Francisco Umbral - Ramón Y Las Vanguardias

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Ramón Gómez de la Serna, como hijo de una familia de clase media con abono en la ópera, decide desde muy joven tener estudio propio para recluirse a escribir sus cosas y ganarse la vida. Se pensaría en lo que entonces llamaban una “garçoniere”, pero la única señorita a lo garzón que tiene capilla en la alta basílica ramoniana, calle de Velázquez, es una muñeca de cera con la que se hacía las fotos para los periódicos.

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«Del rojo al verde todo el amarillo se muere.» Apollinaire ve cosas, y más cosas dentro de las cosas, más colores dentro de los colores. Juan Ramón Jiménez escribiría poco más adelante aquello de «un incoloro casi verde». «Hay un poema que hacer sobre el pájaro que no tiene más que un ala.» Apollinaire utiliza a lo largo de su obra, como una recurrencia, esta imagen real del pájaro unialado. Las cosas raras, los caprichos de la naturaleza le fascinan como a Ramón y a toda la vanguardia. Porque vanguardia era mirar lo cotidiano como insólito, pero cuando lo insólito se presenta por sí mismo, en la vida -pájaro de una sola ala-, la vanguardia se encuentra (por decirlo de una manera vulgar) con la horma de su zapato. Y entonces utiliza directamente, como si fuese una creación poética más, esa imagen que le brinda el mundo.

Ramón ha mirado lo cotidiano como insólito, y esa es una de sus mayores grandezas, como vamos o iremos viendo en este libro. Pero al mismo tiempo busca lo insólito en la vida y en las cosas, busca pájaros de una sola ala y chimeneas de latón derribadas por el viento, que recoge y lleva a casa «como la armadura de un caballero medieval, quizá de Garcilaso». Para Ramón, para Apollinaire, para la vanguardia, no hay objetos sólitos e insólitos, como para el poeta no hay palabras nobles e innobles: todas son nobles e innobles, todas son palabras.

Si vuelven insólito lo cotidiano, las vanguardias también cotidianizan lo insólito. Una insólita chimenea en el suelo no es más que la coraza perdida de un caballero medieval, seguramente herido en la noche. Lo insólito se explica por elevación, llevándolo a otro plano. Apollinaire desearía que todos los pájaros tuviesen un ala, y entonces buscaría por el mundo el ave de dos alas. Ramón desearía encontrarse, en sus nocturnas paseatas madrileñas, caballeros con armadura, del siglo XVI, para tenderles naturalmente una mano y llevárselos a Pombo a reponer fuerzas.

Hemos dicho en este capítulo que la vanguardia maneja con desenfado las magnitudes históricas. La abolición del tiempo es ante todo una abolición de la muerte, y la vanguardia necesita esto para alimentar su optimismo.

«París Vancouver Hyéres Maintenon Nueva York y las Antillas.» El cosmopolitismo de los vanguardistas, del que nos ocupamos en este libro, nace de versos como el ahora citado, que pertenece al poema «Las Ventanas», de Apollinaire. Unamuno -ruralismo, casticismo- enlazaba nombres de pueblos españoles. Apollinaire hilvana sin puntos ni comas sugestivos nombres del mundo. Ciudades e islas. Proust dice que el ensueño de la palabra Venecia es siempre superior y más rico que la Venecia conocida luego, en los viajes. Cuando el mundo empezaba a ser la aldea planetaria, Proust y Apollinaire se deslumbran con la cercanía/lejanía de unas ciudades que los nuevos medios de comunicación ponen a su alcance con facilidad casi obscena. Ramón, más cazurro, socarrón y madrileño, dirá que «el mundo no es tan mundo como parece». Pierde pronto la fascinación de las ciudades. Su vanguardismo es menos cosmopolita que el de Apollinaire, aunque él viajó mucho. Lo que Apollinaire tiene de maestro disperso, hipotético, casual y simultáneo de Ramón, simultáneo del supuesto discípulo, queda compensado -¿y superado?- por el acendramiento ramoniano, que como hemos visto y veremos en este libro, se concentra en círculos de existencia muy cerrados y dibujados, para ser una y otra vez «el andarín de su órbita». Una vez más -como pasa siempre con todo- su limitación, su españolismo (no absoluto ni cerrado, como sabemos) es la contrapartida de su amonedamiento, de su autenticidad, de su pro- fundización en algo que de verdad le importaba e iluminaba más que lo insólito: o sea lo cotidiano.

7. AZORÍN Y RAMÓN

Ya nos hemos referido a la afinidad literaria entre Ramón y Valle. En su biografía de Valle, Ramón dice que don Ramón le había elegido a él para hacerla. En principio parecen muy afines. Su afinidad es la pasión por la palabra barroca, el talante de construcción verbal que ofrecen sus obras res-pectivas. Pero don Ramón es ante todo un gran fabulador, un enérgico impulsor de mitos, leyendas e historias. Valle-Inclán es, por decirlo de alguna forma, un escritor de acción.

Ramón es un contemplativo. Por eso su gran afín resulta ser otro contemplativo, como luego descubrimos: Azorín. Azorín y Ramón son las dos actitudes literarias más semejantes del siglo. Dos escritores que sólo se proponen mirar la vida y escribirla. «Vivir es ver volver», dice Azorín. «Ay cuando las cosas empiezan a dar la vuelta», dice Ramón. Son dos casos máximos de escritor puro, de escritor-escritor, de escritor que incluso, a veces, no tiene nada que decir, pero sigue escribiendo, según el chiste de Julio Camba. Y yo diría que ahí, cuando ya no tienen nada que decir, en el puro reborde del oficio, en el bisel literario de la prosa, es donde mejor se les conoce como escritores. Escritor es el que lo es más allá de sus temas. El que sólo escribe cuando tiene algo que decir, es un señor que dice cosas, pero no necesariamente un escritor. Esta actitud del escritor puro ante la vida puede parecer en principio una incapacidad. Lo parece sobre todo en Azorín, pues que Ramón llena mejor la espera de temas y géneros con la profusión puramente verbal. Azorín finge que hace novelas, ensayos, obras de teatro. Azorín o los géneros fingidos. No sólo fingidos porque no los hace bien, sino porque prefiere fingirlos. «Novela fingida», habría que subtitular algunas de Azorín, de Ramón, de Unamuno incluso.

Pero me importa esta distinción: si ellos hubieran sido escritores mediocres, se habrían limitado a hacer malas novelas, a hacer mal los géneros. Como son grandes escritores, parecen proponerse ya de entrada fingir una novela, fingir un drama. Es la manera genial que tienen de superar su incapacidad para hacer una gran novela, un gran drama. Ramón, como es sabido, llega incluso a titular «falsas novelas» algunas de las suyas. Unamuno hacía ensayos novelados. Azorín hacía estampas noveladas. Ramón hace greguerías noveladas.

Aparte el caso de Unamuno, que nos queda muy distante ahora, Azorín y Ramón adolecen, efectivamente, de una cierta incapacidad para los géneros, pero no diría yo que esto sea malo, pues que a partir de esa incapacidad ingenian ellos otros géneros nuevos o «fingen» los viejos, y ese fingimiento supone ya una renovación del género. Proust es incapaz de escribir La comedia humana , y a partir de esa incapacidad ha de crear una manera nueva de novela. De estar mejor dotado para lo balzaciano, no habría hecho sino repetir inútilmente a Balzac.

El caso del escritor sin género es sumamente interesante y atractivo. El más ilustre escritor sin género puede que sea Montaigne. A Montaigne le falta estructura mental para ser un filósofo sistemático. (Azorín quiere ser un pequeño Montaigne, aunque nunca se confiese escritor sin género.) De la incapacidad de Montaigne para hacer filosofía sistemática, de su incapacidad para el género nace un género nuevo: el ensayo. El más moderno y sugestivo género de la cultura europea.

Azorín finge géneros y crea bellas ficciones de géneros, a veces, bellas ficciones de novela que son bellas como tales ficciones más que como tales novelas. Pero al fin acabará inventando el azorinismo -que lo tenía ya inventado-, acabará haciendo mero azorinismo, que es una mezcla de reflexión, erudición, observación lírica y timidez literaria. Otro tanto le pasa a Ramón. Después de fingir bellamente todos los bellos géneros, después de crear bellas ficciones de novela, más que bellas novelas, descubre al fin el ramonismo, descubre, como Azorín, como Unamuno, como Montaigne, que el género es él.

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