Robert Wilson - Los cronolitos

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Scott Warden es un hombre perseguido por el pasado… y pronto también por el futuro. En la Tailandia de comienzos del siglo XXI es un vago en una comunidad costera de expatriados, cuando es testigo de un acontecimiento imposible: la aparición en el boscoso interior de un pilar de piedra de casi setenta metros. Su llegada colapsa los árboles en un cuarto de kilómetro alrededor de su base. Parece estar compuesto de una exótica forma de materia y la inscripción tallada muestra la conmemoración de una victoria militar… que tendrá lugar dentro de dieciséis años.
Poco después, un pilar aún mayor aparece en el centro de Bangkok. A lo largo de los siguientes años, la sociedad humana queda transformada por estos misteriosos visitantes, al parecer llegados desde el futuro reciente. ¿Quién es el guerrero “Kuin”, cuyas victorias celebran? Scott sólo quiere reconstruir su vida, pero un extraño bucle le arrastra sin cesar hacia el misterio central… y una fascinante batalla con el futuro.
Tensa, emotiva, rigurosa y emocionante, “Los Cronolitos” es una obra maestra de uno de los mejores autores de ciencia ficción de la actualidad.

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Puede que no se alegrara de verme, pero iba a llevármela de este horrible lugar aunque fuera a la fuerza. No podía obligar a Kaitlin a quererme, pero podía salvarle la vida. Y por ahora, eso sería suficiente.

La noche llegó lentamente. El estruendo de Portillo decaía y resurgía a un ritmo imposible de presagiar, como las olas de la playa. Entre la vegetación que había al este de la furgoneta se escondía un grillo que añadía su voz dispar a esta cacofonía. Me serví otro vaso del café que había dejad o Ashlee en el termo y abandoné la furgoneta unos instantes para aliviar mi cuerpo, sorteando un eje oxidado y un volante que acechaban entre la hierba como si fueran trampas para animales. Cuando cerré la puerta de nuevo, Ashlee se revolvió y murmuró en sueños.

Había algo de tráfico por la carretera, sobre todo de hajistas que se dirigían a Portillo pegando gritos por las ventanillas del coche. Nadie nos vio; nadie se detuvo. Estaba adormilado cuando Ashlee me dio unos golpecitos en la espalda. El reloj del salpicadero marcaba las dos y media.

—Es mi turno —dijo.

No discutí. Después de indicarle dónde había dejado la pistola, me tumbé en el asiento posterior y me tapé con la manta, que aún conservaba el caior de Ashlee. Me quedé dormido en el mismo instante que cerré los ojos.

—¿Scott?

Me zarandeó suavemente, pero con apremio.

—¡Scott!

Ashlee estaba inclinada sobre el asiento del conductor, moviéndome el hombro con la mano.

—Hay alguien fuera —susurró—. ¡Escucha!

Dio media vuelta y se agachó para mantener la cabeza escondida. Se había alzado una media luna en el cielo, así que la oscuridad ya no era absoluta. Durante unos segundos sólo hubo silencio, pero entonces, no muy lejos, se oyó el gemido de una mujer aterrorizada, seguido de unas risas ahogadas.

—Ashlee… —susurré.

—Llegaron hace un minuto. En coche, por la carretera. Se acercaron, pararon el motor y se oyó un gritito. Y entonces… la verdad es que no pude verlo hasta que moví el retrovisor, y ni quiera así, porque había árboles en medio, pero me pareció que alguien salía del coche y corría por el campo. Creo que era una mujer. Y dos chicos salieron corriendo tras ella.

Reflexioné.

—¿Qué hora es?

—Apenas las cuatro.

—Dame la pistola, Ash.

Parecía reacia.

—¿Qué podemos hacer?

—Esto es lo que haremos: yo cogeré la pistola y saldré de la furgoneta. Cuando te haga una señal, conectarás las luces largas y pondrás en marcha el motor. Intentaré mantenerme a la vista.

—¿Y si te ocurre algo?

—Entonces te vas de aquí sin perder ni un segundo. Si me sucede algo, ellos tendrán la pistola, así que no te quedes aquí, Ash. ¿De acuerdo?

—¿Y adonde voy?

Era una pregunta razonable. ¿A Portillo? ¿A los campamentos de socorro o al control de carretera? No estaba seguro de qué responder.

Entonces, la mujer volvió a gritar… y no pude evitar pensar que podía tratarse de Kaitlin. Su voz no parecía la de mi hija, pero la verdad es que no había vuelto a oírla gritar desde que era pequeña.

Le dije a Ashlee que iría con cuidado, pero que se fuera inmediatamente de este lugar si me ocurría algo. Y que, quizá, lo mejor sería que escondiera la furgoneta más cerca de la ciudad y que por la mañana, cuando Hitch regresara, estuviera alerta.

Salí del vehículo y cerré la puerta con cuidado. Cuando hube recorrido unos metros, le indiqué que encendiera los faros.

Las luces largas de la furgoneta se extendieron por la estrellada noche como focos militares y, entre aquella calma, el motor rugió como un animal salvaje. La mujer y sus dos asaltantes, paralizados ante aquel resplandor, se encontraban a menos de diez metros de distancia.

Los tres eran jóvenes, posiblemente de la edad de Adam. Los hombres estaban forcejeando con la mujer, que yacía sobre su espalda entre la maleza; uno de los muchachos la sujetaba de los hombros mientras el otro intentaba separarle las piernas. Ante la luz, la joven se giró y los chavales levantaron sus cabezas como si fueran perros de presa olfateando a un depredador.

No parecían ir armados, y eso hizo que me sintiera un poco aturdido por el peso de la pistola que llevaba en la mano.

Levanté la pistola y apunté hacia sus estupefactos rostros. Les habría ordenado que se apartaran de ella (pues ese era el plan), pero estaba tan nervioso que mi dedo accionó el gatillo y el arma se disparó sin previo aviso.

Casi se me cae la pistola. No sabía dónde había ido la bala. No había alcanzado a nadie, pero les había dado un buen susto. Aunque estaba medio cegado por el destello, advertí que los presuntos violadores se alejaban corriendo hacia su vehículo y los seguí. Me pregunté si debería disparar de nuevo, pero temí que el arma volviera a descargarse en contra de mí voluntad (más adelante, Hitch me contó que había sido modificada para que el gatillo no opusiera demasiada resistencia y que, probablemente, antes de que cayera en nuestras manos, se había utilizado para fines criminales).

Ambos hombres entraron en su automóvil con una economía de movimientos sorprendente. En ese momento me di cuenta de que podían llevar armas en el interior; sin embargo, si las tenían, prefirieron no utilizarlas. El coche cobró vida y se alejó rugiendo hacia la ciudad, lanzando gravilla contra las jaulas de gallina apiladas.

La muchacha se había quedado sola.

Me dirigí hacia ella, recordando que debía mantener el cañón del arma apuntando hacia el suelo. La muñeca derecha todavía me dolía por la sacudida del inesperado retroceso.

Bajo la luz de los focos, pude ver que se había levantado y que se estaba abrochando sus rasgados Levis. Me miró con una expresión que fui incapaz de comprender (creo que en gran parte era miedo, pero también había vergüenza). Era joven y estaba tan delgada que parecía anoréxica. Tenía la cara manchada de tierra y lágrimas. Su camiseta, desgarrada sobre el pecho izquierdo, estaba cubierta de sangre.

Me aclaré la garganta.

—Se han ido… ahora estás a salvo —le dije.

Puede que no hablara inglés. O, probablemente, puede que no me creyera. Dio media vuelta y se alejó corriendo hacia la carretera, como un animal asustado.

La seguí unos pasos, pero me detuve. La noche era demasiado oscura y no quería dejar sola a Ashlee.

Deseé que la muchacha estuviera a salvo, por poco probable que fuera.

Después de aquello, resultó imposible seguir durmiendo. Me senté delante junto a Ashlee y nos mantuvimos vigilantes y bombeando adrenalina. Ash se llevó un cigarrillo a los labios y lo encendió con un diminuto mechero de propano. No hablamos sobre el ataque que acabábamos de presenciar, pero poco después, cuando el cielo oriental empezó a mostrar un color azulado, Ashlee me dijo lo siguiente:

—No debes preguntárselo. A Kaitlin.

—¿Preguntarle qué?

Era una pregunta estúpida.

—Probablemente no necesitas este consejo… y la verdad es que yo no soy una madre modélica ni nada similar. Sin embargo, cuando Kaitlin regrese, no le hagas preguntas. Puede que hable contigo y puede que no, pero deja que sea ella quien tome esa decisión.

—Si necesita ayuda… —dije.

—Si necesita ayuda, la pedirá.

Dejamos ahí el tema. No me apetecía especular sobre las cosas que podían haberle sucedido a mi hija. Ashlee, que ya me había dicho lo que quería decirme, había vuelto su rostro hacia la ventanilla. Me pregunté qué sería lo que le había incitado a darme ese consejo, qué secreto tan terrible guardaba en su interior para no atreverse a revelarlo.

Estábamos medio dormidos cuando el sol empezó a calentar el mundo. Poco después, Hitch golpeó el cristal de la ventanilla y ambos nos despertamos sobresaltados. Ashlee alcanzó el arma, pero le cogí de la muñeca mientras bajaba la ventanilla.

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