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Carlos Zafón: El Principle de la Niebla

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Una vez más, las imágenes cobraron vida sobre la pared y Max se concentró en la proyección. En esta ocasión la cámara recorría un escenario familiar: los pasillos de la casa de la playa. Max reconoció el interior de la sala en la que se encontraba ahora mismo, viendo la película. La decoración y los muebles eran diferentes y la casa ofrecía un aspecto lujoso y opulento a los ojos de la cámara, que trazaba lentos círculos y mostraba paredes y ventanas de la casa, como si hubiese abierto una puerta en la trampa del tiempo que permitiese visitar la casa casi una década atrás.

Tras un par de minutos en la planta baja, la película trasladaba al espectador al piso superior.

Una vez en el umbral del pasillo, la cámara se aproximaba hasta la puerta del extremo, que conducía a la habitación ocupada por Irina hasta el accidente. La puerta se abría y la cámara penetraba en la estancia sumida en la penumbra. La sala estaba vacía y la cámara se detenía frente a la puerta del armario en la pared.

Transcurrieron varios segundos de película sin que nada sucediese y sin que la cámara registrase movimiento alguno en la estancia desocupada. Repentinamente, la puerta del armario se abría con fuerza y golpeaba la pared, balanceándose sobre los goznes. Max forzó la vista para dilucidar qué es lo que se entreveía en el interior del armario oscuro y observó cómo una mano enfundada en un guante blanco emergía de entre las sombras, sosteniendo un objeto brillante que pendía de una cadena. Max adivinó lo que venía a continuación: el Dr. Caín salía del armario y sonreía a la cámara.

Max reconoció la esfera que el Príncipe de la Niebla tenía en sus manos: era el reloj que su padre le había regalado y que él había perdido en el interior del mausoleo de Jacob Fleischmann. Ahora estaba en poder del mago, que de algún modo se había llevado consigo su más preciada posesión a la dimensión fantasmal de las imágenes en blanco y negro que brotaban del viejo proyector.

La cámara se acercó al reloj y Max pudo ver nítidamente cómo las agujas de la esfera retrocedían a una velocidad inverosímil y creciente hasta que se hizo imposible distinguirlas. Al poco, la esfera empezó a desprender humo y chispas y finalmente el reloj prendió en llamas. Max contempló hechizado la escena, incapaz de apartar sus ojos del reloj ardiente. Un instante después, la cámara se desplazaba bruscamente hasta la pared de la habitación y enfocaba un viejo tocador sobre el que se distinguía un espejo. La cámara se acercaba a él y se detenía para revelar con toda claridad la imagen de quien sostenía la cámara sobre la lámina de cristal.

Max tragó saliva; por fin se enfrentaba cara a cara con quien había filmado aquellas películas años atrás, en aquella misma casa. Podía reconocer aquel rostro infantil y sonriente que se estaba filmando a sí mismo. Había en él unos años menos, pero las facciones y la mirada eran las mismas que había aprendido a reconocer en los últimos días: Roland.

La película se encalló en el interior del proyector y el fotograma atascado frente a la lente empezó a fundirse lentamente en la pantalla. Max apagó el proyector y apretó los puños para detener el temblor que se había apoderado de sus manos. Jacob Fleischmann y Roland eran una misma persona.

La luz de un relámpago inundó la sala en sombras por una fracción de segundo y Max advirtió que tras la ventana una figura golpeaba en el cristal con los nudillos, haciendo señas para entrar. Max encendió la luz de la sala y reconoció el semblante cadavérico y aterrorizado de Víctor Kray, que a juzgar por su aspecto parecía haber presenciado una aparición. Max se dirigió a la puerta y dejó entrar al anciano. Tenían mucho de qué hablar.

Capítulo quince

Max tendió una taza de té caliente al viejo farero y espero que el anciano entrase en calor.

Víctor Kray estaba tiritando y Max no sabía si atribuir aquel estado al viento frío que traía la tormenta o al miedo que el anciano parecía ya incapaz de ocultar.

- ¿Qué estaba haciendo ahí afuera, señor Kray? -preguntó Max.

- He estado en el jardín de estatuas -contestó el anciano, recobrando la calma.

Víctor Kray sorbió un poco de té de la taza humeante y la dejó reposar en la mesa.

- ¿Dónde está Roland, Max? -preguntó el anciano nerviosamente.

- ¿Por qué quiere saberlo? -replicó Max en un tono que no enmascaraba la desconfianza que le inspiraba el anciano a la luz de sus últimas averiguaciones.

El farero pareció intuir su recelo y empezó a gesticular con las manos, como si quisiera explicarse y no hallara las palabras.

- Max, algo terrible va a suceder esta noche si no lo impedimos -dijo finalmente Víctor Kray, consciente de que su afirmación no sonaba muy convincente -.Necesito saber dónde está Roland. Su vida corre gran peligro.

Max guardó silencio y escrutó el rostro implorante del anciano. No creía una sola palabra de cuanto el farero acababa de decir.

- ¿Qué vida, señor Kray, la de Roland o la de Jacob Fleischmann? -interpeló, esperando la reacción de Víctor Kray.

El anciano entornó los ojos y suspiró, abatido.

- Creo que no te entiendo, Max -murmuró.

- Yo creo que sí. Sé que me mintió, señor Kray -dijo Max clavando una mirada acusadora en el rostro del anciano -. Y sé quién es Roland en realidad. Nos ha estado usted engañando desde el principio. ¿Por qué?

Víctor Kray se incorporó y caminó hasta una de las ventanas, echando un vistazo al exterior, como si esperase la llegada de alguna visita. Un nuevo trueno estremeció la casa de la playa. La tormenta estaba cada vez más próxima a la costa y Max podía escuchar el sonido del oleaje rugiendo en el océano.

- Dime dónde está Roland, Max -insistió una vez más el anciano, sin dejar de vigilar el exterior -. No hay tiempo que perder.

- No sé si puedo confiar en usted. Si quiere que le ayude, primero tendrá que contarme la verdad -exigió Max, que no estaba dispuesto a permitir que el farero le dejase de nuevo a media luz.

El anciano se volvió a él y le miró con severidad. Max sostuvo su mirada con dureza, indicando que no le intimidaba en absoluto. Víctor Kray pareció comprender la situación y se derrumbó en una butaca, derrotado.

- Está bien, Max. Te contaré la verdad, si eso es lo que quieres -murmuró.

Max se sentó frente a él y asintió, dispuesto a escucharle de nuevo.,

- Casi todo lo que os conté el otro día en el faro era cierto -empezó el anciano -. Mi antiguo amigo Fleischmann había prometido al Dr. Caín que le entregaría su primer hijo a cambio de conseguir a Eva Gray. Un año después de la boda, cuando yo ya había perdido el contacto con ambos, Fleischmann empezó a recibir las visitas del Dr. Caín, que le recordaba la naturaleza de su pacto. Fleischmann trató por todos los medios de evitar aquel hijo, hasta el extremo de destrozar su matrimonio. Después del naufragio del Orpheus, me creí en la obligación de escribirles y liberarles de la condena que durante años les había hecho desgraciados. Yo confiaba en que la amenaza del Dr. Caín había quedado sepultada para siempre bajo el mar. O al menos, fui tan insensato como para convencerme a mí mismo de ello. Fleischmann se sentía culpable y en deuda conmigo y pretendía que los tres, Eva, él y yo volviésemos a estar juntos, como en los años de la universidad. Aquello era absurdo, claro está. Habían sucedido demasiadas cosas. Aun así, tuvo el capricho de hacer construir la casa de la playa, bajo cuyo techo habría de nacer su hijo Jacob poco tiempo después. El pequeño fue la bendición del cielo que les devolvió la alegría de vivir a ambos. O eso parecía, porque desde la misma noche de su nacimiento, yo supe que algo iba mal. Aquella misma madrugada volví a soñar con el Dr. Caín. Mientras el niño crecía, Fleischmann y Eva estaban tan cegados por la alegría que eran incapaces de reconocer la amenaza que se cernía sobre ellos. Ambos estaban volcados en procurar la felicidad del niño y en complacer todos sus caprichos. Nunca hubo un niño en la Tierra tan consentido y mimado como Jacob Fleischmann. Pero, poco a poco, los signos de la presencia de Caín se fueron haciendo más palpables. Un día, cuando Jacob tenía cinco años, el niño se perdió mientras jugaba en el patio de atrás. Fleischmann y Eva lo buscaron desesperados durante horas, pero no había señal de él. Al caer la noche, Fleischmann tomó una linterna y se adentró en el bosque, temiendo que el pequeño se hubiera extraviado en la espesura y sufrido un accidente. Cuando habían construido la casa, seis años atrás, Fleischmann recordaba que en el umbral del bosque existía un pequeño recinto cerrado y vacío que al parecer había pertenecido, mucho tiempo atrás, a un antigua perrera derribada a principios de siglo. Era el lugar donde se encerraba a los animales que iban a ser sacrificados. Aquella noche, una intuición llevó a Fleischmann a pensar que tal vez el niño había entrado allí y había quedado atrapado. Su corazonada era en parte acertada, pero no sólo encontró a su hijo allí. El recinto que años atrás había estado desierto, estaba ahora poblado por estatuas. Jacob estaba jugando entre las figuras cuando su padre le encontró y le sacó de allí. Un par de días después, Fleischmann me visitó en el faro y me explicó lo sucedido. Me hizo jurar que, si algo le sucedía a él, yo me haría cargo del pequeño. Aquello fue sólo el principio. Fleischmann ocultaba a su esposa los incidentes inexplicables que se sucedían en torno al niño, pero en el fondo él comprendía que no había escapatoria y que tarde o temprano Caín volvería a buscar lo que le pertenecía.

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