John Darnton - Experimento

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Un cadáver mutilado, sin rostro ni huellas dactilares ha aparecido en extrañas circunstancias… Un thriller de máxima actualidad sobre la clonación y la manipulación genética, donde se mezcla la ciencia más avanzada con el suspense más estremecedor.

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Corrieron hasta la torre. Skyler empujó la puerta de madera, que se abrió con un sonoro golpe, y pasaron al interior. De pronto, el aire se llenó de aleteos: docenas de aves alzaron el vuelo y desaparecieron por las abiertas ventanas. El lugar estaba en penumbra y en el aire se percibía el acre olor de los excrementos de pájaro que lo cubrían todo. A un lado, una escalera de caracol sujeta al muro se encaramaba hacia la luz que brillaba en la parte de arriba. Comenzaron a ascender por ella y a mitad de camino se encontraron con un hueco de más de medio metro entre los peldaños. Primero lo cruzó Skyler y luego Julia, agarrándose para ello a los remaches de hierro que había en la pared. Siguieron ascendiendo hasta llegar al fin a una salita circular acristalada inundada de luz. En el centro había un enorme foco rodeado por una lente de cuatro lados instalada sobre un mecanismo giratorio oxidado. Salieron al balcón que rodeaba la sala. El fuerte viento les agitó las ropas. Desde allí arriba se divisaban kilómetros y kilómetros de verdes marismas y sinuosos riachuelos. A lo lejos, incluso era visible el continente.

Volvieron a entrar. Se tumbaron en el suelo de cemento y se abrazaron. Mientras los pájaros volvían a arrullarse sobre la barandilla de hierro del exterior, se besaron. Luego, lenta, temblorosamente, se desnudaron mutuamente y se acariciaron guiados por su instinto. Con el cálido aliento de Julia junto a la oreja, Skyler le dijo que la amaba. Ella le abrazó con tal fuerza que al principio creyó que estaba haciendo daño a la muchacha. Julia le confesó que también lo amaba, más que a nada en el mundo, más que a la propia vida.

Hicieron el amor. Luego cada cual examinó minuciosamente el cuerpo del otro, fijándose en todas las curvas y recovecos, incluidas las marcas azules de los muslos. Después, mientras permanecían abrazados escuchando los trinos de los pájaros en el exterior y, a lo lejos, el rumor de las olas batiendo contra la orilla, se repitieron que se amaban y que su amor nunca terminaría. A Skyler le sorprendió no sentir remordimientos. No le parecía que hubieran hecho nada malo. Muy al contrario, tenía la clara sensación de que lo que había hecho estaba bien. Y, en el fondo de su ser, también se daba cuenta de que a partir de aquel punto ya no había posibilidad de vuelta atrás.

El faro se convirtió en su refugio, en el lugar en el que podían olvidarse de todo. Iban allí siempre que les era posible escaparse y, después de hacer el amor, permanecían en la cámara acristalada de la parte de arriba, abrazados y mirando hacia el continente como dos náufragos en lo alto de una cofa.

Mientras estaban en el campus apenas se miraban, lo cual hacía que sus encuentros en el faro fueran tanto más apasionados. Para organizar sus citas idearon un sistema de señales. Colocaron una pulida piedra gris del tamaño de un puño junto a la base de un viejo roble: si alguno de ellos cambiaba la piedra de la derecha del tronco a la izquierda, ésa era la señal para verse por la tarde en el faro. ¡Qué alegría sentía Skyler cuando veía que la piedra se había movido!

Al cabo de poco tiempo, las reuniones adquirieron un claro matiz subversivo. Después de hacer el amor, hablaban de todo, compartiendo sus dudas y temores. Además de amantes, se convirtieron en cómplices.

En una ocasión, ella lo sobresaltó cuando, mirando hacia las lejanas marismas, dijo:

– ¿Sabes…? Pienso mucho en que deberíamos irnos al otro lado.

Desde la muerte de Patrick, Julia estaba cada vez más empeñada en descubrir la verdad, y había redoblado sus esfuerzos por espiar en la sala de archivos. Había logrado examinar por encima dos carpetas del archivador que, según dijo, parecían tener dentro los resultados de los reconocimientos médicos. Y, por medio de la simple observación, había memorizado algunos de los comandos del ordenador. En dos ocasiones, encontrándose sola, había hecho uso de ellos y conseguido que el ordenador respondiese. Pero decía que necesitaba averiguar las claves de acceso adecuadas, dos en total. Sin aquellas dos palabras no llegaría a ninguna parte.

Los peligros a los que Julia se estaba exponiendo aterraban a Skyler. Trató de hacerle comprender los riesgos a los que tendría que enfrentarse si la descubrían. Podían sorprenderla usando el ordenador en cualquier momento y, por lo que ella y él sabían, en el aparato podía quedar constancia del día y la hora en que era utilizado. Pero ella no atendía a razones. Se hallaba tan inmersa en sus investigaciones que estaba echando toda cautela por la borda, y afirmaba que Skyler tenía demasiada imaginación.

Sin embargo, mientras se removía inquieto en la cama, Skyler recordó de nuevo el cuerpo de Patrick en el depósito de cadáveres y la imagen le erizó los cabellos. Aquello no había sido su imaginación.

Cuando los primeros rayos del sol comenzaban a entrar por las ventanas, Skyler se levantó y se puso los pantalones. Los otros jiminis comenzaban a agitarse en sus camas carraspeando y emitiendo el resto de los sonidos habituales del despertar. Benny, un muchacho menudo que llevaba durmiendo encima de Skyler desde tiempos inmemoriales, tenía el brazo colgando hacia el suelo, como la mayoría de las mañanas. Skyler lo miró: la parte inferior de la axila estaba sucia. El muchacho solía tener problemas por su falta de higiene corporal.

En el exterior se oyó el tañido de la campana del rancho, que era la señal para iniciar las actividades, y en los camastros aumentó el movimiento. Los jiminis habían oído aquel sonido tantas veces que ya habían desarrollado un reflejo condicionado. Skyler se peinó ante el espejo y contempló el rostro que lo miraba desde el cristal: sus ojos oscuros, su densa cabellera y su frente despejada. Hasta lo de Julia, nunca había prestado demasiada atención a su aspecto, pero ahora sí lo hacía. Cuando estaba en brazos de la muchacha, le gustaba que ella le dijese lo atractivo que era, aunque no estaba seguro de ser tan guapo como ella aseguraba.

Miró hacia el rincón donde otrora estuvo la cama de Patrick. Había desaparecido. Lo mismo ocurrió con Raisin: en cuanto murió, quitaron su cama, como si eso ayudara a los jiminis a olvidar la pérdida. Skyler se preguntó quién tomaría aquel tipo de decisiones, quién podía ser tan obtuso.

El muchacho de la cama de al lado, Tyrone, se aclaró la garganta, se pasó una mano por el rojizo pelo y se incorporó sobre un codo.

– El madrugón de costumbre -dijo.

Fue un comentario vano, con el que el muchacho pretendía mostrarse sociable, pero Skyler se limitó a asentir con la cabeza. No le gustaba Tyrone, y no se fiaba de él. De cuando en cuando, se preguntaba cómo conseguían los médicos mayores estar tan enterados de lo que hacían los jiminis, y si habría o no espías entre los muchachos. En una ocasión, cuando estaban viendo por televisión una película sobre la segunda guerra mundial, en el desarrollo del argumento apareció un espía, y los ordenanzas apagaron el aparato sin dar explicaciones. Si realmente existía un espía, Tyrone, con sus ansias de ser querido y valorado por los mayores, representaba el candidato predilecto de Skyler.

Pero quizá era injusto. El cambio que él mismo había experimentado desde que inició su solitaria cruzada para desentrañar el misterio de la presencia de todos ellos en la isla lo dejaba atónito. Ahora el recelo dominaba sus pensamientos y se sentía totalmente desvinculado de los otros de su grupo de edad. Ellos eran extraños para él; y él era un extraño para ellos. Salió al porche de hormigón de la entrada y luego bajó por la escalera hasta el pardo terreno apisonado. La puerta de tela metálica se cerró ruidosamente tras de sí. Alzó la vista hacia el cielo cubierto de la mañana. El viento era fresco, se hallaban al principio de la estación de huracanes. Recordó la fascinación que antaño ejercían sobre él las grandes tormentas, ver cómo el viento hacía inclinarse las ramas y cómo los líquenes parecían cobrar vida e incluso volaban por los aires retorciéndose como nudos de serpientes.

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