John Darnton - Experimento
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De pronto el muchacho se puso en pie y apagó la radio. Al menos podía ir a buscarla. Cuando pasó junto a Kuta, detectó la expresión de preocupación en el rostro del viejo, pero seguía sin apetecerle dar explicaciones y, además, no deseaba perder ni un momento. De pronto su inquietud se había convertido en pánico incontrolable. Le parecía oír la voz de Julia en el interior de su cabeza pidiéndole ayuda.
Salió por la puerta y echó correr. La voz de su cabeza gritaba ya en vez de hablar.
Mientras corría por el sendero vio a alguien entre los matorrales, un rostro asombrado que lo vigilaba. Era Tyrone. Quizá lo había seguido y estaba espiándolo. No le importaba. Apenas pensó en ello. No pensaba pararse hasta que encontrara el rostro de Julia. Corrió por el bosque sorteando árboles y saltando sobre ramas caídas. Se estaba fraguando una tormenta. El viento había arreciado y los líquenes se agitaban en las ramas. Notaba los latidos de su corazón acompasados con el ritmo de sus zancadas. Algo espantoso ha sucedido. Sus temores se estaban convirtiendo en certidumbres que lo impulsaban a correr con todas sus fuerzas.
Para cuando llegó al campus ya habían comenzado a caer gruesas gotas de lluvia que se mezclaban con el viento. Mientras corría, las notaba contra el rostro y los brazos. Miró rápidamente en torno y no vio a nadie, de lo cual se alegró, pues en otro caso hubieran advertido su desesperación y hubieran avisado a los ordenanzas. Siguió corriendo hacia el barracón de los muchachos, abrió de golpe la puerta de tela metálica y entró bruscamente. Se detuvo, sudando y tembloroso, en el centro de la sala en penumbra. Una docena de rostros lo miraban con asombro. Los jiminis estaban repartidos por el barracón, casi todos ellos acostados, salvo por un pequeño grupo que permanecía en un rincón oyendo música. Todos miraban boquiabiertos al jadeante Skyler.
– Julia -logró decir-. ¿Dónde está? ¿La habéis visto?
Leyó la respuesta en la estupefacta expresión de sus compañeros y no esperó a que nadie hablase. Salió de nuevo del barracón y volvió a cruzar el campus, bajo la cada vez más densa lluvia. Se vio obligado a aflojar el paso y se llevó una mano al costado izquierdo para aliviar la punzada que había comenzado a sentir en él. En el suelo empezaban a formarse charcos. Notaba que sus compañeros, que podían verlo a través de la puerta de tela metálica del barracón, no le quitaban ojo.
Lo que estaba haciendo -dirigirse hacia el barracón gemelo situado al otro lado del campus- era algo inaudito. Nadie de su grupo de edad había entrado jamás en el alojamiento de las mujeres.
En el interior de su cabeza volvió a sonar la voz: ¡Socorro! ¡Socorro!
Cuando entró en el barracón, las mujeres se llevaron un buen susto, y un grupo de ellas se pegó a la pared en actitud melodramática. Pero Skyler se dio cuenta de que ellas sabían por qué estaba él allí, y tuvo la casi total certeza de que los temores que sentía no eran infundados. Algo andaba mal. Y un solo vistazo le bastó para advertir que Julia no se hallaba entre las presentes.
– ¿Dónde está Julia? -preguntó imperioso.
La reacción de las mujeres fue instantánea. Algunas bajaron la vista al suelo, inseguras; otras le dieron la espalda. Pero una de ellas, Sarah, que era amiga de Julia, avanzó hacia él y le habló con simpatía.
– Julia no está aquí -dijo con voz suave-. Vinieron a por ella al mediodía. Dijeron que habían encontrado algo malo en sus análisis.
Tales palabras lo dejaron aturdido. Era lo que desde el principio temió y no se había atrevido a articular. «Algo malo.» Era lo que ellos siempre decían. La sangre se le heló en las ventas al recordar a Patrick, tendido en la mesa de mármol. ¿Por qué le había permitido a Julia hacer todo lo que hizo? ¿Por qué, por qué, por qué?
Giró sobre sus talones y salió de nuevo a la tormenta. Ya no sentía la lluvia ni la punzada en el costado. El aturdimiento era como un grueso caparazón que lo envolvía. Sólo podía pensar en una cosa: Julia. Tenía que encontrarla. Tenía que verla. Tenía que salvarla.
Entró en el sótano de la casa grande por la misma puerta que Julia y él habían utilizado hacía unos días. En esta ocasión no le preocupaba que lo vieran ni dejar indicios de que había forzado la entrada. Hizo girar el tirador y abrió la puerta empujando con el hombro.
El interior se hallaba a oscuras y accionó el interruptor de la luz. La sala de archivos estaba como siempre. Sobre uno de los escritorios había un montón de papeles con una piedra encima. Ahora Skyler se movía más despacio. Lo que sentía no era miedo, sino pavor. Cruzó la sala repitiendo los movimientos que había efectuado cuando Julia estaba sentada al ordenador.
Llegó a la puerta del quirófano, cerró la mano en torno al frío tirador de latón, reunió ánimos y empujó.
Vio el cuerpo inmediatamente.
Un pálido haz de luz lo iluminaba desde arriba bañándolo en un resplandor amarillento. Julia estaba desnuda, tumbada de espaldas, con los brazos a los costados. Tenía el cuello ligeramente torcido y el pelo en torno a la cabeza cayendo en cascada sobre la blanca mesa metálica, como si la muchacha estuviese flotando en un lago. Sus facciones eran serenas y frías como la porcelana: tenía el entrecejo relajado, los ojos cerrados, la perfecta nariz ligeramente hacia arriba. Parecía como si fuera a hablar en cualquier momento.
Skyler no lograba pensar ni sentir nada. Estaba más allá de los pensamientos y de los sentimientos. Caminó ofuscado en torno a la mesa y al haz de luz que la iluminaba. Miraba aquel cuerpo, el de la única persona a la que había amado como a su vida. Experimentaba una extraña sensación de alejamiento, como si todo aquello fuera demasiado y la cabeza se negase a aceptar lo que los ojos le mostraban. Alargó una mano y tocó a Julia en un hombro. El cuerpo no estaba frío.
Y entonces vio la incisión, de color rojo oscuro, que comenzaba en la parte inferior de un costado y hacía una curva en torno al vientre. De pronto se dio cuenta de que a Julia le faltaban parte de las vísceras. Al reparar en ello, entendió que por eso el cuerpo le había parecido pequeño y encogido. Y ahora que el cerebro había vuelto a funcionarle, sus ojos comenzaron a fijarse en otras cosas, como en el pequeño charco de sangre que se había coagulado bajo el cuerpo, y que había goteado hasta el suelo de hormigón, formando un pequeño reguero rojo que llegaba hasta el desagüe situado a un lado de la mesa.
Skyler no oía nada. No lograba respirar. El aturdimiento seguía envolviéndolo como un grueso caparazón. Pero ese caparazón estaba a punto de quebrarse. Sintió una especie de espasmo que se inició en la base de la espalda y le subió por el espinazo, para terminar haciendo explosión en su cerebro.
¡Socorro!
Volvía a oír la vocecilla.
¡Socorro, socorro!
Pero ya no era Julia la que pedía socorro, sino él mismo.
Trató de calmarse, de pensar. A Julia la habían operado, eso estaba claro. De pronto, la incapacidad para comprender volvió a apoderarse de él. El precioso cuerpo de la persona a la que tanto amaba había sido cortado, mutilado. Unas manos se habían movido en el interior de aquel organismo, le habían extraído las entrañas. ¡Los muy salvajes!
Se ha ido. Ya no está.
Y, al decírselo, se dio cuenta de que aquél era el primer pensamiento consciente que había logrado articular. Le parecía como si estuviera subiendo a la superficie desde una profundidad abismal. Otros pensamientos acudieron a su cabeza. Sabía que a continuación tratarían de matarlo a él. Pero, por extraño que parezca, no sintió miedo, pues el caparazón del aturdimiento seguía cerrado en torno a sí. Era su amigo.
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