro gritando. No era difícil identificarlas. El grupo de los que habían emprendido el ataque llevaban pieles, y la cara y la parte superior del torso pintadas de rojo, azul y negro. Llevaban también antorchas y porras, que de vez en cuando alzaban para derribar los soportes de las chozas que luego incendiaban. Las victimas, sangrando, corrían presas del pánico buscando frenéticamente como escapar por todas direcciones.

En medio del caos, con la funda del revolver atada al cuello, estaba Quiuac, con sus ojos oscuros bajo las sobrecejas prominentes y el cuerpo resplandeciente. Alzo una mano el señal de triunfo, sosteniendo una porra por la empuñadura la agitaba apuntando hacia el cielo nocturno y dio un feroz alarido de victoria. En aquel momento, Matt y Susan vieron como una figura surgía de la oscuridad; muy despacio s acercó a el, con una lanza en la mano.

– Es Lanzarote -susurro Susan, que le cogió la mano Matt.

Cuando la figura se le acercó, Quiuac corto en seco su grito y se volvió lentamente hacia el. Todo pareció detenerse los renegados se quedaron petrificados, mirando. Quiuac se irguió; la piel blanca y negra que llevaba en la cabeza fulguraba a la luz del fuego; las plumas que llevaba en las muñecas se erizaron. Se quedó inmóvil; solo bajo la porra con el brazo derecho y se la puso a la espalda, tal como había hecho cuando mato a Rudy. Lanzarote levantó la lanza y se acercó mas a el. Matt dibujo una trayectoria imaginaria en el aire hasta alcanzar a aquel ser salvaje y burlón. Le miraba fijamente el corazón. ¡EI corazón, pensó, apuntale al corazón!

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