John Norman - Los Reyes Sacerdotes de Gor

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En otros tiempos Tarl Cabot fue el guerrero más poderoso de Gor, el extraño mundo de la Contratierra. Pero ahora sólo cuenta con un amigo: el gran pájaro de guerra llamado tarn.
Es pues un proscripto, todos van contra él: su casa, destruida; su familia, dispersa o asesinada.
Y los responsables son unos misteriosos seres que tiranizan a Gor: los reyes sacerdotes.
Sin embargo Tarl Cabot les hará frente.

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—Son cortes más profundos que lo que yo creía —dijo.

Con la punta del dedo comenzó a extender el ungüento sobre las heridas. Me escoció bastante.

—¿Duele? —repitió la pregunta.

—No —contesté.

Se rió, y me agradó oír su risa.

—Espero que sepas lo que haces —dije.

—Mi padre —explicó— pertenecía a la Casta de los Médicos.

Sonreí para mis adentros. En efecto, no me había equivocado cuando pensé que pertenecía a la Casta de los Médicos o de los Constructores.

—No sabía que tenían médicos en Treve —observé.

—En Treve tenemos todas las castas superiores.

—¿Cómo vive la gente de Treve? —pregunté a Vika.

—Criamos el verro —contestó.

Sonreí. El verro era una cabra montañesa natural de las Voltai. Era una bestia salvaje, ágil y belicosa, de pelo largo y cuernos en espiral. En la Cordillera Voltai era bastante peligroso colocarse a menos de veinte metros de un verro.

—Entonces, sois gente sencilla y doméstica —comenté.

—Sí —dijo Vika.

—Pastores de la montaña —agregué.

—Sí —confirmó Vika.

Y ambos nos echamos a reír. Sí, yo conocía la reputación de Treve. Era una ciudad que en parte vivía del saqueo, inaccesible e inexpugnable como un nido de águilas. Una ciudadela arrogante e inconquistada, un baluarte de hombres cuyo modo de vida era el bandidaje, y cuyas mujeres vivían de los despojos de cien ciudades enemigas; y de allí había venido Vika, y yo creía en su palabra.

Esa noche ella se había mostrado gentil, y yo había sido amable con ella. Esa noche habíamos sido amigos.

—El ungüento pronto será absorbido —dijo la joven—. En pocos minutos no quedarán rastros de la sustancia, ni de las heridas.

—Los médicos de Treve —comenté— tienen medicinas maravillosas.

—Es un ungüento de los Reyes Sacerdotes —me corrigió ella.

—En ese caso, ¿también los Reyes Sacerdotes pueden sufrir heridas? —pregunté.

—Las sufren sus esclavos —dijo Vika—. Pero no hablemos de los Reyes Sacerdotes.

—Vika —pregunté—, ¿es cierto que tu padre pertenecía a la Casta de los Médicos?

—Sí —replicó—. ¿Por qué lo preguntas?

—Oh, no importa.

—Dímelo —insistió la joven.

—Porque —dije al fin —pensé que quizá habías nacido esclava de placer.

Fue una tontería decirlo, y lo lamenté inmediatamente.

—Me halagas —dijo Vika, y me dio la espalda. La había ofendido.

Traté de acercarme, y sin volverse ella dijo:

—Por favor, no me toques.

Y entonces, pareció que se erguía y cuando se volvió para mirarme su rostro era el mismo de antes, desdeñoso y hostil.

—Aunque por supuesto, puedes tocarme —dijo—, pues eres mi amo.

—Perdóname —dije.

Se rió amarga y desdeñosamente.

En verdad, tenía ante mí a una mujer de Treve.

Y ella, que estaba acostumbrada a vivir en el lujo, y a aprovechar el saqueo de las caravanas y los buques de otras ciudades, se había convertido en propiedad ajena. Mi propiedad.

Sus ojos me miraron con furia. En una actitud insolente se me acercó, con movimientos lentos y elegantes, sinuosos como los de un larl hembra, y después me asombró porque se arrodilló, las manos sobre los muslos, las rodillas en la posición de la esclava de placer, la cabeza inclinada en desdeñosa sumisión.

Alzó la cabeza, y sus ojos azules me miraron audazmente.

—Aquí, amo —dijo—, está tu esclava de placer.

—Levántate —dije.

Se incorporó con movimientos gráciles, y rodeó mi cuello con sus brazos y acercó sus labios a los míos. —Antes me besaste —dijo—. Ahora yo te besaré.

Sus labios magníficos rozaron los míos.

—Aquí —dijo con voz suave pero imperiosa— recibiste el beso de tu esclava de placer.

Desprendí sus brazos de mi cuello.

Me miró, desconcertada.

Pasé de la habitación al corredor mal iluminado. Desde allí extendí la mano hacia Vika, indicándole que se acercara.

—¿No te agrado? —preguntó.

—Vika —dije—, ven aquí y estrecha la mano de un tonto.

Cuando vio lo que yo deseaba meneó lentamente la cabeza, con humildad. —No —dijo—. No puedo salir de esta cámara.

—Por favor —dije—. Ven, estrecha mi mano.

Temblando, como en un sueño, la joven se aproximó al portal, y esta vez los sensores no se encendieron.

Ella fijó los ojos en los sensores, y parecían ojos muertos y vacíos.

—Ya no pueden herirte —dije.

Vika dio otro paso, y pareció que se le doblaban las rodillas. Extendió la mano hacia mí. Tenía los ojos agrandados por el miedo.

—Las mujeres de Treve —dije—, son valerosas además de bellas y altivas.

Cruzó el portal y cayó desmayada en mis brazos.

La alcé y la llevé al diván de piedra. Miré los sensores destrozados y los restos del artefacto de vigilancia disimulado en el bulbo de energía. Probablemente no tendría que esperar mucho a los Reyes Sacerdotes de Gor.

Vika había dicho que cuando quisieran verme, vendrían a buscarme. Sonreí.

Quizá ahora se diesen más prisa.

Con movimientos suaves deposité a Vika sobre el gran diván de piedra.

9. El Rey Sacerdote

Estaba dispuesto a permitir a Vika que compartiese el gran diván de piedra, con sus pieles y sus sábanas de seda.

Era una actitud desacostumbrada, pues normalmente la esclava goreana duerme a los pies del diván de su amo, sobre una estera de paja, cubierta apenas por una fina manta de algodón que no la protege del frío.

Si no complace a su amo, es posible que como medida disciplinaria se la encadene desnuda al anillo de hierro empotrado al costado del diván, sin mantas ni ropas. Las noches goreanas son frías, y pocas son las jóvenes que cuando han sido encadenadas, después no se esfuercen por complacer debidamente a su amo.

Cuando un amo desea usar a una muchacha esclava le ordena que encienda la lámpara del amor, y ella obedece y deposita la lámpara en la ventana de la cámara, de modo que nadie los moleste. Después, él se acuesta sobre las pieles extendidas sobre el piso de piedra de la cámara, y ordena a la joven que se acerque.

Yo había depositado a Vika sobre el gran diván de piedra. La besé suavemente en la frente. Abrió los ojos.

—¿Salí de la cámara? —preguntó.

—Sí —contesté.

Me miró largo rato. —¿Cómo puedo conquistarte? —preguntó—. Te amo, Tarl Cabot.

—Sólo estás agradecida —dije.

—No —dijo—. Te amo.

—No debes hacerlo —dije.

—Aun así, es cierto —me respondió.

Me pregunté cómo debía hablarle, porque en todo caso tenía que disipar la ilusión de que podía haber amor entre nosotros. En la casa de los Reyes Sacerdotes no podía haber amor, y tampoco ella estaba en condiciones de definir sus sentimientos. Además, tenía que pensar en Talena, cuya imagen nunca se apartaría de mi corazón.

—Pero eres una mujer de Treve —dije, sonriendo.

—Creíste que yo era una esclava de pasión —se burló—. Y en cierto sentido tenías razón.

—¿Por qué lo dices? —pregunté.

Me miró en los ojos. —Mi madre —dijo con amargura— fue una esclava de pasión... criada en los corrales de Ar.

—Sin duda, fue muy hermosa —observé.

Vika me miró, extrañada. —Sí —confirmó—. Imagino que lo fue.

—¿No la recuerdas? —pregunté.

—No —dijo—, porque murió cuando yo era muy joven.

—Lo siento —dije.

—Poco importa —agregó Vika—, porque no era más que un animal criado en los corrales de Ar.

—¿Tanto la desprecias? —pregunté.

—Había nacido esclava —explicó Vika—. Pero mi padre, que era su amo, y que pertenecía a la Casta de Médicos de Treve, la amaba mucho, y le pidió que fuese su Compañera Libre —Vika se rió por lo bajo—: Durante tres años ella se negó.

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