John Darnton - Experimento

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Un cadáver mutilado, sin rostro ni huellas dactilares ha aparecido en extrañas circunstancias… Un thriller de máxima actualidad sobre la clonación y la manipulación genética, donde se mezcla la ciencia más avanzada con el suspense más estremecedor.

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– Ahora, si no les importa echarme una mano…

El médico les señaló con la cabeza el dispensador de guantes. Jude estaba sorprendido. Sin duda, pedirle a un lego que hiciera de auxiliar durante una autopsia iba contra el protocolo médico. Pero Gloria ya estaba ante la repisa poniéndose polvos de talco en las manos. Luego procedió a enfundarse los finos guantes como una experta. Jude la imitó tratando de imitar también su aplomo.

Ayudaron a McNichol a colocar el largo bulto sobre la mesa en forma ele L. El forense descorrió la cremallera de la bolsa y sacó las sábanas blancas que había en el interior. Después, Jude y Gloria lo ayudaron a sacar el cadáver de su capullo de plástico y a colocarlo suavemente sobre la fría superficie metálica. Jude estaba horrorizado, a punto de vomitar. El cadáver era de un color blanco azulado. El rostro del hombre estaba totalmente destrozado y no era más que una masa de sangre seca, huesos y músculos rojizos. Los ojos habían desaparecido, o revenidos o los habían hecho saltar. Hasta las orejas se las habían janeado. Sólo la oscura cavidad de la boca resultaba reconocible.

En su interior, la lengua estaba hinchada y parecía flotar sobre un rojo fluido.

– ¡Dios; mío! -exclamó Gloria.

McNichol permanecía en silencio, ocupado en efectuar el detalladísimo reconocimiento externo. Tomaba frecuentes notas con un bolígrafo en la hoja de autopsia, al tiempo que explicaba en voz alta:

– Varón de raza blanca, de entre veintidós y veintiséis años. Peso, setenta y nueve kilos. Estatura, metro setenta y siete.

Inspeccionó hasta el último centímetro cuadrado del cadáver, mirándolo por un lado y por otro, buscando marcas, cicatrices y heridas. Luego midió el contorno de la cabeza y del pecho, y la longitud y el contorno del brazo y la pierna.

Recogió muestras de piel. Rascó debajo de las uñas, limpió con gasa las heridas, pesó diversas muestras y las metió en pequeños frascos. Al fin, retrocedió unos pasos para tener una visión de conjunto.

– Bueno -comentó, reflexivo-. Lo que desde luego no puedo inspeccionar son los globos oculares.

Por primera vez pareció reparar en el aspecto general del cadáver y de lo monstruosas que eran sus lesiones.

– Había visto cosas así en un par de ocasiones -dijo con voz solemne-. Pero este caso es distinto.

– ¿A qué se refiere? -preguntó Jude, y se felicitó por el hecho de que su voz hubiera sonado normal.

– Bueno, por lo general la desfiguración es indicio de cólera. El asesino odia a la víctima. Apasionadamente, hasta el extremo de que se lanza a mutilarla, y en ocasiones sigue mutilándola mucho después de que ha muerto. Es como si tratase de eliminarla, de borrarla de la faz de la tierra. Hay otra variedad, íntimamente vinculada al caso anterior. El asesino se ve asaltado súbitamente por los remordimientos y ataca el cadáver como intentando borrar su crimen, no dejar ni rastro de lo que ha hecho. En ambos casos está implicada la pasión, aparte de un montón de otras emociones. Lo cual, por lo general, tiende a indicar que existía una relación íntima entre el asesino y su víctima, cosa que simplifica muchísimo el trabajo de la policía. Puede tratarse de un marido, de un amante, de un acosador. En la inmensa mayoría de las ocasiones el caso se resuelve en menos de cuarenta y ocho horas, y el culpable es detenido y conducido a la comisaría. Una vez allí se viene abajo y confiesa entre sollozos su horrendo crimen.

McNichol quedó en silencio.

– ¿Y en este caso? -preguntó Jude al fin.

– En este caso es indudable que la mutilación tuvo como objeto impedir la identificación del cadáver.

– ¿Cómo lo sabe?

– Por un lado, porque fue un trabajo metódico -explicó tocando el cráneo en la parte alta de la frente, donde no había más que hueso-. Aquí se hicieron unas incisiones, y los jirones de piel fueron retirados como lonchas de beicon. Fíjense en la limpieza con que lo hicieron, con qué minuciosidad y paciencia. El asesino, supongamos de momento que fue el asesino el que también efectuó la desfiguración, se lo tomó con auténtica calma. Y luego está lo de las manos.

McNichol alzó las manos del muerto y las giró para que quedasen con las palmas hacia arriba. Jude, ya más curioso que asustado, se acercó para ver. Las yemas de los dedos estaban ennegrecidas y llenas de ampollas.

– Quemadas -continuó McNichol-. Pocas huellas encontraremos en estos dedos, salvo una, parcial, aquí -dijo señalando el dedo anular de la mano izquierda-. Parece que nuestro amigo se sabía todos los trucos. Y aún no he mencionado lo más extraño de todo.

McNichol hizo una pausa y fue evidente que deseaba que le hicieran preguntas. Jude le dio el gusto:

– ¿A qué se refiere?

– Fíjense en esto.

McNichol fue hasta el otro extremo de la camilla, alzó el pie derecho del cadáver y lo torció ligeramente, de modo que los hinchados genitales se desplazaron hacia arriba y la rosada parte interior del muslo derecho quedó claramente visible. En el centro había un profundo corte, casi perfectamente circular, del tamaño de un dólar de plata.

– Sólo Dios sabe para qué fue esto. Pero también se lo hicieron de modo metódico y preciso. -El forense soltó el pie, procedió a pasar el dedo por todo el contorno de la herida y añadió-: El asesino clavó el cuchillo y luego lo movió circular-mente, como si estuviera sacando una ostra de su concha.

Jude pensó que ojalá McNichol no siguiera con las comparaciones culinarias.

– Quizá en ese lugar tenía una marca de nacimiento, o una cicatriz, u otra señal identificadora -aventuró Gloria.

– Tal vez. Pero no es un lugar visible. Y no resulta fácil imaginar que en ninguna parte hubiera constancia de la existencia de esa marca. Entonces, ¿para qué tomarse la molestia de quitarla?

Jude pensó en la hora de cierre de edición, que se le estaba echando encima.

– ¿Cuál fue la causa de la muerte? -preguntó.

– Aja -dijo McNichol como si el chico más listo de la clase hubiera hecho al fin la pregunta adecuada-. Le pegaron un tiro en la nuca. De modo muy profesional. Probablemente, una bala calibre 32, pero de eso aún no estamos seguros. Tiene magulladuras en las muñecas, así que yo diría que estaba maniatado y de rodillas cuando le dispararon desde arriba. Primero lo mataron, y después lo desfiguraron.

Quizá, a fin de cuentas, se tratara de un crimen de la mafia, se dijo Jude. Pero luego recordó que, según el teletipo, habían encontrado el cadáver en un bosque, entre unos matorrales. Cuando la mafia quería mantener un asesinato en secreto, no dejaba el cuerpo en un lugar en el que resultase fácil encontrarlo, y desde luego, el cadáver no terminaba tendido en la mesa de exámenes de un forense.

En un rincón había una bolsa de plástico transparente que contenía lo que aparentemente eran ropas. A Jude le pareció ver una camisa roja hecha un reguño. McNichol siguió su mirada.

– Sus ropas -confirmó-. Más tarde las examinaremos en detalle.

Jude miró su reloj.

– ¿Alguna otra cosa digna de verse?

– Sí, otra, pero tendrán que esperar.

Durante media hora, McNichol siguió trabajando en el cuerpo con un escalpelo de mango largo y una paleta Becton Dickerson del número 22, sin dejar de comentar lo que iba haciendo, como si estuviese describiendo una excursión a través de un paraje exótico.

– La incisión primaria va desde la parte delantera de la axila, sigue por la línea auxiliar anterior, justo por debajo de las tetillas, hasta el esternón. Ése es el apéndice xifoides. Luego seguimos hacia abajo, dando un ligero rodeo en torno al ombligo, hasta la sínfisis del pubis, que está aquí -explicó el forense, que alzó la vista y miró a Gloria-. Por cierto, debo añadir que este procedimiento no se recomienda cuando el cadáver va a ser exhibido en un ataúd abierto. Ahora, como ven, hemos dejado a la vista tanto la cavidad torácica como la abdominal.

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