Francisco Umbral - Ramón Y Las Vanguardias

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Ramón Gómez de la Serna, como hijo de una familia de clase media con abono en la ópera, decide desde muy joven tener estudio propio para recluirse a escribir sus cosas y ganarse la vida. Se pensaría en lo que entonces llamaban una “garçoniere”, pero la única señorita a lo garzón que tiene capilla en la alta basílica ramoniana, calle de Velázquez, es una muñeca de cera con la que se hacía las fotos para los periódicos.

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Hay un realismo pesimista de izquierdas y un realismo pesimista de derechas. El milenarismo catastrofista de la derecha se expresa también mediante el realismo, pues que la derecha no tiene otro lenguaje (desconfía de todo lo que no sea verificable), y contra ese realismo pesimista de derechas o de izquierdas se produce la revolución del optimismo en toda Europa, dando malditos inversos, malditos sonrientes que aman la vida, como Gide, Apollinaire o Cocteau. La versión española de esta revolución optimista -que no siempre coincide exactamente con el consabido optimismo revolucionario dogmático-, está en la generación del 27 y en Ramón.

En Francia y España, unos grupos de escritores procedentes de la burguesía, naturalmente, comprenden de pronto todo lo que la burguesía progresista se ha quitado de encima con la Grand Guerre europea y el progreso científico y técnico: tabúes morales y religiosos, costumbres medievales, represiones y escaseces. El siglo XIX termina cuando termina la guerra europea o Grand Guerre. Se liquida definitivamente una moral y de esa liquidación nace el optimismo insólito de unas minorías estéticas que hacen el arte más solar que había conocido Europa desde el Renacimiento: los desnudos de Picasso, los poemas de Apollinaire, la música de Debussy, la prosa de Paul Morand, el surrealismo feliz de Chagall. Y, en España, los libros de Ramón y los versos del 27.

Eso es lo que conmemora el optimismo generacional que recorre Europa en los años veinte, y un poco antes: el final de otra Edad Media, un nuevo Renacimiento moral y estético. Ramón, por primerizo, no puede decirse que se contagie de ese movimiento europeo o sea su epígono, sino que conecta con todo ello sin saberlo -luego lo sabrá-, gracias al clima de época. En los poetas del 27, un poco más jóvenes que él, sí es posible rastrear ya las influencias y mimetismos franceses desde el principio, como antes en los modernistas.

El realismo, el viejo mozo de cuerda, seguía sin enterarse. Ortega es un filósofo del optimismo, Guillén es el poeta del optimismo, Ramón es el genio del optimismo, hace la prosa más optimista de Europa. Jardiel hará por primera vez en España un teatro optimista. Pero el realismo se mantiene cejijunto. Los escritores realistas son sombríos, de Baroja a Sender, porque el realismo está abrumado por la herencia del siglo XIX, que es el pesimismo. Claro que el optimismo histórico de estos hombres que hemos citado y de otros sería bien pronto desmentido por la Historia, pero esto no hace sino ratificar que efectivamente algo nacía en Europa, una vez más, y que un nuevo medievalismo -esta vez el fascismo inquisitorial- vendría a sepultarlo.

Antes que nadie y al margen de todos, Ramón mantiene su lucha juvenil contra el mozo de cuerda del realismo, contra el realismo sombrío y repetitivo, que ya no es de derechas ni de izquierdas, sino pesimismo indiscriminado y nihilista, como en El árbol de la ciencia de Baroja. Ramón no hace greguerías por capricho. Cada greguería es una bomba de mano, una granada de imaginación que él lanza contra la fortaleza berroqueña del viejo realismo galdobarojiano. En cada greguería, como en cada Picasso, nace el siglo XX.

5. RAMÓN Y LAS VANGUARDIAS

Dos constantes, pues, caracterizan a la vanguardia artística y literaria del primer cuarto de siglo en Europa: experimentación y alegría. Todas las artes experimentan y todas lo hacen con alegría. Alegría que es ironía en Duchamp y paranoia en Dalí, y que sólo en los surrealistas se entenebrece, sobre todo en Breton, quizá por la propia naturaleza dogmática y premonitoria del poeta. Ramón es experimentación y alegría.

Ramón mantiene muy tempranos contactos con los vanguardistas franceses, viaja a París, prologa un libro de Apollinaire, es amigo personal de Pitigrilli, gran revolucionario del humor, y forma parte de un reducido club de humoristas con Charles Chaplin. Ramón, en sus Retratos contemporáneos y Nuevos retratos contemporáneos , traza la biografía y la imagen de Picasso, Giacometti, Rivera, Apollinaire, Archipenko y tantos otros. En su libro Ismos va estudiando todos los que navegan por Europa y América en aquellos años, e incluso otros que él se inventa, como el botellismo. A los vanguardistas españoles los retrata, estudia y define en Pombo y otros libros y escritos. Mantiene estrecho contacto literario y humano con los vanguardistas de Amé-rica: Borges, Oliverio Girondo, Macedonio Fernández, el ya citado Rivera y otros pintores americanos. Es el viajante de comercio del vanguardismo, que trae a España las últimas cosas, la última moda, y sale por el mundo a repartir una forma de vanguardismo español.

Se ha hecho recientemente una antología de vanguardistas españoles que es de todo punto lamentable por la limitación y monotonía de textos y autores, y, sobre todo, por el reducido y equivocado papel que en esta antología tiene Ramón Gómez de la Serna. Quienes hoy entienden vanguardia como revolución política, referidos ambos conceptos a los años veinte, están desprestigiadamente equivocados. Plantean mal la cuestión. Las vanguardias fueron la revolución del optimismo, frente al pesimismo y el milenarismo catas- trofista del realismo burgués. Algo tenían que ver, efectivamente, con el optimismo revolucionario ortodoxo, pero no por dogma, sino por parecido de época y aire de los tiempos. Cuando, efectivamente, el optimismo vanguardista trata de secularizarse como optimismo revolucionario, fracasan ambos optimismos en un sombrío pesimismo y malentendido: el mejor ejemplo de esto es la polémica entre los surrealistas y Moscú, ampliamente narrada por el propio Bretón y por otros surrealistas, entre ellos Aragón.

En estos días en que escribo acaba de morir Bloch, el filósofo de la esperanza marxista y el optimismo en general. Con él muere, quizá, algo que ya estaba muerto: la fe en la utopía. Pero es importante, para entender las vanguardias, contar con esta idea del optimismo, que en política toma la forma del marxismo y en arte la forma de juego. Ambas formas parecieron conciliables en un principio (se lo parecieron a los artistas). Luego se vio que no. Después de la guerra atómica, las vanguardias se han hecho experimentalistas y sombrías, desde el existencialismo de posguerra al barroquismo hispanoamericano de las novelas de hace pocos años, y es ahora mismo cuando la contracultura y el underground , desde Estados Unidos, difunden al mundo una forma de vanguardia optimista, un nuevo optimismo que es ya mucho más anarquista que marxista.

Hemos explicado anteriormente que el optimismo de aquellas vanguardias es de doble signo: aleluya a la superación de la guerra y el progreso técnico y científico; respuesta al realismo pesimista del XIX. Podría establecerse una ecuación realismo = pesimismo. El realismo es una fórmula que vitalmente da, como mucho, para el conformismo, más que para el optimismo. Poco importa que el realismo de derechas sea conformista y el realismo de izquierdas o de denuncia sea pesimista. Hay algo más profundo, y es que el realismo nace limitado, resignado, corto de posibilidades. De entrada, el realismo renuncia a la imaginación, acorta sus distancias y no quiere ver más allá de lo que hay, cuando, realmente, lo que hay está siempre más allá. Optar por el realismo es ya una opción pesimista, un dar por supuesto que el mundo es su superficie, que la realidad es lo que vemos. Una negativa de todas las otras percepciones y, sobre todo, una autocastración que nos somete a lo externo y nos impone la renuncia a nosotros mismos, a lo que nosotros ponemos en las cosas.

Vemos, pues, cómo más allá de la desinencia izquierda/derecha el realismo es siempre pesimismo (siempre derecha, diría yo), y frente al realismo de la picaresca se levanta la imaginación del Quijote o levanta Quevedo sus Sueños . Frente al realismo neoclásico y pseudorracionalista del XVIII y el XIX, levanta el Romanticismo su imaginación atormentada y también pesimista, pero redentora. El realismo, que es escolasticismo en filosofía y campoamorismo mostrenco en la lírica española, ha vuelto una y otra vez a lo largo de nuestra Historia. El arte de España tiene fama tópica de realista, aunque casi nunca lo sea, y este supuesto realismo viene dado, como digo, por la escolástica y por una suerte de ascetismo secreto que se ejerce también sobre el mundo de la creación: el español no ha de renunciar solamente a su cuerpo, sino también a su imaginación. La imaginación es pecado. El artista usará los sentidos, naturalmente, pero los usará atenidos a la evidencia óptica y física que ellos captan. Prohibida la sinestesia como pecado mortal contra el realismo.

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