John Darnton - Experimento

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Un cadáver mutilado, sin rostro ni huellas dactilares ha aparecido en extrañas circunstancias… Un thriller de máxima actualidad sobre la clonación y la manipulación genética, donde se mezcla la ciencia más avanzada con el suspense más estremecedor.

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Diez minutos más tarde Jude se hallaba junto a Gloria, una joven más o menos de su edad poseedora de un agraciado y amable rostro, en el porche de la oficina de Norman McNichol, médico forense de Ulster County. La oficina se encontraba en una blanca casa de madera situada en la calle Broad, una avenida cuyas aceras se combaban a causa de la irresistible presión de las raíces de los olmos que la bordeaban.

La idílica Norteamérica provinciana, pensó Jude contemplando la calle. Gloria estiró un dedo con una larga uña pintada de color verde pálido y oprimió el blanco botón con forma de perla. En el interior se oyó un lejano dingdong. Bajo el botón había una discreta placa de bronce con la inscripción: Funeraria McNichol.

– O sea que el forense se dedica también a las pompas fúnebres -comentó Jude-. Debe de resultarle fácil conseguir clientes… Pero puede tratarse de un caso de conflicto de intereses.

– Bueno, el doctor es todo un tipo. Ha enterrado a varias generaciones: abuelos, padres, hijos… lo que se te ocurra.

McNichol, un hombre alto y flaco, de edad imposible de determinar y poseedor de una bien cuidada barba gris, abrió la puerta y besó a Gloria en ambas mejillas, a la europea. Luego estrechó con cordialidad la mano de Jude, lo que impresionó favorablemente al periodista.

– Tenemos que ir a Poughkeepsie -dijo-. Allí es donde nos espera nuestro amigo.

Desapareció en el interior de la casa y volvió a salir con un anticuado maletín negro de médico.

– Síganme en su coche -les dijo mientras bajaba la pequeña escalinata delantera.

McNichol conducía como un loco, lo cual, pensó Jude, era lógico en alguien que trataba a la muerte como a una compañera de trabajo. Al cabo de muy poco se detuvieron frente a un imponente edificio de ladrillo que tenía ante sí una rampa de acceso circular, en cuyo centro se alzaba un gran letrero metálico con la inscripción: Hospital Presbiteriano de Poughkeepsie.

Siguieron a McNichol al interior, pasaron ante el mostrador de recepción y se dirigieron hacia la escalera situada en la parte trasera. La escalera conducía a una sala de autopsias ubicada en el sótano del ala de maternidad. En la puerta principal, un gran letrero anunciaba con letras rojas: Zona restringida. Entraron a través de una oficina lateral, pasaron frente a la serie de pequeños cubículos con escritorios grises de metal destinados a los residentes y entraron en la sala de esterilización. En ella había una serie de armaritos pegados a las paredes, cestos para ropa y dos grandes lavabos. En el interior de un armario se apilaban las batas verdes y los amplios delantales blancos, y también había mascarillas y cubrezapatos de plástico.

– Prepárense para el quirófano -ordenó McNichol.

Jude colgó su chaqueta, se metió la billetera en el bolsillo posterior de los pantalones y metió los brazos en las mangas de una bata que se cerraba por detrás. El hombre hacía todo lo posible por controlar su nerviosismo, pues nunca había asistido a una autopsia. Se acercó a uno de los lavabos y miró inquisitivamente hacia McNichol.

– Adelante -dijo el forense con una sonrisa-. Este lavado es para él. Para protegerlo de ustedes y de los pequeños bichitos microscópicos de que son portadores. Luego, cuando salgan, también querrán lavarse, pero entonces será para ustedes. Para protegerse de él. A mi juicio, el segundo lavado es el más importante.

Dicho esto, el hombre desapareció por unas puertas batientes.

Jude se volvió hacia Gloria, que se había ceñido la bata a la cintura con un gran nudo.

– No lo entiendo. ¿Nos deja entrar en el quirófano con él?

– Bueno, siempre lo hace. Como te dije, es todo un tipo. Y como por aquí no hay muchos homicidios, tiene ganas de lucirse.

Traspusieron las puertas batientes y se encontraron en una pequeña antesala. En ella los aguardaba McNichol. El lugar era frío y húmedo, como un gran refrigerador para carne. Ante ellos había dos puertas.

– Ésa es la sala de aislamiento -dijo McNichol señalando una de ellas-. De cuarentena. Es para los cadáveres que pueden resultar infecciosos. Quiero decir seriamente infecciosos, ya que, prácticamente, no existe enfermedad que no se pueda transmitir de un individuo al otro. Ahí dentro metemos a los que murieron de tuberculosis y de ciertas fiebres, como la de Creutzfeldt-Jakob… Ésa es la enfermedad de las vacas locas. Hasta ahora no hemos tenido ningún caso de ésos, toco madera… -añadió alargando un brazo y golpeando con los nudillos el brazo de un sillón.

Cruzaron la segunda portería, que conducía a la sala de autopsias.

Lo primero que advirtió» Jude fue el olor, una combinación de antiséptico y otra cosa que se le agarró al estómago y le hizo sentir ganas de vomitar. McNichol explicó que lo que olía era formalina, un fijador. Se hallaban en una habitación iluminada por largos tubos fluorescentes situados en el techo, con las paredes pintadas de amarillo y cubiertas en sus dos tercios inferiores de azulejos verdes. Arrimadas a dos de las paredes había armarios de cristal con botellas e instrumentos esterilizados en su interior. También había varios tarros en cuyo interior flotaban cosas que a Jude no le apeteció nada examinar de cerca. A lo largo de una tercera pared se veían grandes sumideros sobre los que había varios estantes de acero inoxidable con cinco grandes bidones de plástico» que contenían productos químicos.

McNichol le tendió a Jude un frasco de vaselina y le indicó que se pusiera un poco en la nariz.

– Es un truco del oficio -explicó-. Insensibiliza el sentido del olfato. A mí no me hace falta. Yo hace tiempo que dejé de notar el olor de la muerte -añadió como si considerase aquello una lamentable pérdida-Gloria no quiso utilizar la vaselina y Jude se sintió impresionado: ¿cuántos cadáveres habría visto aquella mujer?

En el centro de la sala había dos mesas de acero inoxidable con forma de L, cuyas partes largas formaban líneas paralelas. Las porciones alargadas de las mesas tenían pequeñas perforaciones. Jude supuso que eran para que los líquidos pasaran por ellas y fluyeran hasta dos pequeños depósitos situados en los vértices de las eles. En los liados cortos de éstas había diversos instrumentos y pequeños envases que, según McNichol, se utilizaban para guardar muestras de tejidos. Tras ellos había sendas cajas metálicas, llamadas «ataúdes», para guardar los órganos eviscerados. Las dos cajas estaban llenas de formalina.

McNichol se dirigió al fondo de la sala, donde, empotrados en la pared, había unos grandes cajones blancos. Empujó una milla metálica con ruedas y la puso junto a uno de los cajones, abrió éste al máximo, bajó la barandilla de protección y pasó al lado a fin de poder inmovilizar la camilla con la cadera.

– Hoy no hay ni un solo auxiliar clínico de guardia -dijo el hombre-. En teoría, ellos son los que se encargan de traer y llevar los cuerpos desde el depósito. Técnicamente, yo no debería estar haciendo esto.

Alargó los brazos hacia el cadáver, que estaba metido en una gran funda negra.

– Los auxiliares son los que se encargan de la «inspección de tripas». Es un trabajo particularmente desagradable. Hay que cortar el tracto gastrointestinal a todo lo largo, y luego inspeccionar las paredes del conducto, así como su contenido. Sin embargo… ¿podrán ustedes creer que los auxiliares se disputan ese trabajo como si fuera un honor?

Lanzó un gruñido y, con un enérgico y certero movimiento, colocó la parte superior del bulto encima de la camilla. Luego, con otros dos empujones -uno en las caderas y otro para colocar bien los pies- el cadáver quedó centrado en la camilla. McNichol lo hizo todo con gran rapidez. Indudablemente, había repetido aquello mismo centenares de veces.

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