Robert Wilson - Los cronolitos

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Scott Warden es un hombre perseguido por el pasado… y pronto también por el futuro. En la Tailandia de comienzos del siglo XXI es un vago en una comunidad costera de expatriados, cuando es testigo de un acontecimiento imposible: la aparición en el boscoso interior de un pilar de piedra de casi setenta metros. Su llegada colapsa los árboles en un cuarto de kilómetro alrededor de su base. Parece estar compuesto de una exótica forma de materia y la inscripción tallada muestra la conmemoración de una victoria militar… que tendrá lugar dentro de dieciséis años.
Poco después, un pilar aún mayor aparece en el centro de Bangkok. A lo largo de los siguientes años, la sociedad humana queda transformada por estos misteriosos visitantes, al parecer llegados desde el futuro reciente. ¿Quién es el guerrero “Kuin”, cuyas victorias celebran? Scott sólo quiere reconstruir su vida, pero un extraño bucle le arrastra sin cesar hacia el misterio central… y una fascinante batalla con el futuro.
Tensa, emotiva, rigurosa y emocionante, “Los Cronolitos” es una obra maestra de uno de los mejores autores de ciencia ficción de la actualidad.

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—Scotty me ha hablado de la asociación a la que pertenece, señor Delahunt —dijo Hitch, tomando la iniciativa—. Necesitamos una lista de los miembros adultos.

—Ya se la he dado a la policía.

—Sí, pero nosotros también la necesitamos.

—No tienen ningún derecho a pedirme eso.

—No —dijo Hitch—, ni tampoco usted está obligado a dárnosla, pero eso nos ayudaría a encontrar a Kaitlin.

—Lo dudo —Whit me miró—. Tendría que haberle hablado a la policía de ti, Scott. Ojalá lo hubiera hecho.

—No te preocupes —respondí—. Yo mismo lo hice.

—Pues tendrás que volver a hacerlo si insistes en…

—¿En qué? —interrumpió Hitch—. ¿En intentar salvar a su hija de este lío en el que se ha metido?

Parecía que Whit quería romperle la cara.

—¡Ni siquiera le conozco! ¿Qué tiene que ver usted con Kaitlin?

Hitch esbozó una débil sonrisa.

—Kaitlin tenía una cicatriz debajo de la rodilla izquierda, de cuando se cayó sobre una botella rota en Haat Thai. ¿Todavía tiene esa cicatriz, señor Delahunt?

Whit abrió la boca para contestar, pero alguien le interrumpió.

—Sí.

Era la voz de Janice. Procedía de las escaleras. Nos había estado escuchando. A pesar de su tristeza, acabó de bajarlas con suntuosidad.

—Todavía la tiene, pero apenas se le ve. Hola, Hitch.

En esta ocasión, la sonrisa de Hitch fue genuina.

—Janice —dijo.

—¿Estás ayudando a Scott a buscar a Kaitlin?

—Sí.

—Me alegro. Whit, ¿vas a darles la información que necesitan?

—Eso es absurdo. ¿Cómo se atreven a venir a casa con exigencias?

—A mí no me ha parecido una exigencia, sino una petición. Puede ayudarles a encontrar a Kait… y eso es lo único que importa, ¿verdad?

Whit reprimió una protesta. En la voz de Janice había ferocidad, una vieja y fuerte ira contenida. Puede que Hitchy Ashlee no lo advirtieran, pero yo sí. Y también Whit.

Aunque nos costó convencerlo, al final nos dio una lista manuscrita v bastante legible de nombres, direcciones y números de terminal.

—Pero no quiero que salga mi nombre —murmuró.

Hitch le dio a Janice un fuerte abrazo y Janice se lo devolvió. Nunca le había importado demasiado Hitch Paley (probablemente, con razón), pero el hecho de que estuviera aquí buscando a Kaitlin lo había redimido. Cuando nos íbamos, me cogió de la mano.

__Gracias, Scott. Te lo digo de todo corazón. Lamento lo que te dije hace unos días.

—No te preocupes.

—La policía sigue diciendo que Kaitlin se encuentra en la ciudad, pero no es cierto, ¿verdad?

—Probablemente no.

—¡Dios mío, Scott! Todo esto es tan… —fue incapaz de encontrar una palabra para definirlo. Llevándose la mano a la boca, añadió—: Ten cuidado. Es decir, encuéntrala, pero… ten mucho cuidado.

Le prometí que lo haría.

—¿Janice sabe que está casada con un gilipollas? —preguntó Hitch en cuanto abandonamos la casa.

—Creo que empieza a sospecharlo —respondí.

Fuimos a casa de Ashlee a cenar y a planear una estrategia.

Le ayudé en la cocina mientras Hitch utilizaba su terminal de bolsillo para efectuar algunas llamadas. Ashlee, que estaba cortando pollo en cuadraditos con un cuchillo de acero barato para preparar lo que ella llamaba “pilaf de pobres”, me preguntó cuánto tiempo había estado casado con Janice.

—Unos cinco años —respondí—. Ambos éramos muy jóvenes.

—Así que os divorciasteis hace mucho tiempo.

—En ocasiones no parece tanto.

—Me ha dado la impresión de que es una mujer muy entera.

—Pero no siempre es flexible. Todo esto ha sido muy duro para ella.

—Tiene mucha suerte de poder vivir como vive. Tendría que darse cuenta de eso.

—En estos momentos no creo que se sienta muy afortunada.

—No quería decir…

—Te he entendido, Ashlec.

—Ya he vuelto a meter la pata hasta el fondo —se apartó el cabello de los ojos.

—¿Puedo cortar esas zanahorias?

Ashlee sazonó el pilaf y nos reunimos con Hitch mientras se horneaba.

Hitch se había sentado en el sofá y había apoyado sus enormes pies sobre la mesa de café.

—Esto es lo que tenemos —anunció—. Es la información que nos han dado Whitman y otras fuentes distintas, como Ramone Dudley. En la asociación esa de Whit hay veintiocho miembros que pagan sus cuotas de forma regular; diez de ellos son altos directivos de la empresa en la que trabaja, así que puede que sea cierto que se unió por motivos profesionales… Los veintiocho son mayores de edad; dieciocho de ellos son solteros o no tienen hijos y los otros diez tienen retoños de diversas edades, aunque sólo nueve decidieron introducirlos en el Grupo Juvenil. Incluyendo a dos hermanos, había diez muchachos, más seis extraños como Adam que se afiliaron de forma independiente. Al parecer, ocho de los miembros más involucrados, entre los que se incluyen Adam y Kait, habían formado una especie de subgrupo. Éstos son los muchachos que han desaparecido.

—De acuerdo —dije.

—Así que vamos a asumir que han abandonado la ciudad. Al viajar juntos, habrían llamado demasiado la atención si lo hubiesen hecho en autobús o en avión. Teniendo en cuenta el número de adultos trastornados que hay en la carretera, dudo que el contingente del extrarradio accediera a hacer autostop, así que su única opción era el transporte privado. Lo más probable es que se trate de un vehículo bastante grande, porque aunque es posible meter a ocho personas en un Landau, atraerían demasiadas miradas y todos irían refunfuñando.

—Pero todo esto no son más que conjeturas —señalé. —Es cierto, pero si han ido conduciendo, ¿en qué están montados? —Supongo que algunos de esos chavales tienen coche propio — comentó Ashlee.

—Exacto. Ramone Dudley estuvo investigando. Cuatro de ellos tienen vehículos registrados a su nombre, pero todos se encuentran en la ciudad y ninguno de los padres ha denunciado ningún robo. De hecho, casi todos los coches que fueron robados en el momento que desaparecieron los muchachos cayeron en manos de profesionales o de gamberros que, después de dar una vuelta, los destrozaron o los quema ron. Por mucho que consigas abrir los cierres personalizados, robar un coche ya no es tan sencillo como antes: todos los que han sido fabricados o importados durante los últimos diez años transmiten, de forma rutinaria, el número de serie y sus coordenadas GPS. Por lo común, la gente sólo lo utiliza para localizar su vehículo en un aparcamiento, pero la verdad es que este mecanismo ha complicado en gran medida el robo de coches. Un ladrón moderno es un técnico con un montón de conocimientos de craqueo, no un chaval que acaba de salir del instituto.

—Así que no utilizaron sus vehículos ni tampoco robaron ninguno — dijo Ashlee—. Genial. Eso significa que siguen en la ciudad.

—Eso es lo que cree Ramone Dudley, pero no tiene ningún sentido. Resulta bastante obvio que esos chicos están haciendo un haj, así que le pedí a Dudley que volviera a comprobar los cuatros coches que poseen.

Y lo hizo.

—Ah… ¿Y descubrió algo?

—No, todo sigue igual. Tres de esos vehículos están en el mismo sitio en el que fueron aparcados la semana pasada, mientras que el cuarto se ha movido, pero sólo para realizar pequeños trayectos hasta la tienda de alimentación local. El cuentakilómetros indica que sólo se han realizado treinta kilómetros desde que desaparecieron los chavales. Al parecer, el chico le dejó un juego de llaves a su madre.

—De modo que seguimos sin tener nada.

—No, tenemos una madre que conduce el coche de su hijo para ir al supermercado. Según la lista de Whit, se trata de Eleanor Helvig. Ella y su marido Jeffrey son miembros de buena posición de ese club Copperhead. Él es el vicepresidente de Clarion Pharmaceuticals, así que se encuentra un par de escalones por encima de Whit. En la actualidad, Jeff está ganando bastante dinero y hay tres vehículos registrados a nombre de su familia: el de él, el de su mujer y el de su hijo.

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