John Darnton - Experimento

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Un cadáver mutilado, sin rostro ni huellas dactilares ha aparecido en extrañas circunstancias… Un thriller de máxima actualidad sobre la clonación y la manipulación genética, donde se mezcla la ciencia más avanzada con el suspense más estremecedor.

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Jude lo miraba conteniendo el aliento. Presenciar una autopsia no era tan duro. McNichol retiró las solapas de piel y la musculatura abdominal. Luego empuñó una sierra quirúrgica y cortó en ángulo las clavículas y las costillas, creando una pieza en forma de cuña. Levantó la placa torácica entera, como un camarero cuando alza la tapadera de la bandeja que contiene el plato principal.

Jude miró de nuevo. Esta vez lo que vio era de veras repugnante. El corazón, que parecía un amarrado pedazo de carne roja, los pulmones, patéticamente desinflados, el timo… Todo compacto y bien encajado, nadando en una bullabesa de mucosidades y fluido. Apoyó disimuladamente una mano en un lado de la mesa a fin de mantenerse en equilibrio.

Mientras tanto, McNichol seguía trabajando con rapidez. Utilizó una jeringa para absorber el fluido seroso de entre los órganos torácicos y la pared del pecho, y luego lo metió en un recipiente de plástico. Tomó fotos del corazón y los pulmones; midió y anotó la proporción entre la anchura del corazón y la anchura del pecho. Luego soltó las arterias carótidas, pinzó la tráquea y el esófago, cortó el diafragma y el saco pleural, y extrajo al mismo tiempo el corazón y los pulmones.

Examinó el interior del abdomen y tomó más fotos. Extrajo las vísceras, pinzó el intestino, lo cortó aproximadamente entre el primer y el segundo segmento del intestino delgado, justo antes del recto, y lo reservó todo para un posterior análisis. Metió las manos entre las vísceras y extrajo una maraña de órganos digestivos: el hígado, la vesícula biliar, el páncreas, el esófago, el estómago y el duodeno.

Jude alcanzaba a ver hasta la parte posterior de la pared abdominal. Por un momento, pudo contemplar el sistema urinario -los riñones, los uréteres y la vejiga-, pero en seguida el forense lo retiró todo en un solo bloque.

– Mire los datos que anoté en la hoja de autopsia -le pidió McNichol a Jude-. ¿Qué edad dije que tenía este tipo?

– Entre veintidós y veintiséis años.

Por un momento y por primera vez, McNichol pareció confuso y menos seguro de sí mismo.

– Demasiado joven. Viendo estos órganos me doy cuenta. Sí, demasiado joven. ¿Cómo he podido equivocarme tanto?

El forense estudió minuciosamente cada órgano, como un joyero examinando alhajas. Los limpió de sangre y grasa, los pesó, los fotografió y los cortó en secciones o «rebanadas», como él las llamó. Cada una fue sondada y segregó fluidos que fueron absorbidos por la omnipresente jeringa. Las secciones, del tamaño de un dólar de plata, fueron colocadas en el cubo de plástico o en el «ataúd». Luego, explicó McNichol, las cortarían en láminas del grosor de un cabello, las montarían en un portaobjetos y las colocarían bajo el microscopio para proceder al examen histológico.

Al fin le tocó el turno al plato fuerte: el cerebro. McNichol cortó una línea perfecta a lo largo del borde del cuero cabelludo, de oreja a oreja, y retiró la capa de carne. Utilizó la sierra circular para seccionar el hueso, lo que produjo un sonido agudo y un olor acre. Después levantó la tapa craneal y la dejó a un lado con un gesto de preocupación, como un jugador de ajedrez que aparta a un lado un peón comido. Jude supuso que el médico estaba examinando la herida mortal.

McNichol tomó un cuchillo con borde de sierra y lo utilizó para cortar la duramadre, la membrana más superficial de las que rodean el encéfalo, y procedió a seccionar los vasos sanguíneos de la base. A continuación levantó el cerebro y, sosteniéndolo en una mano, dijo:

– Bueno, aquí lo tenemos.

Con la enguantada punta de un dedo, extrajo un achatado proyectil que procedió a colocar en un pequeño frasco. El resto del cerebro lo introdujo en un tarro grande lleno de formalina.

Jude volvió a pensar en la hora de cierre de edición, que cada vez estaba más próxima y miró el reloj. Aparentemente, McNichol ya estaba terminando. Puso en su lugar la tapa craneal y la placa torácica, y limpió la sangre con un paño azul.

– No es mi intención meterle prisa -dijo Jude-. Pero… ¿por qué, según dijo usted, merecía la pena esperar?

– No se preocupe, que no me he olvidado.

Se situó en la parte superior de la camilla, tras la cabeza del cadáver, que ahora estaba cortado, despedazo y ensangrentado. Se inclinó y le abrió la boca, de la que ya había extraído los fluidos, e indicó a Gloria y Jude que examinaran el interior. Lo hicieron y luego miraron al médico desconcertados.

– No lo entiendo -dijo ella-. No veo nada.

– Exacto -contestó McNichol, henchido de satisfacción-. No ve usted nada. Ni un solo empaste. Todos los dientes se encuentran sanos y perfectos. En un hombre adulto. ¿Cuándo han visto ustedes una boca como ésta?

Jude y Gloria se miraron.

– Naturalmente -siguió el forense-, esto complica aún más el problema.

– ¿Qué problema?

– El de la identificación. Es como si este hombre nunca hubiera ido al dentista. No habrá ni radiografías ni historial odontológico. Lo cual hace que resulte prácticamente imposible identificarlo.

Jude dijo que necesitaba una oficina con línea telefónica, y lo condujeron a una situada en el segundo piso. Desde el escritorio se veía el estacionamiento posterior del edificio. Una secretaria le llevó una taza de café, que bebió con gusto.

Encendió su ordenador, se puso a trabajar y en media hora estuvo listo. Escribió setecientas palabras, haciendo especial énfasis en los detalles forenses -las yemas de los dedos quemadas, la dentadura perfecta-, para dejar claro que había sido testigo presencial de la autopsia. También tuvo buen cuidado de describir a McNichol como a una especie de héroe, recordando al hacerlo el consejo que recibió años atrás de un redactor jefe: «Es buen negocio mostrarse generoso con la gente que puede devolver el favor.» Conectó el módem a la línea telefónica, marcó el número especial del periódico, oyó el peculiar sonido de la conexión y envió el artículo al 666 de la Quinta Avenida.

Por la noche, mientras regresaba en su automóvil a la ciudad, Jude pensó en Gloria. Después de mandar el artículo, la había llevado hasta su periódico.

– ¿Quieres que luego, cuando yo haya terminado, nos veamos? -le había preguntado Gloria yendo directamente al grano-. Si te apetece, conozco un excelente restaurante especializado en comida natural.

A él no le había apetecido. Sospechaba que la oferta implicaba algo más que una simple cena y, por algún motivo, cuando pensaba en el largo camino de regreso a Nueva York, en la autopsia que había presenciado e, incluso, sin saber bien por qué, en los dolorosos insultos que Betsy le había dedicado hacía meses, lo último que le apetecía era sexo.

Le había tendido la mano a Gloria para despedirse. Ella se la estrechó y, con una sonrisa ligeramente irónica, dijo:

– Así que tienes prisa, ¿no? Los grandes reporteros como tú venís aquí por un solo día, nosotros os ayudamos todo lo que podemos y, pese a ello, vosotros siempre confundís algún detalle.

El comentario le dolió.

Sin embargo, se dijo, el artículo que acababa de mandar no estaba mal. Y no se había equivocado en ningún detalle, de eso estaba seguro.

Encendió la radio a tiempo de escuchar el resumen de titulares de la emisora 1010 y le agradó advertir que no habría muchas noticias que compitieran con la suya. Comenzó a idear titulares para su historia, lo cual era uno de sus pasatiempos favoritos. «Un mutilador anda suelto.» O bien «Un cadáver que no suelta prenda». Quizá «El desfigurado rostro del horror». Bajó las dos ventanillas para airear el coche, sintonizó una emisora de rock y subió el volumen.

Se sentía satisfecho, contento de sí mismo.

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