John Darnton - Experimento
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El ascensor se detuvo en el tercer piso y, cuando las puertas se estaban cerrando, una mano se metió entre ellas y las hizo abrirse de nuevo. Al ver los largos y curvados dedos y el anillo con el ópalo, a Jude el alma se le cayó a los pies. Conocía aquel anillo. Betsy entró en la cabina y sorprendida abrió mucho los ojos, pero en seguida puso cara de palo.
– Ah, eres tú -dijo gélida.
Jude, perplejo, no supo qué contestar, pues decir: «Sí, soy yo» le parecía tonto. Así que se limitó a contestar con un «Hola».
Betsy, con la vista fija en las puertas de la cabina, no respondió. En el silencio se oía el chirrido de los cables del ascensor. Betsy era reportera, compañera de trabajo de Jude. Los dos habían vivido juntos durante casi un año hasta que, hacía tres meses, ella lo echó, aunque sería más exacto decir que él decidió marcharse pero dejó que Betsy salvase al menos parcialmente su orgullo al permitir que lo pusiera de patitas en la calle. Jude recordó lo furiosa que Betsy se había puesto durante algunas de las últimas peleas que tuvieron mientras eran pareja. Incluso en una ocasión lo abofeteó, haciéndole una pequeña herida en la mejilla con su anillo. Ella le había gritado que él era incapaz de sentir nada, que era un «deficiente emocional». Y añadió que ¿qué otra cosa podía esperarse, sobre todo teniendo en cuenta la desastrosa infancia que Jude había tenido? Y, dicho esto, se echó a llorar, cosa que él detestaba.
Sin embargo, sexualmente hablando, habían pasado ratos fantásticos. En las noches en que ambos estaban de guardia, se metían a hurtadillas en el archivo y hacían el amor entre cajas de periódicos microfilmados. Jude miró a la joven por el rabillo del ojo y le dio la sensación de que estaba recordando lo mismo que él. El ascensor llegó al piso de Betsy, y ésta le dirigió una media sonrisa y un «Hasta luego» inexpresivo pero razonablemente cordial, como diciéndole: a estas alturas ya me importas tan poco que soy capaz de tratarte como a un conocido cualquiera. Cuando ella abandonó la cabina, Jude experimentó una grata sensación de alivio.
Las puertas del ascensor se abrieron, y Jude salió a su piso.
– Buenos días, Barry -le dijo al recepcionista, un tipo cuyo rubio y engominado bigote estilo Dalí le daba el lúgubre aspecto de un búfalo de agua.
– Vaya, pero si está aquí el gran novelista.
Jude bufó por dentro. No estaba de humor para sarcasmos.
La redacción tenía el aspecto habitual de los sábados: la gente iba vestida con ropa informal, esperando que en algún lugar se produjera una catástrofe antes de la hora de cierre. Sólo había de guardia una docena de reporteros, y todos ellos mantenían las cabezas bajas para evitar las miradas de los redactores jefe.
Jude necesitaba algo interesante sobre lo que escribir. La entrevista que acababa de realizar había sido un fracaso. Recientemente, había terminado una serie de artículos sobre el control de armas, sazonada con estremecedoras historias de niños que, después de encontrar revólveres cargados, habían disparado con ellos contra sus compañeros, y ahora deseaba algo sencillo y rápido que le permitiera desengrasarse las neuronas.
Jude miró hacia la sección de Local. Leventhal, el redactor jefe de los fines de semana, estaba reunido con sus adjuntos. Aquello no era un buen indicio. Cuando Jude comenzó a trabajar en el periódico, oyó decir a un veterano que de una conferencia de redacción jamás había salido un buen reportaje, y hasta ahora no había tenido motivo alguno para contradecir tal axioma. Sin embargo, Leventhal sentía simpatía hacia él o, al menos, parecía respetar su trabajo. Si surgía alguna noticia interesante, era posible que Leventhal se la encargase a él.
Jude se sentó a su escritorio y encendió el ordenador. La pantalla se iluminó, él marcó su clave y no tardó en comenzar a mascullar maldiciones. El piloto de los mensajes estaba encendido y Jude sabía lo que eso significaba: preguntas acerca de la fiabilidad de su reportaje. No se equivocaba y, al revisar el texto, el alma se le cayó a los pies. Había largos párrafos escritos en el tipo de letra que se utilizaba para las observaciones, colocados allí por algún corrector anónimo. Se pasó las tres horas siguientes revisando sus notas, verificando hechos y llamando a informantes a los que no les hizo la menor gracia desperdiciar parte de un sábado hablando con él por teléfono. Como venganza, se tomó un buen rato para almorzar.
Al poco rato de volver del restaurante, su teléfono sonó. Era Clive, uno de los redactores de Local, que le habló en voz baja y tono de conspirador. Clive estaba en deuda con él, pues en más de una ocasión Jude lo había ayudado a dar forma a un reportaje. Cuando sus miradas se cruzaron desde extremos opuestos de la redacción, Jude comprendió por la expresión de su compañero que se disponía a devolverle el favor.
– Un asesinato que tiene buena pinta -le anunció Clive a través del teléfono-. No tengo muchos datos, pero a juzgar por el teletipo, el suceso parece bastante extraño. Mutilación. Quizá sea un asesinato ritual o un ajuste de cuentas de la mafia.
– ¿Quién es la víctima?
– Todavía no la han identificado.
– ¿Dónde?
– No demasiado lejos. En Tylerville. Cerca de New Paltz.
Jude hizo unos cálculos rápidos. Podría llegar allí en una hora y media, quizá dos; dispondría de una hora para investigar y de media para escribir el artículo. Podía tenerlo listo para antes del cierre. El lunes era un buen día para los periódicos. Los lectores estaban empezando la semana y buscaban algo sobre lo que charlar junto al proverbial dispensador de agua. Experimentó la habitual sensación -un ligero incremento en la velocidad de su pulso- y se dio cuenta de que ya estaba enganchado, sintonizado.
Caminó ociosamente hasta la sección de Local y se detuvo junto a Leventhal, el cual no le hizo el menor caso hasta que Jude carraspeó.
– ¿Qué pasa? -preguntó Leventhal distraído. -Ya he terminado de corregir el trabajo sobre el control de armas -dijo Jude inexpresivo.
– ¿No has salido esta mañana a cubrir una noticia? ¿Cuál era?
– La vidente que se hizo rica jugando a la bolsa. Nada interesante. Esa mujer vive en una casucha de la Cocina del Infierno, cerca del ferrocarril. Si no tienes nada para mí, quisiera irme. Esta noche tengo que ir al norte del estado.
– ¿Adonde, concretamente?
– A New Paltz.
– New Paltz -repitió Leventhal alzando ligeramente una ceja-. ¿Qué se te ha perdido por allí?
– Poca cosa. Voy a cenar con unos amigos.
Leventhal hizo una pausa y pareció sumirse en una honda cavilación.
– Bueno, ya que vas a estar en la zona…
Hizo la comedia de buscar entre los papeles que tenía sobre el escritorio, pese a que el teletipo en cuestión estaba perfectamente a la vista. Al fin lo cogió y, sin decir nada, se lo tendió a Jude con aparente desgana, como diciendo: esto no parece gran cosa, pero tal vez dé para algo.
Mientras volvía a su mesa, Jude se felicitó por la estratagema. Estaba seguro de que tendría éxito porque actuaba sobre dos reflejos sumamente arraigados en los jefes de redacción: el deseo de desembarazarse de un asunto de dudoso interés, y el de desbaratar los planes privados de un reportero. Cogió su abrigo y un cuaderno de notas nuevo y salió de la redacción tras hacerle a Clive la V de la victoria con los dedos.
CAPÍTULO 3
Skyler permanecía tumbado en la cama escuchando los trinos e identificando a los pájaros por ellos. Se oía el canto de la curruca de pecho amarillo, y la imaginó saltando de rama en rama. Luego sonó el aflautado grito del chachalaca, y recordó su aspecto cuando el pájaro erizaba las plumas para librarlas del rocío de la mañana. Más lejos, se oía el trino del vireo de ojos blancos, al que Kuta llamaba «el borracho» por la peculiar y confusa cadencia de su trino.
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