Carlos Zafón - El Principle de la Niebla
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Los dos hermanos acostaron a Roland en el catre de la cabaña de la playa y le cubrieron con mantas. Ninguno de ellos sentía deseos de hablar de lo que había sucedido, al menos por el momento. Era la primera vez que la amenaza del Príncipe de la Niebla se hacía tan dolorosamente palpable y resultaba difícil encontrar palabras que pudieran expresar la inquietud que sentían en aquellos momentos. El sentido común parecía indicar que lo mejor era atender a las necesidades inmediatas, y así lo hicieron. Roland tenía preparado un mínimo botiquín en la cabaña, del que Max dispuso para desinfectar las heridas de Alicia. Roland se durmió a los pocos minutos. Alicia lo observaba con el rostro descompuesto.
- Se va a poner bien. Está agotado, eso es todo -dijo Max.
Alicia miró a su hermano.
- ¿Y tú qué? Le has salvado la vida -dijo Alicia, cuya voz delataba sus nervios a flor de piel -. Nadie hubiera sido capaz de hacer lo que has hecho, Max.
- Él lo hubiera hecho por mí -dijo Max, que prefería evitar el tema.
- ¿Cómo te encuentras? -insistió su hermana.
- ¿La verdad? -preguntó Max.
Alicia asintió.
- Creo que voy a vomitar -sonrió Max -. En toda mi vida no me he encontrado peor.
Alicia abrazó a su hermano con fuerza. Max se quedó inmóvil, con los brazos caídos, sin saber si se trataba de una efusión de cariño fraternal o una expresión del terror que su hermana había experimentado minutos atrás, cuando intentaban reanimar a Roland.
- Te quiero, Max -le susurró Alicia -. ¿Me has oído?
Max guardó silencio, perplejo. Alicia le liberó de su abrazo fraternal y se volvió hacia la puerta de la cabaña, dándole la espalda. Max advirtió que su hermana estaba llorando.
- No lo olvides nunca, hermanito -murmuró -. Y ahora duerme un poco. Yo haré lo mismo.
- Si me duermo ahora, no me vuelvo a levantar -suspiró Max.
Cinco minutos después, los tres amigos estaban profundamente dormidos en la cabaña de la playa y nada en el mundo hubiera podido despertarlos.
Capítulo catorce
Al caer el crepúsculo, Víctor Kray se detuvo a cien metros de la casa de la playa, donde los Carver habían fijado su nuevo hogar. Aquella era la misma casa donde la única mujer a la que había amado realmente, Eva Gray, había dado a luz a Jacob Fleischmann. El ver de nuevo la fachada blanca de la villa reabrió heridas en su interior que creía cerradas para siempre. Las luces de la casa estaban apagadas y el lugar parecía vacío. Víctor Kray supuso que los muchachos debían de estar todavía en el pueblo con Roland.
El farero recorrió el trayecto hasta la casa y cruzó la cerca blanca que la rodeaba. La misma puerta y las mismas ventanas que recordaba perfectamente relucían bajo los últimos rayos del Sol. El anciano cruzó el jardín hasta el patio trasero y salió al campo que se extendía tras la casa de la playa. A lo lejos se alzaba el bosque y, en su umbral, el jardín de estatuas. Hacía mucho tiempo que no volvía a aquel lugar y se detuvo de nuevo a observarlo de lejos, temeroso de lo que se ocultaba tras sus muros. Una densa niebla se esparcía en dirección a la vivienda a través de los oscuros barrotes de la verja del jardín de estatuas.
Víctor Kray estaba asustado y se sentía viejo. El miedo que le carcomía el alma era el mismo que había experimentado décadas atrás en los callejones de aquel suburbio industrial, donde oyó por vez primera la voz del Príncipe de la Niebla. Ahora, en el ocaso de su vida, aquel círculo parecía cerrarse y, a cada jugada, el anciano sentía que ya no le quedaban ases para la apuesta final.
El farero avanzó con paso firme hasta la entrada del jardín de estatuas. Pronto, la niebla que brotaba del interior le cubrió hasta la cintura. Víctor Kray introdujo la mano temblorosa en el bolsillo de su abrigo y extrajo su viejo revólver, cargado concienzudamente antes de partir, y una potente linterna. Con el arma en la mano, se adentró en el recinto, encendió la linterna y alumbró el interior del jardín. El haz de luz reveló un panorama insólito. Víctor Kray bajó el arma y se frotó los ojos, pensando que estaba siendo víctima de alguna alucinación. Algo había ido mal, o al menos, aquello no era lo que esperaba encontrar. Dejó que el haz de la linterna rebanase de nuevo la niebla. No era una ilusión: el jardín de estatuas estaba vacío.
El anciano se acercó a observar desconcertado los pedestales yermos y abandonados. Al tiempo que trataba de restablecer el orden en sus pensamientos, Víctor Kray percibió el murmullo lejano de una nueva tormenta que se aproximaba y alzó la vista hacia el horizonte. Un manto amenazador de nubes oscuras y turbias se extendía sobre el cielo como una mancha de tinta en un estanque. Un rayo escindió el cielo en dos y el eco de un trueno llegó a la costa como el redoble premonitorio de una batalla. Víctor Kray escuchó la letanía del temporal que se fraguaba mar adentro y, finalmente, recordando haber contemplado aquella misma visión a bordo del Orpheus veinticinco años atrás, comprendió lo que iba a suceder.
Max despertó empapado en sudor frío y tardó unos segundos en averiguar dónde se encontraba. Sentía su corazón palpitar como el motor de una vieja motocicleta. A pocos metros de él, reconoció un rostro familiar: Alicia, dormida junto a Roland; y recordó que estaba en la cabaña de la playa. Hubiera jurado que su sueño apenas había durado más de unos minutos, aunque en realidad había dormido por espacio de casi una hora. Max se incorporó sigilosamente y salió al exterior en busca de aire fresco, mientras las imágenes de una angustiosa pesadilla de asfixia en la que él y Roland quedaban atrapados en el interior del casco del Orpheus se desvanecían en su mente.
La playa estaba desierta y la marea alta se había llevado el bote de Roland mar adentro, donde muy pronto la corriente lo arrastraría consigo y el pequeño esquife se perdería en la inmensidad del océano irremisiblemente. Max se aproximó hasta la orilla y se humedeció la cara y los hombros con el agua fresca del mar. Luego se acercó hasta el recodo que formaba una pequeña cala y se sentó entre las rocas, con los pies hundidos en el agua, con la esperanza de recobrar la calma que el sueño no había podido proporcionarle.
Max intuía que tras los acontecimientos de los últimos días se escondía alguna lógica. La sensación de un peligro inminente se palpaba en el aire y, si se detenía a pensar en ello, podía trazarse una línea ascendente en las apariciones del Dr. Caín. A cada hora que pasaba, su presencia parecía adquirir mayor poder. A los ojos de Max, todo formaba parte de un complejo mecanismo que iba ensamblando sus piezas una a una y cuyo centro convergía en torno al oscuro pasado de Jacob Fleischmann, desde las enigmáticas visitas al jardín de estatuas que había presenciado en las películas del cobertizo a aquella criatura indescriptible que había estado a punto de acabar con sus vidas aquella misma
tarde.
Habida cuenta de lo sucedido aquel día, Max comprendía que no podían permitirse el lujo de esperar un nuevo encuentro con el Dr. Caín para actuar: era preciso anticiparse a sus movimientos y tratar de prever cuál sería su próximo paso. Para Max sólo había un modo de averiguarlo: seguir la pista que Jacob Fleischmann había dejado años atrás en sus películas.
Sin molestarse en despertar a Alicia y a Roland, Max montó en su bicicleta y se dirigió hacia la casa de la playa. A lo lejos, sobre la línea del horizonte, un punto oscuro emergió de la nada y empezó a expandirse como una nube de gas letal. La tormenta se estaba formando.
De vuelta en la casa de los Carver, Max enhebró el rollo de película en la bobina del proyector. La temperatura había bajado ostensiblemente mientras cubría el trayecto en bicicleta y seguía descendiendo. Los primeros ecos de la tormenta podían escucharse entre las ráfagas ocasionales de viento que golpeaban los postigos de la casa. Antes de proyectar la película, Max se apresuró escaleras arriba y se enfundó ropa seca de abrigo. La estructura de madera envejecida de la casa crujía bajo sus pies y parecía hacerse vulnerable al acoso del viento. Mientras se cambiaba de ropa, Max advirtió desde la ventana de su habitación que la tormenta que se acercaba estaba cubriendo el cielo con un manto de oscuridad que anticipaba el anochecer en un par de horas. Aseguró el cierre de la ventana y bajó de nuevo a la sala para encender el proyector.
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