Francisco Umbral - Ramón Y Las Vanguardias

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Ramón Gómez de la Serna, como hijo de una familia de clase media con abono en la ópera, decide desde muy joven tener estudio propio para recluirse a escribir sus cosas y ganarse la vida. Se pensaría en lo que entonces llamaban una “garçoniere”, pero la única señorita a lo garzón que tiene capilla en la alta basílica ramoniana, calle de Velázquez, es una muñeca de cera con la que se hacía las fotos para los periódicos.

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Mejor que el mundo abrupto de los negocios y la política, Ramón entiende la decadencia de ese mundo, toma el negro animal cuando ya es inofensivo, en su agonía de tapices y flecos, en el Rastro. Y, ya en el ápice de la gratuidad, dedica un libro a los senos de las mujeres -Senos-, no para dra-matizarlos ni desearlos en exceso, sino para revelarnos lo que los senos tienen de superfluo, de lujo y gracia naturales, de exceso cordial de la naturaleza femenina.

Le fascina, en fin, a Ramón, el reborde gratuito de la vida, eso que hemos dado en considerar vano o banal, eso que aceptamos con cierta condescendencia y nada más. Ha descubierto muy pronto que por ahí discurre la vida verdadera y natural, que lo otro es competitividad, agresividad, superestructura y voluntad de poder. Ramón formula su anarquismo repetidamente, aunque pocas veces pronuncie o escriba la palabra clave. Pero lo hace siempre sin programas, sin pandectas (como diría él), sino metaforizando, jugando, cuajando en greguerías, como Heráclito en fragmentos cortos, su vocación por lo marginal, que no es sino la vida misma, que nosotros hemos marginado en nombre de los negocios y la moral. Por eso cuando Ramón se pone moralista, hacia el final de su vida, le sale una mala moralina pequeñoburguesa, porque su gran moral, la otra, la verdadera, está en su prosa lírica, en greguerías y metáforas. Es la moral de un anarquista. 

3. RAMÓN Y LA CIRCUNFERENCIA

El anarquismo de Ramón, profundo y lírico, es lo que le impide ser novelista. Bueno, hay una acumulación de capacidades -no de incapacidades- que impide a Ramón hacer buenas novelas. Es demasiado escritor para ser buen novelista. Tiene demasiado que decir sobre un rostro, un bargueño o una fruta. Se le obtura la novela por exceso de material. (Algo así le iba a pasar a Proust o le había pasado no muchos años antes, pero Proust encontraría la fórmula genial para dar fluidez a su espesa materia de escritor.)

Aparte estas incapacidades digamos técnicas, nacidas de un exceso de capacidad, Ramón no puede ser novelista porque no cree en los conflictos humanos, en la charcutería psicologista que acababa de alumbrar el psicoanálisis, y sin duda le cansa y aburre la monotonía del corazón humano, que es el más reiterativo de todos los relojes. Así, los argumentos de sus novelas son siempre caprichosos y marginales. La novela ha sido tradicionalmente un género que, en el fondo, se ha limitado a estudiar la lucha del hombre contra las instituciones, del mismo modo que la tragedia griega reflejaba la lucha del hombre contra los dioses. La novela ha llegado a ser una institución que denuncia las instituciones o las refuerza. Madame Bovary lucha contra la institución del matrimonio y los héroes de Balzac luchan contra la institución de las finanzas. Ramón no cree en las instituciones, las ignora, le aburren como a un niño, y por lo tanto no puede hacer buenas novelas, grandes novelas, ya que jamás partirá de los grandes temas clásicos de la novela.

Los temas de Ramón son una mujer de ámbar, el acueducto de Segovia, la vida de un gran hotel de Suiza, o sea la no-vida, el ocio. Temas marginales, temas caprichosos, temas que dan para un cuento, pero no para una novela. Y así vemos cómo las novelas de Ramón, que ya de por sí son cortas, se le van muriendo entre las manos a partir de la mitad. Más adelante completaremos estas ideas sobre Ramón y la novela. Hay temas de Ramón que preconizan a Borges o Cortázar: temas de cuento.

Ramón, el anarquista que no hace buenas novelas porque no cree en las instituciones -ni siquiera, como veremos, en la institución de la novela-, se aísla de las instituciones y del mundo convencional de los negocios y la política mediante circunferencias. Ramón es el hombre que tiende a trazar una circunferencia en torno suyo, allí donde está, y no tanto para exaltarse como para defenderse.

Los toros, el circo, el velador redondo del café son circunferencias efectivas en la vida de Ramón. La Puerta del Sol, a la que dedica un libro erudito, es casi oblonga, y lo oblongo es una circunferencia fracasada. Circular o no, Ramón tiende a cerrar un ámbito para defenderse de él. Vive en un torreón de la madrileña calle de Velázquez, y el torreón también nos sugiere una idea de circularidad. No quiero hacer ningún juego geométrico-ingenioso, sino expresar plásticamente que esa circularidad que nos da ya la persona de Ramón -gordo prematuro- es la que él impone a todo. Juan Ramón Jiménez se definió a sí mismo como «el andarín de su órbita». Ramón también es un andarín de órbitas que previamente ha diseñado. De cada ciudad que habita hace una órbita cerrada que luego recorre incansablemente, gran andariego como era (muchos gordos lo son), Madrid, Segovia, Lisboa, París, Nápoles, Buenos Aires. Va dejando cerradas y circulares todas las ciudades que habita, a fuerza de pasearlas y repensarlas.

Circular o no, el ámbito de Ramón -la noche o Ginebra-: es siempre un ámbito que él cierra, con mentalidad de primitivo. Seguramente tiene horror, como los primitivos, al espacio abierto. Más que un niño -que es lo que se ha dicho de él:-, Ramón es un primitivo fundamental, como vemos, por el horror al vacío, por la escritura ideográfica -¿qué otra cosa son las greguerías?-y por el amor a la circunferencia. Se ha dicho banalmente -él mismo lo dijo- que en alguna de sus novelas está prevista la desintegración del átomo. Esto es un hallazgo plástico de un hombre que lo pensó plásticamente casi todo, pero a Ramón, como buen barroco, no acaba de irle la relatividad einsteniana, el Universo abierto. El universo de Ramón, como el de su fraternal Pablo Neruda, es el universo cerrado, poblado y complicado de los barrocos. Un universo circular.

Dijo Ortega en alguna ocasión que él se había cuidado siempre minuciosamente de permanecer al margen de lo oficial o institucional. Ramón no sólo se cuida de eso, sino que lo ignora, ignora instituciones y oficialidades, y ahí está su odio repetido, cejijunto y sincero a la Real Academia Española, que debía ser la única institución visible para su mirada de escritor. De muy joven se ha comprado una moto con sidecar para llevar las colaboraciones a los periódicos, y él mismo dice de sí, que «se me veía pasar veloz». Poco más adelante se echa por las calles con el fotógrafo Alfonso para captar greguerías fotográficas, ponerles un pie literario y llevarlas al periódico. Ramón parece, así, el escritor más arrojado, el hombre que ha elegido la calle y la bohemia, la pura intemperie de los románticos y los malditos. Y, sin embargo, lo que está haciendo es resguardarse de las instituciones que no entiende, vivir en la circularidad de sus mundos gratuitos y marginales: el circo, la Puerta del Sol, el torreón de Velázquez. Es el literato puro que jamás entró en la vida, que murió virgen de contacto con el mundo. No vio nada o todo lo vio literariamente. Entre la realidad y él estaba siempre el cristal de la literatura, que naturalmente no es un cristal, una separación, sino un revés, un ver lo que no ven. Jamás salió Ramón de la literatura y entró en el mundo. No nació nunca. Tan acrisolado y singular caso de ente literario se ha dado poco en las literaturas y poco en la nuestra: quizá Juan Ramón Jiménez es el único que vivió tan preservado como Ramón.

Todos los demás, incluso los más geniales, han sido genios a ratos, y otros ratos han sido señores que iban a la oficina, al parlamento o a la cátedra. Podríamos decir que la literatura es una circunferencia que el escritor traza en torno de sí para singularizarse y, al mismo tiempo, aislarse del mundo. Toda la obra de un escritor no es sino un sistema de señales para dar fe de sí y perpetuar su distancia con el mundo. Claro que el escritor no es sino un caso límite de la humanidad. Todo hombre, quizá en la infancia, quizá en la adolescencia, traza ya esa circunferencia alrededor para quedarse dentro, para saberse distinto y protegido. El redondel se decora luego con títulos, triunfos, éxitos, diplomas, monedas o mujeres, pero la cerca ha sido alzada mucho antes, el foso ha sido cavado en una noche de infancia. Lo que pasa es que el hombre no escritor tiene que levantar su empalizada con materiales tomados al mundo. Se defiende del mundo con lo que del mundo toma, y por eso vive inevitablemente en comercio y mundanidad. El escritor no hace su cerca con cosas del mundo porque no la hace con nada: o sea que la hace con palabras.

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