Robert Wilson - Los cronolitos

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Scott Warden es un hombre perseguido por el pasado… y pronto también por el futuro. En la Tailandia de comienzos del siglo XXI es un vago en una comunidad costera de expatriados, cuando es testigo de un acontecimiento imposible: la aparición en el boscoso interior de un pilar de piedra de casi setenta metros. Su llegada colapsa los árboles en un cuarto de kilómetro alrededor de su base. Parece estar compuesto de una exótica forma de materia y la inscripción tallada muestra la conmemoración de una victoria militar… que tendrá lugar dentro de dieciséis años.
Poco después, un pilar aún mayor aparece en el centro de Bangkok. A lo largo de los siguientes años, la sociedad humana queda transformada por estos misteriosos visitantes, al parecer llegados desde el futuro reciente. ¿Quién es el guerrero “Kuin”, cuyas victorias celebran? Scott sólo quiere reconstruir su vida, pero un extraño bucle le arrastra sin cesar hacia el misterio central… y una fascinante batalla con el futuro.
Tensa, emotiva, rigurosa y emocionante, “Los Cronolitos” es una obra maestra de uno de los mejores autores de ciencia ficción de la actualidad.

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—Una vigilancia impresionante —comentó Hitch—. Os podría haber matado a los dos.

—¿Los has encontrado?

—Kaitlin está aquí. Y también Adam. ¿Podríais darme algo de comer? Tenemos un montón de trabajo por delante.

Dieciséis

Entramos lentamente en la ciudad de Porrillo, avanzando entre el tránsito peatonal por el único carril que quedaba abierto debido a la enorme cantidad de vehículos aparcados o abandonados. A la luz de la mañana, la carretera principal estaba tan atestada de gente como un desfile de carnaval… y eso era lo que parecía, aunque la multitud estaba agotada después de haber pasado la noche en vela. Los peregrinos caminaban a ciegas y sin rumbo fijo, o dormían en petates bajo toldos andrajosos que eran más seguros bajo la luz del día que en la oscuridad. Los vendedores de agua se movían entre la multitud cargados de botellas de plástico de tres litros. Las banderas y los símbolos kuinistas colgaban de las ventanas superiores de los edificios, las ínstalaciones sanitarias locales estaban llenas a rebosar y el hedor de las letrinas era penetrante y horrible. Aunque la mayoría de estas personas habían llegado durante los últimos tres días, Hitch nos comentó que en las tiendas de primeros auxilios ya estaban tratando casos de disentería.

Adam y su pandilla habían acampado al oeste del grupo principal. Durante la noche, Hitch había mantenido una breve conversación con Adam, pero no con Kait, aunque el muchacho le había confirmado su presencia. Había accedido a hablar con Ashlee, pero se había negado a permitir que yo me reuniera con mi hija. Al saber que Adam estaba al mando y hablaba en nombre de los demás, Ashlee no pudo hacer más que inclinar la cabeza y murmurar para sus adentros.

También habían llegado diversos periodistas, conduciendo camiones de grabación blindados con las ventanas polarizadas. Al verlos, tuve sentimientos encontrados: según la teoría que sostenía Sue sobre los Cronolitos y su metacausalidad, la prensa funcionaba como un potente amplificador del bucle de retroalimentación. La imagen de estos objetos, difundida a nivel mundial, creaba en la imaginación colectiva el concepto de invulnerabilidad de Kuin.

¿Pero acaso había otra alternativa? ¿La represión? ¿La negación? La genialidad de los monumentos de Kuin radicaba en que eran tan grotescamente evidentes que era imposible ignorarlos.

—Cuando lleguemos allí, tendréis que dejar que hable a solas con él — anunció Hitch—. Ya veremos qué sucede después.

—No es un gran plan —comenté.

—Pero es el único que tenemos.

Aparcamos lo más cerca posible del grupo de tiendas de campaña en las que estaban acampados Adam y sus amigos, además de decenas de personas. En ésta árida zona, las tiendas de nylon azul, rojo o amarillo resultaban ridiculamente llamativas, pues proliferaban como setas sobre la polvorienta tierra del aparcamiento de un solar en construcción. Ashlee empezó a estirar el cuello con ansiedad, buscando a Adam. No había ni rastro de Kaitlin.

—Quedaos aquí —dijo Hitch—. Negociaré con él para que nos deje pasar.

—¿Negociar? —preguntó Ash, algo indignada.

Hitch le dedicó una mirada severa mientras cerraba la puerta.

Se dirigió hacia una tienda octogonal de tela de plata fotosensible y dijo algo que no pudimos oír. Momentos después, vimos que se descorría la cremallera y Adam salió al exterior. Supe que era él porque Ashlee cogió aire con fuerza.

Llevaba unos pantalones militares polvorientos y cargaba a la espalda un macuto negro. Era alto y delgado (casi tan alto como Hitch) y tenía un aspecto saludable. No se dignó mirar hacia la furgoneta, sino que esperó pacientemente a que Hitch terminara su discurso. Desde esa distancia no podía ver su rostro con claridad, pero era evidente que estaba tranquilo, que no tenía miedo.

Ashlee acercó la mano a la puerta, pero le impedí abrirla.

—Espera un minuto.

Hitch habló. Adam habló. Entonces, Hitch sacó un fajo de billetes de su bolsillo trasero y los dejó en la palma do la mano del muchacho.

—¿Qué es esto? ¿Un soborno? —exclamó Ashlee—. ¿Está sobornando a Adam?

Le dije que eso era lo que parecía.

—¿Por qué? ¿Para que hable conmigo? ¿Para que puedas ver a Kaitlin?

—No lo sé, Ash.

—¡Dios mío! Esto es tan… —no encontró la palabra adecuada para describir aquel ultraje.

—Vivimos tiempos extraños. Y suceden cosas extrañas.

Sintiéndose humillada, se dejó caer con fuerza sobre el asiento y guardó silencio hasta que Hitch nos indicó que saliéramos de la furgoneta. Conecté los protocolos de seguridad del vehículo, aunque era consciente de que no serviría para nada. En el exterior, el aire era seco y el hedor sobrecogedor. Unos metros más adelante, un joven con pantalones que antaño habían sido blancos tiraba tierra en la zanja de una letrina.

A pesar de lo mucho que había esperado este momento, Ashlee se acercó a Adam con indecisión. No lo sé con certeza, pero supongo que el hecho de que su hijo se hubiera resistido a verla le había hecho darse cuenta de lo inútil que sería aquel encuentro. Le puso una mano en el hombro y le miró a los ojos. Adam le devolvió la mirada con impasibilidad. Era joven, pero ya no era un niño. No hizo nada más que esperar a que su madre hablara… pues supongo que Hitch le había pagado para que lo hiciera.

Ambos se alejaron unos metros por el sendero que había entre las tiendas de campaña.

—Es una causa perdida —dijo Hitch—. Pero Ashlee aún no lo sabe.

—¿Qué hay de Kaitlin? Me señaló una pequeña tienda de color amarillo sol.

Me di cuenta de que estaba pensando en el Cronolito que aterrizó en El Cairo hacía tres años. Sue Chopra había conseguido imágenes de todas las fases del acontecimiento, tomadas desde una docena de ángulos diferentes: la calma que hubo antes de la manifestación, la oleada de frío y los vientos térmicos, la columna de hielo y polvo que se alzaba, humeante, hacia el cielo azul y, por fin, el deslumbrante Cronolito incrustado en el suelo de las afueras del Cairo, como una espada clavada en una roca.

(Me pregunté quién lograría extraer esta espada de la piedra. Quizá, los puros de corazón. Los padres ausentes y los maridos fracasados no tenían ni que intentarlo.)

Supongo que lo que más me impresionó de la llegada de El Cairo fue su incongruencia: el hielo que lo cubría a pesar de las trémulas oleadas de calor del desierto; las diferentes y abruptas capas de historia inconexa, en la que modernas torres de oficina se alzaban sobre los escombros de una autarquía milenaria y quedaban desplazadas por el más nuevo de los monumentos… un Kuin tan voluminoso y distante como un faraón sobre su frígido trono.

No sé por qué recordé aquella imagen con tanta claridad. Quizá, porque esta árida ciudad del desierto de Sonoran estaba a punto de recibir su propio trono de hielo; o quizá, porque ya sentía un suave frescor en el aire, un escalofrío de premonición, el amargo olor del futuro.

—¿Kaitlin?

Un viento perezoso levantó la lona de la puerta de su tienda de campaña. Me acuclillé y metí la cabeza en el interior.

Kait estaba sola, intentando liberarse de un nido de mantas sucias. Parpadeó bajo la amarillenta luz del sol que entraba a través del nylon. Tenía el rostro delgado y los ojos ensombrecidos por la fatiga.

Parecía mayor de lo que recordaba, y me dije a mí mismo que se debía a todo lo que había tenido que soportar durante este haj, al hambre y la ansiedad. Sin embargo, el verdadero motivo era que se había alejado de mí, que se había ido distanciando de la imagen mental que había formado en mi mente mucho antes de que abandonara Miniápolis.

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