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Carlos Zafón: El Principle de la Niebla

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Carlos Zafón El Principle de la Niebla

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- Está viva, señor Kray -explicó Max, acariciando la frente de su hermana -. Está viva.

El anciano asintió y dejó a Alicia al cuidado de Max. Tambaleándose, como un soldado tras una larga batalla, Víctor Kray caminó hasta la orilla y se adentró en el mar hasta que el agua le cubrió la cintura.

- ¿Dónde está mi Roland? -murmuró el anciano, volviéndose a Max -. ¿Dónde está mi nieto?

Max le miró en silencio, viendo cómo el alma del pobre anciano y la fuerza que le había mantenido todos aquellos años en lo alto del faro se perdían igual que un puñado de arena entre los dedos.

- No volverá, señor Kray -respondió finalmente el muchacho, con lágrimas en los ojos -. Roland ya no volverá.

El viejo farero le miró como si no pudiera comprender sus palabras. Luego asintió, pero volvió la vista a mar a la espera de que su nieto emergiese de las aguas para reunirse con él. Lentamente, las aguas recobraron la calma y una guirnalda de estrellas se encendió sobre el horizonte. Roland nunca volvió.

Capítulo dieciocho

Al día siguiente a la tormenta que asoló la costa durante la larga noche del 23 de junio de 1943, Maximilian y Andrea Carver volvieron a la casa de la playa con la pequeña Irina, que ya estaba fuera de peligro, aunque tardaría unas semanas en recobrarse completamente. Los fuertes vientos que habían azotado el pueblo hasta poco antes del amanecer dejaron un rastro de árboles y postes eléctricos caídos, barcas arrastradas desde el mar hasta el paseo y ventanas rotas en buena parte de las fachadas del pueblo. Alicia y Max esperaban en silencio, sentados en el porche, y desde el instante en que Maximilian Carver descendió del coche que les había conducido desde la ciudad, pudo ver en sus rostros y en sus ropas raídas que algo terrible había sucedido.

Antes de que pudiese formular la primera pregunta, la mirada de Max le permitió comprender que las explicaciones, si alguna vez llegaban a producirse, tendrían que esperar para más adelante. Fuera lo que fuese que había acontecido, Maximilian Carver supo, del modo en que pocas veces en la vida se nos permite comprender sin necesidad de palabras o razones, que tras la mirada triste de sus dos hijos terminaba una etapa en sus vidas que nunca volvería.

Antes de entrar en la casa de la playa, Maximilian Carver miró en el pozo sin fondo de los ojos de Alicia, que contemplaba ausente la línea del horizonte como si esperase encontrar en ella la solución a todas las preguntas, preguntas que ni él ni nadie podrían ya contestar. De repente, y en silencio, se dio cuenta de que su hija había crecido y algún día, no muy lejano, emprendería un nuevo camino en busca de sus propias respuestas.

La estación del tren estaba sumida en la nube de vapor que exhalaba la máquina. Los últimos viajeros se apresuraban a subir a los vagones y a despedirse de los familiares y amigos que los habían acompañado hasta el andén. Max observó el viejo reloj que le había dado la bienvenida al pueblo y comprobó que, esta vez, sus agujas se habían parado para siempre. El mozo del tren se acercó a Max y a Víctor Kray, con la palma extendida y claras intenciones de conseguir una propina.

- Las maletas ya están en el tren señor.

El viejo farero le tendió unas monedas y el mozo se alejó, contándolas. Max y Víctor Kray intercambiaron una sonrisa, como si la anécdota les resultara divertida y aquélla no fuese más que una despedida rutinaria.

- Alicia no ha podido venir porque… -empezó Max.

- No es necesario. Lo entiendo -atajó el farero -. Despídeme de ella. Y cuídala.

- Lo haré respondió -Max.

El jefe de estación hizo sonar su silbato. El tren estaba a punto de partir.

- ¿No me va a decir dónde va? -preguntó Max, señalando al tren que esperaba en los raíles.

Víctor Kray sonrió y tendió su mano al muchacho.

- Vaya a donde vaya -respondió el anciano -, nunca podré alejarme de aquí.

El silbato sonó de nuevo. Tan sólo Víctor Kray restaba para subir al tren. El revisor esperaba al pie de la puerta del vagón.

- Tengo que irme, Max -dijo el anciano.

Max le abrazó con fuerza y el farero le rodeó con sus brazos.

- Por cierto, tengo algo para ti.

Max acepto una pequeña caja de manos del farero. Max la agitó suavemente; algo tintineaba en su interior.

- ¿No vas a abrirla? -preguntó el anciano.

- Cuando usted se haya ido -respondió Max.

El farero se encogió de hombros.

Víctor Kray se dirigió hacia el vagón y el revisor le tendió la mano para ayudarle a subir. Cuando el farero estaba en el último escalón Max corrió súbitamente hacia él.

- ¡Señor Kray! -exclamó Max.

El anciano se volvió a mirarle, con aire divertido.

- Me ha gustado conocerle, señor Kray -dijo Max.

Víctor Kray le sonrió por última vez y se golpeó el pecho suavemente con el índice.

- A mí también, Max -respondió -. A mí también.

Lentamente, el tren arrancó y su rastro de vapor se perdió en la distancia para siempre. Max permaneció en el andén hasta que ya se hizo imposible distinguir aquel punto en el horizonte. Sólo entonces abrió la caja que el anciano le había entregado y descubrió que contenía un manojo de llaves. Max sonrió. Eran las llaves del faro.

Epílogo

Las últimas semanas del verano trajeron nuevas noticias de aquella guerra, que según todos decían, tenía los días contados. Maximilian Carver había inaugurado su relojería en un pequeño local cerca de la plaza de la iglesia y, al poco tiempo, no quedaba habitante del pueblo que no hubiese visitado el pequeño bazar de las maravillas del padre de Max. La pequeña Irina se había recuperado completamente y no parecía recordar el accidente que había sufrido en las escaleras de la casa de la playa. Ella y su madre acostumbraban a hacer largos paseos por la playa en busca de conchas y pequeños fósiles con los que habían empezado una colección que aquel otoño prometía ser la envidia de sus nuevas compañeras de clase.

Max, fiel al legado del viejo farero, acudía con su bicicleta cada atardecer hasta la casa del faro y prendía la llama del haz de luz que habría de guiar a los barcos hasta el nuevo amanecer. Max subía a la atalaya y desde allí contemplaba el océano, tal y como hizo Víctor Kray durante casi toda su vida. Durante una de esas tardes en el faro, Max descubrió que su hermana Alicia solía volver a playa donde se había alzado la cabaña de Roland. Venía sola y se sentaba junto a la orilla, extraviando su mirada en el mar y dejando pasar las horas en silencio. Ya nunca hablaban como lo habían hecho durante los días que habían compartido con Roland y Alicia nunca mencionaba lo sucedido aquella noche en la bahía. Max había respetado su silencio desde el primer día. Al llegar los últimos días de septiembre que presagiaban el principio del otoño, el recuerdo del Príncipe de la Niebla parecía haberse desvanecido definitivamente de su memoria como un sueño a la luz del día.

A menudo, cuando Max observaba a su hermana Alicia abajo en la playa, evocaba las palabras de Roland cuando su amigo le había confesado el temor de que aquél fuera su último verano en el pueblo si era reclutado. Ahora, aunque los hermanos apenas cruzaban una palabra al respecto, Max sabía que el recuerdo de Roland y de aquel verano en que descubrieron juntos la magia permanecía con ellos y los uniría para siempre.

FIN

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29/03/2009
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