Robert Wilson - Los cronolitos

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Scott Warden es un hombre perseguido por el pasado… y pronto también por el futuro. En la Tailandia de comienzos del siglo XXI es un vago en una comunidad costera de expatriados, cuando es testigo de un acontecimiento imposible: la aparición en el boscoso interior de un pilar de piedra de casi setenta metros. Su llegada colapsa los árboles en un cuarto de kilómetro alrededor de su base. Parece estar compuesto de una exótica forma de materia y la inscripción tallada muestra la conmemoración de una victoria militar… que tendrá lugar dentro de dieciséis años.
Poco después, un pilar aún mayor aparece en el centro de Bangkok. A lo largo de los siguientes años, la sociedad humana queda transformada por estos misteriosos visitantes, al parecer llegados desde el futuro reciente. ¿Quién es el guerrero “Kuin”, cuyas victorias celebran? Scott sólo quiere reconstruir su vida, pero un extraño bucle le arrastra sin cesar hacia el misterio central… y una fascinante batalla con el futuro.
Tensa, emotiva, rigurosa y emocionante, “Los Cronolitos” es una obra maestra de uno de los mejores autores de ciencia ficción de la actualidad.

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Me dedicó una larga mirada, durante la cual su expresión fue pasando de la incredulidad al recelo, la gratitud, el alivio y la culpabilidad.

—¿Papá? —preguntó.

Sólo fui capaz de repetir su nombre… y probablemente, era lo mejor. Eso era lo único que necesitaba decir.

Salió de las mantas y cayó en mis brazos. Vi los cardenales de sus muñecas, el profundo corte que iba desde su hombro hasta el codo, formando un sendero de sangre coagulada. Sin embargo, no le pregunté qué había sucedido… y fue entonces cuando comprendí la sabiduría del consejo de Ashlee: no podía deshacer sus heridas. Sólo podía apoyarla.

—He venido para llevarte a casa —le dije.

No se atrevió a mirarme a los ojos, pero respondió con un hilillo de voz:

—Gracias.

Cuando otro soplo de brisa movió la lona de la tienda, Kaitlin se estremeció. Le dije que se vistiera lo más rápido que pudiera. Se puso unos vaqueros andrajosos y un sarape barato.

Yo también me estremecí, porque me di cuenta de que el aire era demasiado frío para una mañana tan soleada. Era un frío antinatural.

En el exterior, Hitch me estaba llamando.

—Llévala a la furgoneta —me dijo—. Y será mejor que te des prisa, porque esto no forma parte del trato… He negociado para que hablaras con ella, no para que te la llevaras.

Volvió el rostro en la dirección que soplaba el viento.

—Tengo la impresión de que todo va a suceder más rápido de lo que pensábamos.

Kaitlin se dejó caer sobre una de las hileras de asientos de la parte posterior y se envolvió con una manta. Le dije que mantuviera la cabeza agachada, sólo durante un rato. Hitch cerró la puerta y fue en busca de Ashlee.

Kait se sorbió los mocos… y no sólo porque estuviera a punto de llorar. Me dijo que había contraído algo, una gripe o alguna de las enfermedades intestinales que se iban propagando por Portillo a medida que las masas estaban más sedientas y los vendedores de agua eran menos escrupulosos. Tenía los ojos brillantes y algo borrosos. Se llevó la mano a la boca para toser.

En el exterior, el viento empezó a golpear las tiendas de campaña y los refugios de lona. Los hajistas empezaron a asomarse, atraídos por el ruidoso tiempo. Docenas de peregrinos desconcertados, con símbolos kuinistas y ropa desgarrada, se llevaron la mano a la frente para protegerse los ojos, preguntándose (empezando a preguntarse) si ese vendaval estaría marcando el inicio de un acontecimiento sagrado, si esa fuerte brisa y el descenso de la temperatura estarían indicando la llegada del Cronolito.

Y puede que así fuera. El Kuin de Jerusalén había aterrizado con más decisión y más de improviso que éste, pero se había comprobado que las llegadas de los Cronolitos variaban de un lugar a otro (y de un momento a otro) en intensidad, duración y poder destructivo. Además, los cálculos de Sue Chopra estaban basados en cierta información dudosa de los satélites, así que podían tener un margen de error de varias horas.

En otras palabras, puede que nos encontráramos en peligro mortal. Una ráfaga de aire hizo que la furgoneta se balanceara. Kaitlin, sorprendida, levantó la cabeza, presionó su rostro contra la ventanilla y observó, boquiabierta, las nubes de polvo que se habían levantado, de repente, en el desierto de Sonoran.

—Papá, ¿esto es…?

—No lo sé —respondí.

Busqué a Ash con la mirada, pero estaba escondida entre una multitud de exaltados hajístas. Supuse que nos encontrábamos, como máximo, a un kilómetro y medio del centro de Portillo, pero como no había forma de saber con precisión dónde aterrizaría el Cronolito, resultaba imposible calcular el perímetro de la zona de riesgo. Le dije a Kait que se quedara debajo de la manta. En aquel instante, la muchedumbre empezó a moverse, como si los hajistas hubieran alcanzado un silencioso consenso para abandonar este sucio solar y dirigirse a las calles, al centro de la ciudad. Entonces, alcancé a ver la barba negra de Hitch; después al propio Hitch, a Ashlee y a Adam.

Parecía que Hitch estaba discutiendo con Ashlee, que había cogido a su hijo de los brazos y parecía estar implorándole algo. Adam estaba completamente inmóvil, resistiéndose al abrazo; el viento agitaba su rubio cabello por delante de los ojos. El muchacho observó impasible el rostro de su madre y, al advertir que el cielo que se estaba oscureciendo, sacó de su mochila lo que parecía una chaqueta térmica doblada.

No sé qué le dijo Ashlee a su hijo (nunca habló de este tema conmigo), pero era evidente, incluso desde esta distancia, que Adam no tenía intenciones de regresar a casa. El lenguaje corporal de aquel encuentro reflejaba toda una vida de frustración. Ashlee (que tiraba de su hijo, suplicándole una y mil veces que viniera con nosotros) era incapaz de admitir que a Adam no le importaba en absoluto lo que ella quisiera, que hacía mucho tiempo que había dejado de importarle… que quizá, nunca le había importado nada porque había nacido con esa incapacidad. En estos momentos, su madre no era más que una distracción que le estaba impidiendo presenciar el interesante acontecimiento que había empezado a desarrollarse: la manifestación física de Kuin, en quien había depositado toda su lealtad.

Ahora era Hitch quien, con gestos frenéticos y haciendo muecas debido al abrasivo viento, tiraba de Ashlee para llevarla de vuelta a la furgoneta. Ella lo ignoró hasta que Adam se soltó con brusquedad de sus brazos. Si Hitch no la hubiera estado sujetando, se habría caído de bruces al suelo.

Levantó la mirada hacia su hijo y dijo algo más. Creo que pronunció su nombre, del mismo modo que yo había pronunciado el de Kaitlin, pero no lo sé con certeza porque el rugido del viento y el sonido de la muchedumbre se habían ido intensificando con rapidez.

Me puse al volante de la furgoneta. Kaitlin gimió bajo la manta.

Hitch arrastró a Ashlee hasta el vehículo y la apremió a entrar. Cuando se sentó en el asiento en el que guardábamos la pistola, descubrí que ya había puesto en marcha el motor.

—Salgamos de aquí inmediatamente —dijo Hitch.

Pero era prácticamente imposible avanzar entre aquella marea de hajistas. Si Adam hubiera acampado un poco más cerca de Portillo, nunca hubiéramos logrado escapar. Sin embargo, desde donde estábamos, logramos acceder a la orilla de la carretera y avanzar despacio, pero a ritmo constante, hacia el oeste. A medida que nos alejábamos, la aglomeración de peregrinos disminuyó.

Pero el cielo estaba muy negro, hacía mucho frío y había tanto polvo en el parabrisas que sólo teníamos unos metros de visibilidad.

No tenía ni idea de adonde conducía esta carretera, puesto que no se trataba de la misma por la que habíamos llegado. Cuando se lo pregunté a Hitch, me respondió que tampoco lo sabía y que el mapa estaba escondido en algún lugar del maletero. De todas formas, añadió, no tenía ninguna importancia, porque no teníamos más remedio que seguir adelante.

La tormenta de polvo había oscurecido el parabrisas y, por el sonido, parecía que también estaba afectando al motor. Cerré las ventanillas y conecté la calefacción del vehículo hasta que todos empezamos a sudar. El sucio sendero en el que nos encontrábamos finalizaba en un puente de madera que cruzaba un riachuelo seco y poco profundo. Era obvio que el puente, astillado y oscilando bajo el fuerte viento, no soportaría el peso de la furgoneta.

—Ve hasta ese terraplén, Scotty —dijo Hitch—. Así habrá un poco más de tierra entre nosotros y Portillo.

—El desnivel es bastante pronunciado.

—¿Tienes una idea mejor?

De modo que abandoné el camino, conduje sobre la quebradiza maleza y me deslicé por el terraplén. Mientras descendíamos, accioné con tanta fuerza los frenos de la furgoneta que se iluminaron todas las alarmas de funcionamiento del salpicadero. Estoy seguro de que habríamos volcado si no hubiera sujetado con tanta fuerza el volante… algo que hice por instinto, no por habilidad. Hitch y Ashlee guardaron silencio, pero Kaitlin dejó escapar un pequeño gemido, muy similar al del viento. Acabábamos de llegar a aquella cuenca plana y rocosa cuando una acacia desarraigada pasó volando sobre nosotros como si fuera el cadáver de un pájaro negro— Incluso Hitch jadeó al verlo.

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