John Darnton - Experimento

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Un cadáver mutilado, sin rostro ni huellas dactilares ha aparecido en extrañas circunstancias… Un thriller de máxima actualidad sobre la clonación y la manipulación genética, donde se mezcla la ciencia más avanzada con el suspense más estremecedor.

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En la parte más remota del bosque septentrional, Skyler descubrió una pequeña pradera a la que únicamente se llegaba a través de un angosto pasaje situado en el cauce de un barranco. El lugar estaba lleno de rocas y árboles. Skyler lo rodeó de ramas y maleza y lo convirtió en un improvisado aprisco para las cabras. Si las encerraba allí, podía disfrutar de plena libertad. A partir de entonces, los horizontes de los dos muchachos se expandieron. Durante unas pocas horas disponían de plena libertad para recorrer la zona salvaje del norte. Exploraban los pantanos y los densos bosques, recorrían los senderos hechos por las pisadas de los jabalíes y los ciervos. Retozaban por los campos y se subían a árboles tan altos que desde sus copas alcanzaban a ver las blancas crestas de las olas del océano. El hecho de que tales actividades peligrosas estuvieran rigurosamente prohibidas las hacía aún más divertidas.

Cierto día de primavera, cuando la alta hierba se mecía a impulsos de la brisa del mar y el aire olía a savia fresca de los pinos, algo extraordinario les sucedió.

Hallándose las cabras a buen recaudo en el improvisado aprisco y los tarros de miel ya llenos, los dos muchachos estaban tumbados de espaldas en una pradera cuando Raisin, que sujetaba una paja entre los labios como si fuera un cigarrillo, se volvió de pronto hacia Skyler y le dijo que quería explorar la costa occidental.

– Pero ahí están los gullah -protestó Skyler.

– Pues precisamente por eso, gilipollas -contestó Raisin utilizando una de las palabras malsonantes que había aprendido viendo la televisión.

Y antes de que Skyler pudiera poner más objeciones, Raisin se incorporó y echó a correr. Skyler lo siguió, pero le costó Dios y ayuda seguir el ritmo de su amigo. Corrieron por un sendero en dirección a la orilla y luego cruzaron chapoteando una zona pantanosa. Raisin aumentó su ventaja. Skyler veía a su amigo zigzagueando entre los árboles y haciéndose cada vez más pequeño en la distancia, hasta que al fin desapareció por completo. Momentos más tarde, Skyler oyó un grito seguido por un largo gemido. Inmediatamente reconoció el preludio de un ataque de epilepsia. Para cuando llegó junto a él, Raisin estaba caído de espaldas, sufriendo convulsiones y con los ojos en blanco.

Sin perder un momento, Skyler se echó sobre su compañero y le puso un palo entre los dientes. Ladeó la cabeza y apretó con todas sus fuerzas, tratando de utilizar su cuerpo como lastre para contener las convulsiones y mantener a Raisin pegado al suelo. Parecía un luchador de lucha libre inmovilizando a su adversario. Poco a poco, la intensidad de los espasmos fue disminuyendo y al fin el cuerpo del muchacho se relajó. Pero cuando Skyler se iba a incorporar, algo fino y fuerte como un látigo lo golpeó en el brazo. Por un instante pensó que a Raisin le había salido una cola. Luego, cuando se levantó y dio vuelta al cuerpo de su amigo vio lo que ocurría: le había picado una serpiente y todavía permanecía con los colmillos clavados en la parte posterior de la pierna de Raisin. Skyler cogió una rama y golpeó con ella al reptil hasta que soltó a su presa. Siguió golpeándolo en la cabeza hasta que dejó de moverse, y luego volvió corriendo junto a su amigo.

– ¡No lo muevas, chico!

La orden había sonado tras él y a su izquierda. La obedeció instantáneamente, sin pararse a pensar. Alguien lo apartó a un lado y un par de manos negras como el carbón desgarraron los pantalones de Raisin, dejando al descubierto un rojo verdugón y dos pequeños orificios de color negro azulado sobre la piel blanca. Un cuchillo hizo cuatro rápidas incisiones entrecruzadas. El viejo de pelo canoso se inclinó sobre la herida y procedió a succionar el veneno ruidosamente. Volvió la cabeza, escupió y volvió a chupar y a escupir repetidamente, hasta que lo que cayó sobre los arbustos y el follaje no fue más que sangre. Raisin comenzó a rebullirse.

– Sujétalo -dijo el negro, y Skyler obedeció.

El viejo hizo incisiones más profundas y volvió a Raisin de costado para que la sangre cayera sobre el suelo.

– Todas las precauciones son pocas -explicó-. No era una serpiente cualquiera. Era una mocasín de agua.

Raisin no tardó en despertar, y el viejo ordenó a Skyler que se lo cargase a la espalda. El chico obedeció y siguió al corpulento negro, que vestía una holgada sudadera azul y pantalones de pernera ancha del mismo color. Siguieron por el sendero hasta que llegaron a un claro y Skyler percibió el olor de las marismas. Frente a ellos había un grupo de cipreses, y a un lado una cabaña hecha con tablas pintadas de azul y no mayor que un garaje. Mientras entraba en la cabaña con Raisin a cuestas, Skyler miró a su izquierda y vio una masa de agua que llegaba hasta la herbosa orilla. Había un viejo embarcadero de madera y, atado a él -a Skyler se le detuvo el corazón por un instante cuando lo vio-, un bote con un motor fueraborda.

– Ponlo ahí -dijo el viejo, señalando una destartalada cama de estructura metálica cubierta con una colcha.

Skyler se moría de ganas de hacer todo tipo de preguntas, pues nunca se había encontrado en un lugar como aquél, con tantos objetos nuevos e intrigantes, pero guardó silencio mientras el viejo vendaba la herida de Raisin e incluso le cosía el desgarro del pantalón.

– Es mejor que no contéis esto -dijo-. A esa gente con la que vivís no le gusta que habléis con desconocidos. Si se lo contáis a alguien, tendréis que véroslas conmigo… y yo tengo mis mañas.

El hombre dirigió una torva mirada a Skyler, que permanecía muy quieto, sentado en un sillón excesivamente mullido. Y en aquel momento el muchacho reconoció al negro: era uno de los pescadores que llevaban lo que conseguían atrapar en sus redes a la cocina de la casa grande.

– No diremos nada, se lo prometo -dijo Skyler.

– Y tanto que no diremos nada.

Raisin se había incorporado en la cama repentinamente sorprendiéndolos a ambos.

El viejo llevó a Skyler hasta una ventana y señaló hacia el patio posterior, en el que la maleza crecía por entre viejas piezas de motores. Al fondo se alzaba un arce de los pantanos, de cuyas ramas colgaban diez o doce objetos redondos y brillantes que giraban, resplandecientes, al sol. Más tarde, Skyler comprendería que eran tapacubos.

– Yo tengo mis mañas -repitió el viejo-. ¿Has oído hablar del yuyu? -Skyler negó con la cabeza-. Es magia. Si decís algo de esto, será lo último que digáis. Abriréis la boca para hablar, y no saldrá de ella ningún sonido.

Raisin le preguntó intrigado cómo se llamaba.

– Nunca digo mi nombre a quien no me dice antes el suyo.

Skyler y Raisin se presentaron torpemente. Era algo que nunca habían hecho.

– Yo soy Kuta.

– ¿Y por qué te pusieron ese nombre? -preguntó Raisin.

– ¿Por qué te pusieron a ti Raisin?

– No sé. Es un simple mote.

– Mi nombre es más que un mote. Es una historia.

El viejo se acomodó en el sillón y Skyler se sentó junto a Raisin en la cama.

– Kuta es una palabra gullah, una lengua que hablan los de por aquí, aunque de eso vosotros no sabéis nada. Significa tortuga. Me llaman así porque cuando nací era tan pequeño que cabía en la palma de la mano de la partera y nadie esperaba que viviese. La partera dijo: «Este niñito no es más grande que una tortuga.» Y tenía razón. Pero yo sacudía bien las piernas, y las seguí sacudiendo y logré vivir. Continuaron llamándome Kuta incluso cuando crecí y me hice mayor.

– ¿Y eso qué es? -preguntó Raisin señalando una trompeta que colgaba de un clavo de la pared.

– Eso -dijo Kuta, orgulloso-, es mi instrumento. -Fulminó a Raisin con la mirada y añadió-: ¿Siempre haces tantas preguntas, o es la serpiente la que habla?

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