Robert Wilson - Los cronolitos

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Scott Warden es un hombre perseguido por el pasado… y pronto también por el futuro. En la Tailandia de comienzos del siglo XXI es un vago en una comunidad costera de expatriados, cuando es testigo de un acontecimiento imposible: la aparición en el boscoso interior de un pilar de piedra de casi setenta metros. Su llegada colapsa los árboles en un cuarto de kilómetro alrededor de su base. Parece estar compuesto de una exótica forma de materia y la inscripción tallada muestra la conmemoración de una victoria militar… que tendrá lugar dentro de dieciséis años.
Poco después, un pilar aún mayor aparece en el centro de Bangkok. A lo largo de los siguientes años, la sociedad humana queda transformada por estos misteriosos visitantes, al parecer llegados desde el futuro reciente. ¿Quién es el guerrero “Kuin”, cuyas victorias celebran? Scott sólo quiere reconstruir su vida, pero un extraño bucle le arrastra sin cesar hacia el misterio central… y una fascinante batalla con el futuro.
Tensa, emotiva, rigurosa y emocionante, “Los Cronolitos” es una obra maestra de uno de los mejores autores de ciencia ficción de la actualidad.

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—Hace frío —gimió Kaitlin.

Ashlee desdobló las últimas mantas que quedaban, le dio dos a Kait y nos tiró otra a nosotros. El aire del interior de la furgoneta apestaba a bobina de calefacción recalentada, pero la temperatura apenas había subido. Ya había pasado por esta situación en Jerusalén, pero nunca había imaginado lo doloroso que podía ser el choque térmico al aire libre: aquel frío repentino se filtraba en nuestro interior, recorriendo todas las articulaciones hasta llegar al corazón, y entumeciéndolo todo a su paso.

Era energía robada, extraída del entorno inmediato por aquella fuerza que era capaz de enviar un objeto masivo a través del tiempo. Un gélido viento ululó sobre el arroyo y el cielo se volvió del color de las escamas de los peces. Decidimos que había llegado el momento de ponemos la ropa termoadaptable que habíamos incluido en nuestro equipaje. Ashlee le pasó a Kaitlin una chaqueta que era demasiado grande para ella y le ayudó a ponérsela.

Entonces recordé algo terrible y alcancé el manillar de la puerta.

—¿Scotty? —preguntó Hitch.

—Tengo que sacar e¡ agua del radiador —expliqué—. Si se congela, nos quedaremos sin medio de transporte.

Habíamos tenido la prudencia de llevar agua potable en bolsas flexibles que se expandían para adaptarse al espacio disponible, y de poner anticongelante en el radiador de la furgoneta. Sin embargo, en ningún momento habíamos pensado que estaríamos tan cerca del punto de llegada del Cronolito. Si el choque térmico era demasiado severo, el sistema de refrigeración del motor se estropearía y nos quedaríamos encallados en este lugar.

—Puede que no haya tiempo.

—Entonces deséame suerte, Y pásame la caja de herramientas.

Salí al exterior, donde fui recibido por el vendaval. El viento cerró la puerta a mis espaldas con violencia. El aire que llegaba al arroyo procedía del sur, alimentando los abruptos termoclinos del futuro Cronolito. El aire estaba tan cargado de arena y polvo que tuve que protegerme los ojos con la mano para poder abrirlos un poco. Me dirigí hasta la parte delantera del vehículo guiándome sólo con las manos.

La furgoneta había chocado contra un montículo arenoso en el que había quedado atrincherado el parachoques. Mientras excavaba la tierra con las manos para poder acceder a la parte inferior, se produjo una explosión de luz dorada sobre mi cabeza. De momento, la chaqueta térmica me estaba ayudando a conservar la temperatura corporal, pero cada vez que exhalaba, mi aliento se convertía en hielo. Tenía los dedos entumecidos, pero no había tiempo de ir a buscar unos guantes. Conseguí abrir la caja de herramientas y busqué a tientas una llave inglesa.

El sistema del radiador había sido diseñado para ser vaciado desde abajo, aflojando la tuerca de una válvula. Sujeté la tuerca con la llave, pero ésta se negó a girar.

Tengo que hacer palanca , pensé mientras apoyaba los pies contra la rueda y adoptaba el ángulo de la llave inglesa del mismo modo que un remero se inclina sobre el remo. El sonido del viento era abrumador, pero por debajo sonaba algo distinto: el estruendo de la llegada, seguido por la onda expansiva que se extendía por el suelo.

La tuerca de la válvula giró y yo caí sobre la arena.

Del depósito salió un chorrito de agua que se congeló al entrar ten contacto con el aire. Eso era suficiente para aliviar la presión que había dentro del radiador… pero con un poco de mala suerte, la capa de hielo que se formara en el interior estropearía una serie de sistemas vítales.

Intenté levantarme, pero fui incapaz.

Me deslicé rodando hasta el pequeño refugio que formaba la furgoneta con el suelo. De repente, me pesaba tanto la cabeza que era incapaz de mantenerla erguida. Escondí las manos entre los muslos y me encogí bajo la escasa calidez de mi chaqueta térmica. No tardé en perder la conciencia.

Cuando abrí los ojos de nuevo, el viento se había detenido y me encontraba en el interior de la furgoneta.

Aunque la luz del sol abrasaba la capa de hielo que se había formado en el parabrisas, la calefacción seguía bombeando aire caliente y húmedo.

Me enderecé y advertí que estaba tiritando. Me inquieté al ver que Ashlee, que ya estaba despierta, frotaba las manos de Kaitlin entre las suyas.

—Está bien. Respira —dijo Ashlee al instante.

Hitch Paiey me había arrastrado hasta el interior de la furgoneta en cuanto lo peor del choque térmico quedó atrás; en estos momentos estaba cambiando la tuerca de la válvula que yo había aflojado. Se puso en pie, miró a través de la empeñada ventanilla y, al ver que estaba despierto, levantó el dedo pulgar.

—Creo que sobreviviremos —dijo Ashlee con voz áspera. Advertí que me dolía la garganta cada vez que tragaba saliva, seguramente por haber respirado aire helado. También me dolían los pulmones. Además, las puntas de los dedos de las manos y los pies seguían entumecidos y tenía un poco de sangre endurecida en la palma de la mano derecha, donde la llave inglesa congelada me había arrancado parte de la piel. De todas formas, Ashlee tenía razón: habíamos sobrevivido.

Kait gimió de nuevo.

—La hemos mantenido bien tapada —dijo Ash—,pero está enferma. Y puede que contraiga neumonía.

—Tenemos que regresar a la civilización.

Pero antes tendríamos que subir por el montículo… y no estaba seguro de que lo lográramos.

Cuando sentí que había recuperado parte de mis fuerzas, abrí la puerta del conductor y salí, El aire volvía a ser relativamente cálido y sorprendentemente puro, excepto por la neblina de polvo que se estaba asentando por todas partes como si fuera nieve. Los vientos predominantes habían transportado la helada niebla hacia el este.

El hielo humeaba por las rocas y la arena del lecho del riachuelo. Trepé hasta la cima del montículo y contemplé la ciudad… mejor dicho, lo que quedaba de ella.

Aunque el Kuin de Portillo seguía cubierto de hielo, era evidente que se trataba de un monumento inmenso. La figura de Kuin estaba de pie y tenía un brazo levantado, como si estuviera llamando a alguien.

La ciudad de Portillo yacía a sus inmensos pies, oscurecida bajo la niebla pero evidentemente devastada.

El alcance del choque térmico había sido enorme. Aunque imaginaba que todos los hajistas habían muerto, vi que algunos vehículos se movían por los alrededores de la ciudad. Imaginé que serían las estaciones móviles de la Cruz Roja.

Ashlee subió la ladera jadeando y, al ver la magnitud de la destrucción, se quedó sin aliento. Sus labios temblaban. Tenía el rostro manchado de polvo y surcado por las lágrimas.

—Puede que haya logrado escapar —susurró. Por supuesto, se refería a Adam.

Le dije que era posible.

Para ser sincero, lo dudaba.

Diecisiete

A través de una serie de carreteras y cañadas polvorientas conseguimos bordear las humeantes ruinas de Portillo y acceder a la carretera principal.

A pesar de la espeluznante cantidad de muertos que debía de haber en la ciudad, durante el trayecto pudimos ver a diversos grupos de refugiados. Muchos habían quedado lisiados por la congelación y avanzaban cojeando, algunos habían quedado ciegos por los cristales de hielo y otros habían resultado heridos por los efectos del choque térmico o el derrumbe de los edificios. Ahora, ninguno de ellos tenía aspecto amenazador y, en un par de ocasiones, Ashlee insistió en que nos detuviéramos para repartir nuestras escasas mantas y algo de comida… y para preguntar por Adam.

Pero ninguno de aquellos jóvenes sabía nada de él; además, tenían otras preocupaciones más apremiantes: nos suplicaban que transmitiéramos mensajes o que llamáramos a sus padres, esposas o familiares de Los Ángeles, Dallas, Seattle… El desfile de miseria era tan sobrecogedor que incluso Ashlee tuvo que distanciarse, pero continuó observando a los refugiados hasta que fue evidente que ningún hajista, ni siquiera Adam, podría haber recorrido a pie una distancia tan grande. Al ver los camiones de socorro y las ambulancias militares que se dirigían a Porrillo, su conciencia se relajó, pero no sus temores. Se dejó caer sobre su asiento y sólo se movió para comprobar el estado de Kaitlin.

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