—Señora Helving —dije—, ¿se sorprendería si le dijera que, al parecer, su hijo y sus amigos están haciendo un haj?
Parpadeó.
—La verdad es que me ofendería. Utilizar esa palabra de esa forma supone un insulto para la fe musulmana. Y también para un gran número de jóvenes sinceros.
—¿Jóvenes sinceros como Jeff?
—Espero que Jeff lo sea, pero no aceptaré una explicación superficial sobre lo que le ha sucedido. Debo decirle que no confío en los padres ausentes que sólo se preocupan por sus hijos en los momentos de crisis. De todas formas, así es la sociedad en la que vivimos, ¿verdad? Hay gente que considera que la paternidad es un tema genético, no un vínculo sagrado.
—¿Usted considera que Kuin ayudará a mejorar las cosas? —preguntó Hitch.
Lo miró desafiante.
—Creo que es muy difícil que pueda empeorarlas.
—¿Sabe qué es un haj, señora Helvig?
—Ya se lo he dicho. No me gusta esa palabra…
—Pero hay muchas personas que la utilizan… incluso un montón de jóvenes idealistas. He conocido a unos cuantos. Usted tiene razón: estamos viviendo tiempos difíciles, sobre todo para los jóvenes. He visto muchachos que sólo deseaban hacer un haj y han acabado despedazados al borde de la carretera. He visto niños, señora Helvig, violados y asesinados. Son jóvenes y puede que sean idealistas, pero también son demasiado ingenuos para ser conscientes de los peligros que les aguardan en el exterior de Miniápolis.
Eleanor Helvig palideció (creo que también yo lo hice).
—¿Quién es usted? —le preguntó a Hitch.
—Un amigo de Kaitlin. ¿Usted conocía a Kait, señora Helvig?
—Vino por casa en un par de ocasiones, creo.
—Estoy seguro de que su hijo Jeff es un joven fuerte, ¿pero qué me dice de Kaitlin? ¿Cómo cree que se las apañará allí fuera, señora Helvig?
—No lo…
—Allí fuera en la carretera, con todos esos soldados y hombres sin hogar. Si esos muchachos hubieran decidido hacer un haj, viajarían más seguros en coche. Incluso Jeff.
—Jeff puede cuidar de sí mismo —susurró Eleanor Helvig.
—¿A usted no le gustaría que hiciera autostop, verdad?
—Por supuesto que no…
—¿Dónde está el coche de su marido, señora Helvig?
—Se lo ha llevado al trabajo. Aún no ha regresado pero…
—¿Y el coche de Jeff?
—En el garaje.
—¿Y el de usted?
Vaciló el tiempo suficiente para que las sospechas de Hitch se confirmaran.
—Está en el taller.
—¿En cuál, exactamente?
No respondió.
—No es necesario que discutamos este tema con la policía —comentó Hitch.
—El viaje es más seguro en coche. Usted mismo lo ha dicho.
Ahora hablaba con un hilo de voz.
—Estoy segura de que tiene razón.
—Jeff no me habló del… peregrinaje, pero supongo que tendría que haberlo sospechado cuando me pidió el coche. Su padre dijo que no debíamos contárselo a la policía, porque sólo hubiéramos conseguido convertir a Jeff en un criminal. O a nosotros mismos, por ser sus cómplices. De todas formas, regresará. Sé que lo hará.
—Usted puede ayudarnos… —empezó a decir Hitch.
—¿Se han dado cuenta de lo mal que están las cosas? ¿Cómo podemos culpar a los jóvenes?
—Sólo tiene que damos su número de licencia y la firma del GPS del vehículo. La policía no sabrá nada.
Alcanzó su bolso con la mirada ausente, pero antes de abrirlo vaciló.
—Si los encuentran, ¿serán amables con Jeff?
Se lo prometimos.
Hitch habló con Morris Torrance, que localizó el paquete del GPS en un campo de reciclaje de El Paso; sin embargo, el resto del vehículo había desaparecido. Lo más probable era que lo hubieran vendido o intercambiado para cruzar a salvo la frontera.
—Están dirigiéndose a Portillo —dijo Hitch—. Estoy seguro.
—Pues vayamos allá —le dije.
Asintió.
—Morris está buscando un avión. Tenemos que partir lo antes posible.
Reflexioné sobre aquellas palabras.
—No se trata sólo de un rumor, ¿verdad? Me refiero a Portillo. El Cronolito.
—No —respondió con franqueza—. No es ningún rumor. Es necesario que nos pongamos en marcha inmediatamente.
A la entrada de Portillo, los soldados nos obligaron a dar la vuelta, diciendo que la ciudad era una desgracia, que había cientos de americanos viviendo en la calle como perros y que la zona era inhabitable. Como para confirmar sus palabras, mientras esperábamos dieron paso a un convoy de camiones de la Cruz Roja.
Hitch no discutió con los soldados, sino que siguió avanzando por aquella agrietada y agujereada autopista. Me explicó que, a un par de kilómetros, había un sendero que conducía a Portillo y que, aunque no era más que un camino de cabras, podríamos recorrerlo sin dificultad en la maltrecha furgoneta que habíamos alquilado en el aeropuerto.
—Además, las carreteras secundarias son más seguras —añadió—. Siempre y cuando no nos detengamos.
Hitch siempre había preferido las carreteras secundarias.
—¿Por qué aquí? —preguntó Ashlee, observando por la ventanilla el vacío paisaje del desierto de Sonoran, donde sólo había cabuyas, matojos amarillos y algún rancho abandonado.
A pesar de los logros alcanzados por la administración de Gonsálvez, la recesión de Kuin había provocado que el pueblo mexicano diera de nuevo el poder al venerable y corrupto Partido Revolucionario Institucional. La pobreza rural había alcanzado niveles pre-milenarios y Ciudad de México se había convertido en la urbe con mayor densidad de población, la más contaminada y la más delictiva del continente. Portillo, sin embargo, era una ciudad menor sin ninguna trascendencia estratégica o militar conocida… una ciudad polvorienta, privada de prosperidad y agonizante.
—La mayoría de los Cronolitos aterrizan lejos de los centros urbanos —expliqué a Ashlee—. Los puntos de llegada parecen haber sido elegidos al azar, excepto los de ciertos monumentos, como el de Bangkok o jerusalén. Quizá resulta más sencillo construir un Cronolito al aire libre, donde hay espacio suficiente… o quizá, los monumentos más pequeños fueron erigidos antes de que las ciudades cayeran en manos de Kuin.
Nos habíamos preparado bien para aquel viaje: llevábamos una nevera portátil llena de agua embotellada y un par de cajas de provisiones. Sue Chopra se había quedado en Baltimore, cotejando los datos que recibía de su red no oficial de informadores y de los satélites de vigilancia de última generación. Las autoridades habían decidido no hacer pública la noticia de Portillo, considerando que sólo conseguirían atraer a una cantidad mayor de peregrinos. Sin embargo, a pesar del velo oficial de silencio, los rumores que circulaban por Internet ya se habían encargado de congregar en este lugar a miles de personas.
Aunque teníamos comida y bebida para más de cinco días, según los cálculos de Sue faltaban menos de cincuenta horas para el aterrizaje.
El “camino de cabras” resultó ser un surco que discurría por un pedregoso chaparral y que estaba coronado por el infinito cielo turquesa. Nos encontrábamos a unos veinte kilómetros de la ciudad cuando vimos el primer cadáver.
Aunque era obvio que ya no podíamos hacer nada por aquel muchacho, Ashlee insistió en que paráramos. Dijo que sólo quería asegurarse… porque el cuerpo era de un tamaño similar al de Adam.
Aquel joven vestido con una sucia camisa blanca de cáñamo y unos pantalones amarillos de Kevlar llevaba muerto bastante tiempo. Le habían robado los zapatos, el reloj y la terminal… y probablemente la cartera, aunque ninguno de nosotros quiso comprobarlo. Alguien le había fracturado el cráneo con un objeto contundente. Al empezar a descomponerse, el cadáver había atraído a una serie de depredadores, aunque en estos momentos sólo se veía un ejército de hormigas que desfilaba con pereza por su reseco brazo derecho.
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