—Pensé que te interesaría. Tú estuviste en Jerusalén cuando sucedió. Es una especie de coincidencia.
—Ese tipo de coincidencias no me gustan.
Le hablé de la teoría de Sue sobre las turbulencias tau, explicándole que había estado dentro de ellas en demasiadas ocasiones y que eso había afectado a mi vida (si es que “afectar” era el verbo apropiado para definir una conexión no causal) de una forma que no me gustaba nada.
Ashlee parecía consternada. Pronunció en voz baja aquellas palabras: turbulencia tau.
—¿Puede? contagiarte de eso? —preguntó.
—Lo dudo. No es una enfermedad, Ash. No es contagioso, pero no me gusta recordarlo.
Envolvió el colgante en el pañuelo y volvió a guardarlo dentro del bolso.
Cuando regresamos a nuestra habitación me puse a leer un libro. Ashlee conectó el panel de vídeo (aunque ni siquiera lo miró) y al cabo de un rato, vino a la cama y me besó… no por primera vez, pero con más fuerza de lo que había hecho hasta entonces.
Me gustó tenerla entre mis brazos, poder envolverme alrededor de su pequeño y flexible cuerpo.
Más tarde, descorrí las cortinas y ambos permanecimos tumbados en la oscuridad, observando los coches que pasaban por la autopista. Los faros delanteros parecían las antorchas de un desfile; los traseros, ascuas candentes. Ashlee me preguntó qué tal había ido la visita al hospital.
—Kait está mejor —respondí— Janice vendrá mañana para llevársela a casa.
—¿Te ha hablado del haj?
—Muy poco.
—Ha tenido que soportar demasiadas cosas.
—Y algunas le quedarán marcadas para siempre —añadí.
—No lo dudo.
—Lo que estoy intentando decir es que también he hablado con el doctor. Kaitlin tenía una infección secundaria en el útero… algo que contrajo en Portillo. Aunque está curada, le han quedado secuelas. Kait no podrá tener hijos, al menos de forma natural. Se ha quedado estéril.
Ashlee se alejó de mí y contempló la oscuridad y la autopista. Palpó la mesilla de noche en busca de un cigarrillo.
—Lo siento. —Su voz era grave.
—Está viva. Eso es lo único que importa.
(La verdad es que Kait había guardado silencio mientras el doctor me daba la mala noticia. Me había observado atentamente desde su cama sin pestañear. Supongo que buscaba señales en mi rostro que le indicaran cómo iba a reaccionar, intentando saber si la privaría de mi compasión y la dejaría desamparada bajo las blancas sábanas del hospital.)
—Sé cómo se siente —dijo Ashlee.
—Estás temblando.
—Sé cómo se siente, Scott, porque a mí me dijeron lo mismo después de que naciera Adam. Hubo ciertas complicaciones… no puedo tener más hijos.
Pasaron más coches por la autopista, proyectando ondulantes barras de luz sobre el techo texturizado de la habitación. Nos sentamos en la penumbra, mirándonos el uno al otro como niños perdidos. Entonces, nos volvimos a abrazar.
Por la mañana estuvimos haciendo las maletas para regresar a Miniápolis. Cuando entré en el baño para afeitarme, Ashlee abandonó la habitación unos instantes.
No creo que sepa que la vi salir por la puerta.
La estuve observando por la ventana mientras cruzaba el aparcamiento, sorteaba el parachoques posterior de una furgoneta de reparto de flores, sacaba un pañuelo doblado de su bolso y besaba un arrugado paquete que tiró en un contenedor de basuras.
Un poco más tarde, aquel mismo día, le devolví el favor: llamé a Sue Chopra y le dije que no volvería a trabajar para ella.
Tercera parte
TURBULENCIA
En cierta ocasión, Sue Chopra me dijo que el tiempo tenía una saeta que señalaba en una dirección. Cuando combinas el fuego y la leña, obtienes cenizas; sin embargo, cuando combinas el fuego y las cenizas, no obtienes leña.
La moralidad también tiene una saeta. Por ejemplo, si proyectas en sentido inverso un largometraje sobre la Segunda Guerra Mundial, estás invirtiendo también su lógica moral: los Aliados firman un tratado de paz con Japón y, acto seguido, bombardean Hiroshima y Kagasaki. Los Nazis extraen las balas de las cabezas de los demacrados judíos y los cuidan hasta que recuperan la salud.
Sue me explicó que el problema que presentaban las turbulencias tau era que mezclaban estas paradojas con la experiencia real.
Ante la proximidad de un Cronolito, un santo podía convertirse en un hombre peligroso. Probablemente, resultaba más útil tener cerca a un pecador.
Siete años después de la llegada de Portillo, cuando el ejército monopolizaba las industrias de comunicación e informática, un procesador de segunda mano de una calidad decente podía costar hasta doscientos veinte euros en el mercado, y una placa base de tecnología de capas de Marquis Instruments fabricada en el año 2025 (que tenía mejor rendimiento que sus equivalentes modernos, tanto en velocidad como en fiabilidad) tema más valor que un lingote de oro. Y yo tenía cinco en el maletero de mi coche.
Conduje mi vehículo, con las placas base y mi colección de conectores, pantallas, discos, codems y accesorios exteriores hasta el mercado del Paseo Nicollet. Era una brillante y agradable mañana de verano, e incluso las ventanas vacías de la Torre Halprin (que no se había acabado de construir porque quebró su avalista financiero el pasado enero) parecían alegres entre aquel aire relativamente puro.
Un hombre sin hogar había desenrollado su manta junto a la fuente, justo en el lugar en el que yo solía montar mi puesto. Cuando le pedí quise cambiara de sitio no puso ninguna objeción: sabía que los puestos de mercado se protegían con gran celo y que la antigüedad de los vendedores se respetaba a rajatabla. Muchos de mis colegas estaban en el Nicollet desde que comenzó la recesión económica, desde la época en la que la venia ambulante estaba prohibida y la policía local hacía cumplir la ley a punta de pistola. La adversidad había cultivado una gran solidaridad entre ellos y ahora, a pesar de que las discusiones eran frecuentes, los vendedores tenían la norma de respetar y proteger el espacio de sus compañeros. Los más veteranos disfrutaban de los mejores puestos, mientras que los recién llegados tenían que quedarse con las migajas… y normalmente, debían esperar meses o años a que quedara un lugar vacante.
Yo me encontraba en algún punto entre los veteranos y los recién llegados. Aunque el puesto de la fuente estaba lejos de los pasillos principales, era bastante espacioso y podía aparcar el coche y descargar la mesa plegable y la mercancía sin tener que usar una carretilla… siempre y cuando llegara temprano y tuviera listo el puesto antes de que empezara a congregarse la muchedumbre.
Esta mañana había llegado un poco tarde. El vendedor de al lado, u hombre llamado Duplessy que vendía y confeccionaba ropa usada, ya tenía preparado el tenderete. Se acercó a mí mientras descargaba el coche y echó un vistazo a la nueva mercancía.
—¡Jo! ¡Placas base de tecnología de capas! —exclamó—. ¿Son auténticas?
—Sí.
—Parecen buenas. ¿Te has asociado con un proveedor?
—No, ha sido cuestión de suerte —de hecho, le había comprado las placas a un liquidador amateur de mobiliario de oficina e instalaciones eléctricas que no tenía ni idea de su valor de reventa. Por desgracia, era uno de esos negocios que sólo se consiguen una vez en la vida.
—¿Te apetece intercambiar algo por una de ellos? Puedo hacerte un elegante traje de etiqueta.
—¿Para qué voy a querer un traje de etiqueta, Dupe? Se encogió de hombros.
—Sólo preguntaba. Espero que hoy vengan clientes, a pesar de la manifestación.
Fruncí el ceño.
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