Carlos Zafón - El Principle de la Niebla
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Víctor Kray atravesó sin aliento las hierbas salvajes que separaban la bahía del camino del faro. La lluvia y el viento caían con fuerza y frenaban su avance como manos invisibles empeñadas en alejarle de aquel lugar. Cuando consiguió llegar hasta la playa, el Orpheus se alzaba en el centro de la bahía, navegando en línea recta hacia el acantilado y envuelto en un aura de luz sobrenatural. La proa del barco rompía el oleaje que barría la cubierta y levantaba una nube de espuma blanca a cada nueva sacudida del océano. Una sombra de desesperación se abatió sobre él: sus peores temores se habían hecho realidad y había fracasado; los años habían debilitado su mente y el Príncipe de la Niebla le había engañado una vez más. Sólo pedía ya al cielo que no fuera demasiado tarde para salvar a Roland del destino que el mago tenía reservado para él. En aquel momento, Víctor Kray hubiera entregado gustoso su vida si con ello garantizase a Roland una mínima oportunidad de escapar. Sin embargo, una oscura premonición le hacía sospechar que había faltado a la promesa que hizo a la madre del niño.
Víctor Kray se encaminó hacia la cabaña de Roland, con la vana esperanza de encontrarle allí. No había rastro de Max ni de la muchacha y la visión de la puerta de la cabaña derribada en la playa le hizo albergar los peores augurios. Entonces, una chispa de esperanza se encendió ante él al comprobar que había luz en el interior de la cabaña. El farero se apresuró hacia la entrada, voceando el nombre de Roland. La figura de un lanzador de cuchillos de piedra pálida y viva salió a recibirle.
- Un poco tarde para lamentarse, abuelo -dijo, permitiendo al anciano re conocer la voz de Caín.
Víctor Kray dio un paso atrás, pero había alguien a su espalda y, antes de que pudiera reaccionar, sintió un golpe seco en la nuca. Después, cayo la oscuridad.
Max advirtió que Roland penetraba en el casco del Orpheus a través del agujero en el fuselaje y sintió que sus fuerzas flaqueaban a cada nueva sacudida de las olas. Él no era un nadador comparable a Roland y a duras penas conseguiría mantenerse a flote durante mucho más tiempo en medio de aquel temporal, a menos que encontrase el modo de subir a bordo del buque. Por otro lado, la certeza de que el peligro les esperaba en las entrañas del barco se le hacía más evidente a cada minuto que pasaba y comprendía que el mago les estaba llevando a su terreno como moscas a la miel.
Tras escuchar un estruendo ensordecedor, Max contempló cómo una inmensa pared de agua se alzaba por la popa del Orpheus y se aproximaba a gran velocidad al buque. En pocos segundos, el impacto de la ola arrastró al barco hasta el acantilado y la proa se incrustó en las rocas, provocando una violenta sacudida en todo el casco. El mástil que sostenía las señales luminosas del puente se desplomó al costado del barco y su extremo cayo a unos metros de Max, que se sumergió en las aguas.
Max nadó trabajosamente hasta allí, se aferró al mástil y descansó unos segundos para recuperar el aliento. Cuando alzó la mirada, vio que la trayectoria del mástil abatido le tendía un puente hasta la cubierta del barco. Antes de que una nueva ola le arrancase de allí y se lo llevara para siempre, Max empezó a trepar hacia él Orpheus sin advertir que, apoyada en la baranda de estribor del buque, una silueta le esperaba inmóvil.
El impulso de la corriente empujó a Roland a través de la sentina inundada del Orpheus y el muchacho se protegió la cara con los brazos para evitar los golpes que su avance entre los restos del naufragio le propinaba. Roland se meció a merced del agua hasta que una sacudida en el casco le lanzó contra la pared, donde pudo asirse a una escalerilla metálica que ascendía hacia la parte superior del barco.
Roland trepó por la angosta escalerilla y cruzó una escotilla que desembocaba en la oscura sala de máquinas que albergaba los motores destruidos del Orpheus. Atravesó los restos de la maquinaria hasta el corredor de ascenso a la cubierta y, una vez allí, cruzó a toda prisa el pasillo de camarotes hasta llegar al puente del buque. Paradójicamente, Roland reconocía cada rincón de la sala y todos los objetos que tantas veces había observado buceando bajo el agua. Desde aquel puesto de observación, Roland obtenía una visión completa de la cubierta delantera del Orpheus, donde las olas barrían la superficie y venían a morir contra la plataforma del puente. Súbitamente, Roland sintió que el Orpheus era impulsado hacia adelante con una fuerza imparable y contempló atónito cómo de entre las sombras emergía el acantilado a proa del barco. Iban a chocar contra las rocas en cuestión de segundos.
Roland se apresuró a sujetarse a la rueda del timón y sus pies resbalaron sobre la película de algas que recubría el piso. Rodó varios metros hasta golpearse con el antiguo aparato de radio y su cuerpo experimentó la tremenda vibración del impacto del casco contra los acantilados. Pasado el peor momento, se incorporó y escuchó un sonido cercano, una voz humana en el fragor de la tormenta. El sonido se repitió y Roland lo reconoció: era Alicia pidiendo ayuda a gritos en algún lugar del buque.
Los diez metros que Max hubo de trepar por el mástil hasta la cubierta del Orpheus se le antojaron más de cien. La madera estaba prácticamente podrida y tan astillada que, al alcanzar finalmente la borda del buque, sus brazos y piernas estaban plagados de pequeñas heridas que le producían un fuerte escozor. Max juzgó más prudente no detenerse a examinar sus magulladuras y extendió una mano hasta la barandilla metálica.
Una vez estuvo sólidamente aferrado, saltó torpemente sobre la cubierta y cayó de bruces. Una forma oscura cruzó frente a él y Max alzó la mirada, con la esperanza de ver a Roland. La silueta de Caín desplegó su capa y le mostró un objeto dorado que se balanceaba del extremo de una cadena. Max reconoció su reloj.
- ¿Buscas esto? -preguntó el mago, arrodillándose junto al muchacho y meciendo el reloj que Max había perdido en el mausoleo de Jacob Fleischmann ante sus ojos.
- ¿Dónde está Jacob? -interrogó Max, ignorando la mueca burlona que parecía fijada al rostro de Caín como una mascarilla de cera.
- Ésa es la pregunta del día -respondió el mago -, y tú me ayudarás a responderla.
Caín cerró su mano sobre el reloj y Max escuchó el crujido del metal. Cuando el mago mostró de nuevo la palma abierta, apenas quedaba del regalo que su padre le había hecho un amasijo irreconocible de tornillos y tuercas aplastadas.
- El tiempo, querido Max, no existe; es una ilusión. Incluso tu amigo Copérnico hubiese adivinado eso si hubiese tenido precisamente tiempo. ¿Irónico, verdad?
Max calculó mentalmente las posibilidades que tenía de saltar por la borda y escapar del mago. El guante blanco de Caín se cerró sobre su garganta antes de que pudiera respirar.
- ¿Qué es lo que va a hacer conmigo? -gimió Max.
- ¿Qué harías contigo si estuvieses en mi lugar? -preguntó el mago.
Max sintió cómo la presa letal de Caín le cortaba la respiración y circulación a la cabeza.
- ¿Es una buena pregunta, verdad?
El mago soltó a Max sobre la cubierta. El impacto del metal herrumbroso contra su cuerpo le nubló la visión por unos segundos y un espasmo de nausea se apoderó de él.
- ¿Por qué persigue a Jacob? -balbuceó Max, tratando de ganar tiempo para Roland.
- Los negocios son los negocios, Max -respondió el mago -. Yo ya cumplí mi parte del trato.
- ¿Pero qué importancia puede tener la vida de un chico para usted? -espetó Max -. Además, ya se vengó matando al Dr. Fleischmann, ¿no es cierto?
El rostro del Dr. Caín se iluminó, como si Max acabase de formularle la pregunta que ansiaba responder desde que habían iniciado su diálogo.
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