Francisco Umbral - Ramón Y Las Vanguardias

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Ramón Gómez de la Serna, como hijo de una familia de clase media con abono en la ópera, decide desde muy joven tener estudio propio para recluirse a escribir sus cosas y ganarse la vida. Se pensaría en lo que entonces llamaban una “garçoniere”, pero la única señorita a lo garzón que tiene capilla en la alta basílica ramoniana, calle de Velázquez, es una muñeca de cera con la que se hacía las fotos para los periódicos.

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La novela poética, o que nace de una idea poética y no novelesca, es la que mejor le va a Ramón, y La mujer de ámbar puede ser el modelo al respecto. Las novelas madrileñistas comportan inevitablemente una dosis de realismo costumbrista que Ramón resuelve líricamente en las descripciones, pero que se desajustan escandalosamente en los diálogos y en los sucedidos, que muchas veces, como vengo repitiendo, no son sino una idea lírica dramatizada. La nardo y El torero Caracho pueden ser el modelo de esta serie. Como El gran hotel es, obviamente, el modelo de novela cosmopolita, aquella novela que se hizo mucho y mal en España, por influencia de Paul Morand, y que los autores del género ínfimo o verde, como Insúa o Zamacois (salvadas las distancias de calidad literaria, que no son muchas para un lector de hoy), explotaron al máximo. Ramón tiene el acierto, natural en él, de ver el cosmopolitismo desde el punto de vista palurdo de un madrileño casualmente incrustado en el gran mundo de los años veinte. Este punto de vista le da ya continua ocasión de ironía, ironiza toda la novela, y salva de exotismos pueriles la narración. Sin embargo, Ramón no deja de glosar en infinitas greguerías, con fervor vanguardista, lo que hoy llamaríamos con guasa los adelantos de la vida moderna. Y se anticipa a la novela collage , en El gran hotel , intercalando de vez en cuando, en la narración, la carta completa del comedor, en francés.

La novela supone deliberación y Ramón es el menos deliberado de los escritores. Lo suyo es ponerse a escribir a lo que salga. De ahí que sus novelas, aparte de fingidas, le queden desiguales, irregulares y a veces descuidadas. Es siempre el escritor que hace como que hace una novela. Fatalmente, llegaría a escribir El novelista , que es la novela de unas novelas.

Queda, pues, de toda su novelística, el empeño bello y torpe por dramatizar una idea poética. La impotencia del poeta para narrar. Ramón sabía que la novela no podía seguir siendo escrita por mozos de cuerda, y estaba en lo cierto, pero quizá no leyó a tiempo a Proust ni Joyce. Buscaba la fórmula y no la encontró. Hay una fundamental disociación entre él y el género novelesco. Son irreconciliables. No nos preguntemos cómo no vio esto Ramón, porque nadie conoce sus límites, y ya escribió Eugenio d'Ors aquello de que «mis límites son mi riqueza». Pero es casi imposible encontrar esa riqueza.

El escritor sin género se acoge a la novela porque en la novela todo vale, y tardará en aprender -quizá no lo aprenda nunca- que eso no es verdad, que en la novela vale todo a condición de no querer hacer una novela. Es el empeño por redondear una novela de alguna manera tradicional lo que lleva al fracaso. Es el fracaso de lo lírico frente a lo dramático. En el teatro español de vanguardia de los años treinta, este fracaso se daría en Casona. Ramón, en el teatro, también hace comedias fingidas. Los medios seres , su comedia más famosa, nace de un hallazgo poético-plástico: Ramón pinta a los actores verticalmente de negro, medio cuerpo y medio rostro. Luego no sabe qué hacer con ellos y con este hallazgo. La obra fracasa frente al abrupto público madrileño y Ramón huye de España. Ramón cree que está innovando géneros, pero está fingiendo géneros. Como Azorín.

En los cuentos es donde la narrativa de Ramón queda más cuajada, porque el cuento participa mucho de lo lírico y porque a partir de una idea poética puede desarrollarse un cuento, pero no una novela. Aunque no por eso dejan de tener los cuentos de Ramón, asimismo, algo de cuentos fingidos. Y es que la cuestión no está sólo en la capacidad o incapacidad, sino que hay escritores nacidos para fingir que hacen lo que otros hacen de verdad, como ese imitador de cabaret que finge prodigiosamente a Chevalier, pero nunca será Chevalier. Los géneros fingidos nacen, no sólo del escritor equivocado, sino del escritor encerrado en su circunferencia, que jamás ha salido ni saldrá de ella. Ramón es él y su circunferencia, y por eso le saldrán siempre los géneros fingidos, porque no ha nacido jamás a la vida. Lo suyo es andar y andar la circunferencia, recorrerla y contárnosla. Ahí está su genialidad circular y, por lo tanto, limitada: y, por lo tanto, infinita.

9. BIOGRAFÍAS, MONOGRAFÍAS, AUTOBIOGRAFÍAS

Cuenta Eugenio d'Ors que, buscando una vez documentación sobre el escultor Archipenko, sólo la encontró en el libro Ismos , de Ramón. Y añade que esto no le sirvió de nada, porque Ramón da unas definiciones de Archipenko que son aplicables a cualquier otro, pues, según D'Ors, Ramón Gómez de la Serna, cuando escribe de los demás, escribe siempre de sí mismo, desde sí mismo, aplicando su fórmula indiscriminadamente a todo el mundo.

Este juicio de D'Ors tiene una explicación banal y en parte mezquina. Cuando D'Ors llega a Madrid, expulsado de su Cataluña novecentista, más o menos, Ramón le traza una imagen irónica, una caricatura literaria que a D'Ors le hirió, sin duda. Pero en lo que D'Ors dice hay una parte de verdad, como la hay en lo que Ramón dice de D'Ors. Esa parte de verdad que podría volverse contra el propio Eugenio d'Ors y contra todo escritor: estamos condenados a ser nosotros mismos. ¿No es cierto que todo lo que toca D'Ors, en su cultura informe y multiforme, acaba siendo mundo dorsiano, incorporándose a D'Ors? Eso es, precisamente, ser escritor: tener una óptica personal del mundo y difundirla. Asumir y consumir en uno todo lo que no es uno. El escritor no está para explicar el mundo -filósofo o novelista-, sino para explicarse él al mundo. En todo caso, para explicarse el mundo a sí mismo. Que viene a ser lo mismo. Pura subjetividad. El escritor es el que objetiviza el subconsciente colectivo en la misma medida que subjetiviza el mundo, lo objetivo. Esta dialéctica es lo fecundo en el escritor. El escritor no es una guía Michelín para vivir. Es en todo caso la guía Michelín de sí mismo y nada más.

El escritor no aporta nada a la objetividad general mostrenca establecida porque no hay objetividad. Más que sumar, lo que hace el escritor, el pensador, el artista, es restar. No suma sentido común al sentido común de todos, sino que resta sentido común, roe y merma el acervo general, apropiándose buenas porciones de mundo y dejando en su lugar un hueco de duda e incertidumbre.

Lo que Ramón dice sobre Archipenko -y sobre cualquiera- no es la verdad de Archipenko, sino la verdad de Ramón. Como lo que dice Platón sobre Sócrates o lo que dice Sartre sobre Baudelaire. Quizá esto suponga un equívoco, pero ese equívoco es la Cultura con mayúscula: No hay otra. Aparte de que Ramón dice sobre Archipenko, entre otras cosas, que es como si hiciera las esculturas con los muebles de su casa, y esto no lo dice todo el mundo ni es aplicable a todo el mundo. Pero la parte de razón que tiene D'Ors en el caso Ramón-Archipenko es la que nos ayuda a comprender que Ramón hace también biografías fingidas. Finge el género de la biografía. No es que diga las mismas cosas de todo el mundo, como exagera D'Ors (él también lo hacía, repito, y quién no), sino que a través de todo el mundo se expresa y dice sus cosas.

Más que hacer una biografía de alguien, le interesa biografiarse él a través de ese alguien -no otra cosa hace el novelista- y por eso le salen también biografías fingidas, que son a fin de cuentas las grandes biografías. Un día leemos en Ortega que El Escorial es el monumento al esfuerzo por el esfuerzo, y esto nos parece bien, pero otro día leemos también en Ortega que Proust es el recuerdo por el recuerdo homenajeándose a sí mismo, y entonces ya comprendemos que Ortega está utilizando una fórmula, su fórmula, diciendo la misma cosa del Escorial que de Proust, lo cual no obsta para que ambos juicios sean válidos. Pero son, sobre todo, orteguianos. Son Ortega.

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