John Darnton - Experimento
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Pero no aguardó a oír la respuesta. Les contó una larga historia de su juventud, de los tiempos en que tocaba la trompeta con bandas de jazz que actuaban en el continente. Habló de los bares de Nueva Orleans y de su vida durante las giras, cuando tocaba a diez dólares por noche, los perdía jugando y se despertaba por la mañana junto a mujeres hermosas cuyos nombres no lograba recordar.
– No hay nada como la vida del viajero -declaró frotándose la grisácea barba que le cubría la negra y curtida barbilla-. Hace que uno sea más tolerante. Es bueno para el alma. El hombre necesita viajar tanto como los peces necesitan el océano.
Y mientras Kuta hablaba, Skyler miró a Raisin y se dio cuenta de que su compañero también estaba fascinado.
Aquel primer día la visita de los dos muchachos duró más de una hora. Kuta los despidió a la puerta de la cabaña, recostado el grueso corpachón contra la jamba.
– ¿Podemos venir otra vez a visitarte? -preguntó Raisin antes de marchar Kuta se acarició reflexivamente el mentón. -Ya sabéis que os está prohibido venir por aquí. Un largo silencio. Al fin, el viejo los miró de arriba abajo, como tomándoles la talla.
– De acuerdo. Supongo que no habrá inconveniente, siempre y cuando no se lo contéis a nadie. Y a esos condenados ordenanzas menos que a nadie. No quiero problemas.
Mientras volvían hacia el Laboratorio, Raisin a la pata coja y Skyler prestándole el apoyo de su hombro, no dejaron de hablar. Skyler llevaba años sin ver a Raisin tan entusiasmado. Parecía como si de pronto se hubiera abierto ante ellos todo un mundo nuevo y lleno de posibilidades.
– Debemos tener cuidado -dijo Skyler cuando ya se aproximaban al campus-. ¿Serás capaz de caminar sin cojear?
– Pues claro que sí.
Y fue capaz.
Los muchachos regresaron al cabo de seis días. Encontraron a Kuta sentado bajo una palmera, remendando la red que tenía extendida sobre la arena ante sí. Raisin se adelantó y fue a sentarse sobre una roca a metro y medio de distancia. Se quedó observando en silencio cómo las huesudas manos negras metían y sacaban de la red una aguja de ocho centímetros. Skyler se sentó junto a él y ambos permanecieron tiesos y mudos hasta que al fin Kuta rompió el silencio.
– ¿Y tú qué miras, chico?
Raisin se encogió de hombros y, esbozando una sonrisa, contestó:
– Te miro a ti.
– ¿Qué pasa? ¿Nunca habías visto trabajar a nadie?
– Sentado, no.
Y así quedó establecida una amistad inusitada.
Más o menos, Skyler y Raisin visitaban a Kuta una vez cada dos semanas, siempre que lograban encontrarse y siempre que reunían valor para hacer la escapada. Caminaban cautelosamente por el sendero, pendientes de que nadie los observase y luego, al llegar a la cabaña, miraban a través de un cristal para cerciorarse de que Kuta estaba solo. Siempre lo estaba. Se había casado dos veces, pero sus dos mujeres vivían en el continente y llevaba años sin verlas. Parecía recordar con igual afecto a sus dos esposas y le encantaba hablar de ellas, en especial de lo buenas que eran en la cama.
Aquel tipo de charla intrigaba a Skyler y Raisin. Hacía un año que habían separado a los chicos de las chicas, y en el Laboratorio el sexo era un tema inmencionable. Los dos muchachos hicieron tal cantidad de preguntas acerca de aquel tema, que un día Kuta se echó a reír y, palmeándose la rodilla, les prometió llevarlos a los dos a una casa de Charleston que él conocía. Esa perspectiva los dejó literalmente sin aliento.
Raisin se apresuró a aceptar el ofrecimiento, y puso muy mala cara cuando Kuta le dijo que era una broma. Siempre estaba pidiéndole a Kuta que los sacara en el barco. «Sólo para ir a pescar», suplicaba, aunque Skyler sospechaba que eran otras sus intenciones. Y Kuta siempre estaba poniendo excusas: el barco necesitaba reparaciones, el motor tenía mal una válvula, la marea no era la adecuada. Al fin, un día el viejo miró a Raisin a los ojos y le dijo:
– La gente de la casa grande me arrancaría la piel. Son dueños de prácticamente toda la isla. ¿En qué clase de lío quieres meterme, chico?
Sin embargo, el viejo parecía encantado de hacer las veces de preceptor y guía de los dos muchachos. Les llenaba la cabeza de leyendas de gullah. Les contaba, por ejemplo, la historia de unos antepasados que habían descendido de un barco negrero en aquella misma isla y, nada más desembarcar, se metieron directamente en el océano para regresar a África y se ahogaron todos. A veces, cuando hablaba del Laboratorio, se ponía serio, y aseguraba que la estricta doctrina que allí enseñaban era «totalmente absurda». Le parecía sumamente extraño que a los chicos les pusieran tantas inyecciones.
– Os convierten en acericos vivientes… ¿y para qué? -preguntaba, y parecía encantarle decir cosas subversivas-. Yo no veo qué tiene de malo correr -proseguía-. Para convertirse en hombres, los chicos tienen que estirar las piernas. Y tampoco sé qué tiene de malo salir de la isla. Es absurdo que tengáis que pasaros la vida encerrados aquí.
Para ellos, el viejo era como una ventana al mundo exterior, la única persona que conocían que no formaba parte del Laboratorio. Les encantaban las visitas clandestinas a la cabaña. Sentados en la cama de los muelles rotos, bebían las palabras que Kuta pronunciaba. La trompeta siempre estaba en la pared, colgando de su clavo, y en las ocasiones especiales, es decir, cuando el espíritu lo impulsaba, Kuta la descolgaba y tocaba unos acordes, con los carrillos hinchados como pomelos.
Kuta tenía televisor, pero ellos preferían oír la radio, que por las tardes siempre estaba sintonizada con el programa de un discjockey llamado Bozman que hablaba gullah con voz cantarina.
– Disya one fa all ob de oomen. Dey a good-good one fa dancin. Y Kuta traducía:
– Dice que éste es para todas las mujeres. Que es buena música de baile.
La transmisión radiofónica que llegaba desde el continente resultaba tan apasionantemente ilícita que les hacía sentir escalofríos de emoción.
Skyler se daba perfecta cuenta de que, con tanto hablar de libertad y sexo, el descontento de Raisin no hacía sino aumentar. El muchacho mencionaba cada vez con más frecuencia su sueño de llegar al «otro lado». Según pasaban los meses su rebeldía aumentaba más y más, y siempre andaba metido en problemas de un tipo u otro. Comenzó a enfrentarse a los ordenanzas, contestándoles mal y tratándolos sin el menor respeto. Y los castigos dejaron de hacerle mella. Le afeitaron la cabeza con el propósito de humillarlo, pero él parecía lucir su calva como si fuera una distinción honorífica. Lo dejaron sin comer y adelgazó en silencio.
Una mañana, Raisin fue convocado por el médico psicólogo. Se había recibido una denuncia según la cual habían visto a Raisin masturbándose, cosa que él no negó. Ni tampoco negó que escondía las píldoras de la cena; incluso parecía que le resultaba divertido conducir hasta el barracón a tres ordenanzas que, tras efectuar un registro, encontraron el frasco con las tabletas escondido debajo de la cama de Raisin.
Los mayores tomaron la decisión de confinarlo en el campus; lo habían retirado hacía ya tiempo de la tarea de recoger miel, lo cual significaba que ya no podía escaparse a ver a Kuta. Skyler era consciente de lo insoportable que le resultaría a su amigo la prohibición. Una tarde descubrieron a Raisin en el bosque, y solamente Skyler supo dónde había estado el muchacho. Lo sacaron del barracón y lo hicieron dormir tres noches en la Caja. Skyler trató de ir a visitarlo. La primera noche se acercó lo suficiente como para oírlo hablando consigo mismo mientras jugaba con el soldado de madera, pero tuvo que marcharse cuando alguien se aproximó. La noche siguiente descubrió que los ordenanzas habían colocado perros guardianes en torno a la Caja. Los feroces ladridos mantuvieron a Skyler alejado.
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