No era especialmente guapo (los incendios de Lowertown del año 2028 le habían dejado una gran cicatriz en el rostro), no era rico ni estaba bien relacionado. Sin embargo, trabajaba (o lo había hecho hasta que le llamaron a filas) como conductor de vehículos de carga en el aeropuerto; además, era un joven brillante y adaptable… y esas cualidades eran vitales en estos oscuros días de un siglo oscuro.
Su boda había sido íntima. La había financiado Whit y se había celebrado en una iglesia de su parroquia en la que, probablemente, la mitad de los diáconos pertenecían a los círculos Copperhead. Kait llevó el viejo vestido de novia de Janice, hecho que despertó en mi mente unos inoportunos recuerdos. Sin embargo, fue un gran acontecimiento para los estándares modernos y tanto Janice como Ashlee soltaron alguna lagrimita durante la ceremonia.
Kaitlin subió hasta el quinto piso, donde se encontraba nuestro apartamento, mientras David y yo conectábamos las alarmas del coche y los protocolos de seguridad. Le pregunté qué tal se había tomado Kaitlin su inminente marcha.
—En ocasiones llora. No le gusta. Sin embargo, creo que estará bien.
—¿Y cómo lo llevas tú?
Se apartó el cabello de los ojos, dejando a la vista durante unos instantes el tejido cicatrizado que estropeaba su frente. Se encogió de hombros.
—De momento, bien —respondió.
Me ofrecí a asar los filetes, pero Ashlee no me dejó. Como no habíamos probado la carne durante la mayor parte del año, no estaba dispuesta a dejarla en mis manos. Me sugirió que cortara las cebollas, o mejor aún, que hiciera compañía a Kait y David y me mantuviera bien lejos de la cocina.
Puede que los filetes fueran mala idea: eran comida de celebración, pero esta noche no había nada que celebrar. Kaity David intercambiaban tristes miradas y era evidente que estaban haciendo grandes esfuerzos por ocultar su ansiedad, aunque no lo estaban consiguiendo. Cuando Ash apareció con la cena, los tres estábamos jugando a un juego de negación recíproca.
Ashlee y yo habíamos alquilado este apartamento poco después de casarnos, en el mes de julio de hacía seis años. El alquiler estaba controlado por el Acta de Stoppard, pero el mantenimiento del edificio era tan eventual que rozaba la negligencia. Las cañerías de agua del vecino de arriba habían estado goteando sobre los armarios de nuestra cocina hasta que Ash y yo decidimos subir con PVC y las herramientas de fontanería necesarias para solucionar el problema con nuestras manos. Las ventanas de nuestra sala de estar daban al suroeste, a las casas bajas del extrarradio (tejados de tablilla, células solares, copas de árbol), y esta noche la luna llena brillaba en el horizonte. Era una luna tan reluciente que casi se podía leer con su luz.
—Resulta difícil creer que antes vivía gente allí arriba —dijo Kait, extasiada por la Luna.
Había muchas cosas del pasado que resultaban difíciles de creer en la actualidad. Hacía tan sólo un año que había visto, desde esta misma ventana, cómo ardía la abandonada fábrica orbital Corning-Gentell al entrar en la atmósfera, vertiendo tanto metal fundido que parecían los fuegos artificiales del Cuatro de Julio. Durante la pasada década habían vivido setenta y cinco seres humanos en la órbita terrestre o más allá. En la actualidad, no había ninguno.
Cuando me levanté para abrir las cortinas un poco más, descubrí que había un viejo utilitario aparcado delante de la puerta enrejada de la Tienda de Saldos Mukerjee Dollar. También alcancé a ver un rostro barbudo en la ventanilla del automóvil, iluminado por el destello de las farolas de sulfuro.
Desde esta distancia me resultaba imposible afirmar que se trataba del mismo tipo que había estado rondando por mi puesto de la Avenida Nicollet durante toda la mañana, pero estaba bastante seguro de que era él.
Preferí no decir nada a mi familia, de modo que me senté de nuevo a la mesa y me obligué a sonreír {esta noche, todas nuestras sonrisas eran forzadas). Durante la sobremesa, David estuvo comentando que, a no ser que tuviera la suerte de ocupar un cargo administrativo o técnico en las Unifuerzas, lo más probable era que lo enviaran a China como soldado de infantería… pero que no pasaba nada, porque la guerra no podía durar mucho más, añadió para tranquilizar a Kaitlin. Todos fingimos creer su absurda mentira.
A David le habrían concedido una prórroga si Kaitlin hubiese estado embarazada, pero de momento, eso era imposible. La infección que había contraído en Portillo había dañado su útero y la había dejado estéril. Aunque podrían tener hijos, tendrían que concebirlos in vitro… y ninguno de nosotros podía pagar ese procedimiento. Por lo que sabía, David nunca había hablado con mi hija sobre este tema (es decir, sobre la imposibilidad de conseguir una prórroga por paternidad). En la actualidad, eran muchos los jóvenes que se casaban sólo para librarse del ejército, pero estoy seguro de que ése no era el motivo por el que Kait y David habían decidido unir sus vidas. Ambos se amaban con locura.
Ashlee sirvió el café y habló animadamente mientras yo intentaba no pensar en el hombre que había en la calle. Advertí que Kaitlin estaba mirando en silencio a David y me sentí muy orgulloso de ella. A pesar de que mi hija no había tenido una vida fácil (ninguno de nosotros la había tenido desde que se inició la Era de los Cronolitos), poseía una dignidad personal inmensa que, en ocasiones, parecía resplandecer por toda su piel. Era un milagro que Janice y yo hubiéramos creado, durante el breve tiempo que estuvimos ¡untos, a una persona con un corazón tan grande. A pesar de todos nuestros defectos, habíamos engendrado la bondad.
Kait y David necesitaban pasar juntos las últimas horas, así que le pedí a Ashlee que los llevara a casa. Sorprendida por mi petición, me dedicó una mirada inquisitiva, pero accedió.
Estreché la mano de David con afecto, deseándole lo mejor, y me despedí de Kait con un largo abrazo. En cuanto los tres salieron de casa, fui a mi habitación, cogí la pistola que escondía en el estante superior del armario de la ropa blanca y quité el seguro del gatillo.
Creo que ya he mencionado que durante las primeras décadas de este siglo (que está a punto de llegar a su último cuarto mientras escribo estas palabras, pero no deseo adelantar los acontecimientos) existió un fuerte rechazo contra las armas.
Durante estos días de penuria, las pistolas de mano habían vuelto a ponerse de moda. Aunque no me gustaba tener armas en casa (porque, entre otras cosas, me sentía hipócrita), me había convencido a mí mismo de que era lo más prudente, así que me había comprado una pistola de mano de bajo calibre que reconocía mis huellas dactilares (y sólo las mías), había realizado los cursos necesarios, había rellenado todos los formularios pertinentes y había registrado el arma y mi genoma. Durante los tres años que habían transcurrido desde que la compré, sólo la había disparado en las prácticas de tiro.
Guardé la pistola en el bolsillo y bajé los cuatro tramos de escaleras que separaban mi apartamento del portal del edificio. A continuación, crucé la calle y avancé hacia el coche estacionado.
El hombre barbudo que había al volante no mostró ninguna señal de alarma; es más, sonrió (de hecho, con satisfacción) al ver que me aproximaba.
—Tendrá que explicarme qué está haciendo aquí —dije, cuando consideré que estaba lo bastante cerca como para que me oyera.
Su sonrisa se hizo más amplia.
—¿De verdad que no me conoces? ¿No tienes ni idea de quién soy?
Esa no era la reacción que había esperado. La voz me sonaba familiar, pero era incapaz de situarla.
Sacó la mano por la ventanilla del coche.
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