John Darnton - Experimento
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– Pase, por favor -le ofreció la mujer tras un breve silencio.
En su despacho, lo oficial y lo íntimo se entremezclaban. Gruesos volúmenes médicos junto a libros de poesía. Jude se fijó en los autores: Yeats, Blake, Baudelaire… Había montones de papeles de trabajo mezclados con cosas personales: correspondencia, una maqueta de coche deportivo hecha con perchas de alambre, un abultado filofax y fotos en la repisa de una ventana. En las paredes había una diana de dardos con una foto de Freud en ella, una reproducción de Kandinsky, un gran póster en el que aparecía una célula humana ampliada, diplomas enmarcados y un tablón de anuncios lleno de postales, muchas de ellas con fotos de paisajes tropicales. En la pared sobre el escritorio había dos tallas africanas.
– ¿Café? -ofreció la doctora al tiempo que señalaba un sofá.
Jude asintió con la cabeza y añadió que lo tomaba con leche y azúcar. Le agradó ver que ella iba personalmente a buscarlo a una especie de pequeña despensa adjunta. Dos puntos a su favor.
Cuando la mujer regresó, Jude volvió a sorprenderse gratamente, pues no se situó tras el escritorio, sino que tomó asiento en un sillón junto al sofá, girada hacia él. La proximidad siempre era una ventaja en las entrevistas, se dijo, y procedió a sacar del bolsillo una micrograbadora y colocar el minúsculo micrófono en un soporte ante la doctora.
– Esto es sólo por si utiliza usted muchas palabras científicas y técnicas -explicó-. Pero si le molesta, lo apagaré.
– No, no. No se preocupe -dijo ella, y por el tono dio la sensación de que era sincera.
Parecía segura y llena de aplomo. Cruzó las piernas y a él le fue posible ver varios centímetros de blanca piel por debajo de la falda. -Supongo que está usted aquí por el caso de asesinato de los dos abogados gemelos -dijo-. Qué asunto tan horrible. -Exacto. Para nuestro periódico, cuanto más horrible, mejor. Ella asintió con la cabeza.
– Me temo que lo mismo les ocurre a todos los periódicos. Sin embargo, me gusta la sección de deportes del Mirror. Esto sí que le impresionó realmente. Tres puntos. Miró el par de tallas africanas que había en la pared, sobre gruesos estantes de madera blanca. Las estatuillas medían unos veinte centímetros de largo y eran de un material pulido y oscuro como el ébano. A primera vista parecían idénticas: cabezas desproporcionadamente grandes con enormes ojos ovalados, abultadas mejillas surcadas por sesgadas cicatrices, y pequeños tocados minuciosamente tallados y pintados de azul. Ambas llevaban un cinturón de cuentas, un brazalete de bronce en torno a la muñeca izquierda y una pequeña capa hecha con conchas marinas. Por los exagerados genitales se advertía que una era un hombre y la otra una mujer.
La doctora Tierney siguió la mirada de Jude. - Ibeji -dijo-. Son nigerianas, de la parte sur del país. Los indígenas yoruba hacen esas tallas cuando tienen gemelos.
A Jude las tallas le parecieron interesantes y pensó que tal vez le fuera posible utilizarlas de algún modo para su reportaje. -Los padres encargan las figurillas a los talladores -continuó ella al advertir su curiosidad-, y pagan por ellas grandes sumas, tanto mayores cuanto más adornadas son las tallas. Cada estatuilla representa a uno de los gemelos. Se guardan cuidadosamente y, si los gemelos alcanzan con bien la edad adulta, los ibeji se convierten en objetos inútiles y se tiran. O, en estos días, lo más probable es que se los vendan por una insignificancia a un buhonero que a su vez los venderá por una fuerte suma a los turistas.
«Pero en el caso de que uno de los gemelos muera, lo cual sucede con gran frecuencia, la estatuilla que lo representa adquiere un enorme valor espiritual. Se la viste como al niño, se pone comida ante ella, se la acuesta por las noches, y ocupa un lugar destacado en las fiestas y ceremonias familiares. En teoría, ésa es la única forma de apaciguar al gemelo muerto. De lo contrario, sentirá celos, se enfurecerá y arrastrará a su hermano al otro mundo. -Sonrió y añadió-: Eso se debe a que creen que los dos gemelos tienen una única alma.
Jude examinó más detenidamente las dos figuras: los abdómenes ligeramente curvados, las serenas sonrisas, los sesgados y grandes ojos. Su aspecto era extraño y fascinante, como si pertenecieran a otro mundo, a un mundo intemporal. Sin saber por qué, pensó en fetos.
– Son muy bonitas -dijo.
– Me alegro de que le gusten -dijo ella contenta-. A mí me encantan.
Tras un breve silencio, Jude puso en funcionamiento el magnetófono, sacó la libreta de notas y dijo:
– Bueno, cuando quiera empezamos.
Comenzó con unas cuantas preguntas de calentamiento. Su edad: treinta años (en efecto, los mismos que él). Nacida en White Fish Bay, Wisconsin. Su padre era médico y su madre, ama de casa. En cuanto a curriculum, había estudiado en Berkeley, cursó el postgrado en Minnesota y pasó tres años en la Facultad de Medicina de Duke.
La mujer le explicó que no atendía a pacientes, sino que se dedicaba a la investigación biológica. Recientemente, se había especializado en estudios acerca de los gemelos.
Él fue anotando las respuestas. La libreta de notas era en gran medida un truco, ya que el magnetófono lo grababa absolutamente todo. Jude había adquirido el hábito de usar la libreta para controlar el flujo de información: podía abrir la espita tomando notas de modo entusiasta, o podía cerrarla poniéndose a juguetear ociosamente con el bolígrafo. Pero no tardó en darse cuenta de que aquella mujer no necesitaba acicates para hablar sobre sus investigaciones. El entusiasmo que éstas le producían quedaba reflejado en el brillo que resplandecía en el fondo de sus oscuros ojos.
– ¿Sabe usted por qué los gemelos suscitan un interés tan apasionado en los científicos? Todos los años vamos en peregrinación a sus reuniones en Twinsburg (1), Ohio, instalamos nuestro tenderete y los perseguimos implacablemente, intentando convencerlos de que participen en estudios de todo tipo. ¿Sabe usted por qué?
Jude hizo un ambiguo gesto que lo mismo podía ser un sí que un no.
– Los estudios sobre gemelos son una poderosísima herramienta de investigación -prosiguió ella.
Jude tomó nota.
– Los gemelos monozigóticos, los que proceden de un único óvulo fertilizado que se divide en dos, son un accidente de la naturaleza, una especie de desliz en los engranajes, una grieta en el espejo que nos permite atisbar el otro lado. Se trata de dos individuos que tienen exactamente la misma constitución genética. A todos los respectos y para todos los propósitos, sus genes son idénticos.
– Sí, eso lo estudié en biología -dijo Jude. -Sí, probablemente conoce usted los rasgos más notables de los estudios realizados al respecto. Las coincidencias que parecen desafiar la lógica. Cosas que ya forman parte de nuestro folclore. Dos gemelos idénticos, criados en ciudades distintas, sin contacto entre ellos, sin que ninguno de los dos sepa de la existencia del otro, llevan vidas parecidísimas. A los científicos les encanta estudiarlos, a los periódicos les encanta escribir acerca de ellos, y a todos nos encanta leer sobre el tema. Fue hasta el escritorio y rebuscó en un cajón. -Tome, échele un vistazo a esto -dijo tendiéndole un amarillento recorte de prensa-. Un viejo artículo publicado por uno de sus competidores.
Se trataba de una historia publicada por el New York Post el 9 de mayo de 1979, acerca de dos gemelos idénticos nacidos en Piqua, Ohio, en 1939, hijos de madre soltera. Fueron adoptados por familias distintas, se criaron a más de setenta kilómetros de distancia y se encontraron el uno con el otro por primera vez cuando contaban cuarenta años. En el artículo se enumeraba una serie de asombrosas coincidencias. Citaba una frase de uno de ellos, que Jude procedió a anotar: «Cuando vi por primera vez a mi hermano, me dio la sensación de que estaba mirándome en el espejo.»
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