John Darnton - Experimento
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– ¿Nunca se te ha ocurrido preguntarte por qué no los vemos nunca? -le preguntó Raisin más tarde-. ¿Qué habría de malo en que los viéramos?
Había en la isla otro grupo, al que a los jiminis sí les estaba permitido tratar: el gullah, una pequeña comunidad de personas de raza negra. Skyler y Raisin habían oído -aunque no sabían dónde- que se trataba de descendientes de esclavos, y que muchos años atrás habitaban la mitad meridional de la isla. Ahora apenas eran una docena, en su mayoría pescadores que vivían en cabañas en la costa occidental. Algunos abastecían de pescado a la casa grande, y los jiminis se sentían fascinados por esos seres que, silenciosos y rodeados de misterio, caminaban por los senderos transportando relucientes pescados envueltos en grandes hojas con forma de abanico arrancadas de las palmeras.
– Ellos tienen barcos -dijo Raisin-. ¿Por qué nosotros no los tenemos? ¿Por qué la única embarcación que hay en el Laboratorio permanece encerrada en el cobertizo para botes?
Al final, Skyler se irritó y le exigió a Raisin que dejara de hacer preguntas absurdas e inquietantes.
– ¿A qué vienen tantas preguntas? -gritó.
– Se supone que las preguntas forman parte de la ciencia -contestó Raisin con una sonrisa-. Se llama el método científico, ¿recuerdas?
Y luego, poco a poco, fueron sucediendo una serie de cosas extrañas. Skyler también comenzó a hacer preguntas. A hacérselas a sí mismo. Al principio fueron preguntas pequeñas. Luego llegaron otras mayores.
Un domingo por la mañana, durante el Dogma, con la vista alzada hacia Baptiste, tuvo una extraña sensación. Hasta hacía bien poco, el Dogma lo había embelesado. Los servicios habían dado forma a su semana del mismo modo que la ciencia daba significado a su vida. Aun antes de que comprendiera el pleno significado de las palabras, le encantaba escuchar a Baptiste recitarlas, comenzando en tono bajo para luego ir alzándolo y terminar prácticamente a gritos y agarrado con ambas manos a los laterales del atril. Skyler lo contemplaba hechizado desde su asiento.
Pero aquel domingo no estaba sintiendo nada. Observó el símbolo dibujado en la pared, la serpiente bicéfala enrollada en torno a un cetro. Observó la gran foto del doctor Rincón, con bata blanca y mirando confiado al frente, como si estuviera viendo un futuro en el que reinarían la razón y la ciencia. Y observó a Baptiste, cuyo negrísimo cabello estaba peinado hacia atrás de modo que acentuaba un cráneo que parecía tan estrecho como la hoja de una hacha. Y no sintió nada.
El jefe de los médicos mayores habló.
Se refirió a «la belleza de la razón y la organización, contrapuesta al caos de la superstición y la religión». ¿Qué quería decir? Habló de que «el péndulo del ciclo histórico-cultural oscila en nuestra dirección». Las palabras que antaño le hacían sentirse un privilegiado ahora le sonaban a hueco: todo aquello de que ellos eran especiales, criados en el Laboratorio como acólitos de la ciencia. Una tribu elegida: más fuerte, más saludable, más pura, más longeva. Y lo de que se les mantenía lejos del «otro lado» para evitar que fueran contaminados por la «moderna Babilonia» de Estados Unidos. Pero ahora, al escuchar todo aquello, Skyler no sabía qué sentía… Ni siquiera sabía si sentía algo.
Qué extraño resultaba. Baptiste seguía hablando, pero Skyler bloqueaba sus palabras. Miró a aquel hombre que, hasta donde alcanzaban sus recuerdos, había sido la fuerza magnética que ocupaba el centro de su vida. Y entonces empezó a experimentar aquella peculiar sensación. Gradualmente, mientras lo miraba, Baptiste comenzó a parecerle más pequeño, frágil, con motas de gris en el cabello y patas de gallo en torno a los ojos. Incluso parecía -¿sería posible?- ligeramente ridículo.
Skyler estiró el cuello para ver a Raisin. Y pudo darse cuenta -por su postura, encogido, como ocultándose- de que su amigo estaba pasando por una epifanía similar. Sus ojos se encontraron y Skyler pudo ver en los de Raisin un brillo de desafío. En aquel momento, entre los dos se cruzó un mudo e inmencionable secreto: la apostasía.
Al año siguiente, la inquietud se agravó. Las preguntas no desaparecieron y siguieron produciéndose extraños sucesos. Una muchacha llamada Jenny estuvo seis días en el pabellón quirúrgico, y cuando regresó les dijeron que, debido a una enfermedad en su ojo izquierdo, habían tenido que extirpárselo, y en su lugar Jenny llevaba uno de cristal. Un muchacho fue llamado a mitad de la mañana, lo tuvieron dos días en el pabellón y luego, del mismo modo misterioso, lo dejaron salir. El médico que lo atendió dijo que habían logrado tratar con éxito su enfermedad.
Raisin, alto y desgarbado, con el cabello siempre de punta, como el pelaje de un animal, estaba sufriendo un extraño cambio. Siempre había sido distinto. Por un lado, era epiléptico y sufría ataques súbitos. Aunque los médicos mayores nunca lo dijeron claramente, tanto él como Skyler sabían que la enfermedad les molestaba: cualquier cosa que no fuera la salud perfecta era considerada un fallo.
Por otro lado, Raisin había dejado de tragarse la píldora que todas las noches tenían que tomar los jiminis con la cena. Aseguraba que la píldora le quitaba energías. A Skyler le demostró con orgullo cómo la ocultaba bajo la lengua cuando el ordenanza las repartía, para luego guardarla con el resto en una lata bajo la cama. Allá donde fuera, llevaba siempre escondido un juguete infantil, un soldado de madera de diez centímetros de largo, tan viejo y manido que gran parte de la pintura azul y roja había saltado. Lo llevaba en el bolsillo incluso cuando hacían marchas forzadas en torno al campus. A veces, por la noche, cuando los demás dormían, sacaba el soldado de madera y jugaba con él; Skyler era el único al que le había enseñado el juguete.
Raisin estaba cada vez más al borde de la franca rebelión. Se había convertido en el blanco de las críticas durante las sesiones de autorreprobación que tenían lugar en el Laboratorio. Los ordenanzas lo habían denunciado por distintas infracciones, y el muchacho había pasado horas y horas con el médico psicólogo. En tres ocasiones lo castigaron por desobediencia, y se vio obligado a pasar la noche solo y hambriento, encerrado en «la Caja», un viejo gallinero situado junto a los pinos de diez o quince metros de altura, asustado por el sonido de los animales que se movían en las sombras. A la mañana siguiente recibió una cálida bienvenida al grupo y le ofrecieron un opíparo desayuno. Durante unos cuantos días después de eso, Raisin guardó buen comportamiento, pero esta actitud no duró mucho.
El único suceso afortunado fue que Skyler y Raisin y muchos de los otros jiminis habían cumplido ya los quince años, con lo cual los estudios concluyeron, y en su lugar les fueron asignadas tareas cotidianas. Skyler era cabrero. Todos los días sacaba del establo a un grupo de escuálidas cabras, lo conducía hasta lejanos pastos y volvía a encerrarlo a última hora de la tarde, cuando el sol ya estaba bajo en el cielo. Aquel trabajo le producía una cierta sensación de libertad.
A Raisin siempre le encomendaban las peores tareas, pero en una de ellas había una ventaja oculta. Una vez a la semana lo enviaban a recoger miel de las colmenas de los bosques -un trabajo que pocos tenían valor para realizar-, y tales ocasiones se convertían en motivo de fiesta. Raisin abandonaba sus tarros de miel e iba a reunirse con Skyler. Lejos del Laboratorio, los dos amigos podían hacer lo que se les antojase.
A veces, cuando estaban solos en el bosque, Raisin sufría un ataque, y Skyler aprendió a atenderlo. Cuando el muchacho sufría las convulsiones de la epilepsia, Skyler le introducía un palo entre los dientes para evitar que se tragara la lengua. Después lo acunaba en sus brazos y, cuando Raisin recuperaba el conocimiento, le murmuraba palabras de consuelo. El muchacho volvía en sí como si regresara de negras profundidades abismales, confuso y con la cabeza en blanco. Como es natural, ninguno de los dos decía nada a nadie acerca de los ataques.
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