Carlos Zafón - El Principle de la Niebla
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Carlos Ruiz Zafón
EL PRÍNCIPE DE LA NIEBLA
El Príncipe de la Niebla
"El nuevo hogar" de los Carver está rodeado de misterio. En él aún se respira el espíritu de Jacob, el hijo de los antiguos propietarios, que murió ahogado. Las extrañas circunstancias de esa muerte sólo se empieza a aclarar con la aparición de un diabólico personaje: el príncipe de la Niebla, capaz de conceder cualquier deseo a una persona a un alto precio…
"Carlos Ruiz Zafón" (Barcelona, 1964) se fugó del esquizofrénico mundo de la publicidad en 1992 con el propósito de hacer algo edificante con su vida. Un año después obtuvo el Premio Edebé de Literatura Juvenil con su primera novela, "El Príncipe de la Niebla". Desde 1993 reside en Los Angeles, donde divide su tiempo entre la música y la literatura.
Para mi padre, Justo Ruiz Vigo, que me enseñó a ser amigo de los libros.
Capítulo uno
Habrían de pasar muchos años antes de que Max olvidara el verano en que descubrió, casi por casualidad, la magia. Corría el año 1943 y los vientos de la Gran Guerra arrastraban al mundo corriente abajo, sin remedio. A mediados de junio, el día en que Max cumplió los trece años, su padre, relojero e inventor a ratos perdidos, reunió a la familia en el salón y les anunció que aquél era el último día que pasarían en la que había sido su casa en los últimos diez años. La familia se mudaba a la costa, lejos de la ciudad y de la guerra, a una casa junto a la playa de un pequeño pueblecito a orillas del Atlántico.
La decisión era terminante: partirían al amanecer del día siguiente. Hasta entonces, debían empacar todas sus posesiones y prepararse para el largo viaje hasta su nuevo hogar.
La familia recibió la noticia sin sorprenderse. Casi todos ya imaginaban que la idea de abandonar la ciudad en busca de un lugar más habitable le rondaba por la cabeza al buen Maximilian Carver desde hacía tiempo; todos menos Max. Para él, la noticia tuvo el mismo efecto que una locomotora enloquecida atravesando una tienda de porcelanas chinas. Se quedó en blanco, con la boca abierta y la mirada ausente. Durante ese breve trance pasó por su mente la terrible certidumbre de que todo el mundo, incluyendo sus amigos del colegio, la pandilla de la calle y la tienda de tebeos de la esquina, estaba a punto de desvanecerse para siempre. De un plumazo.
Mientras los demás miembros de la familia disolvían la concentración para disponerse a hacer el equipaje con aire de resignación, Max permaneció inmóvil mirando a su padre. El buen relojero se arrodilló frente a su hijo y le colocó las manos sobre los hombros. La mirada de Max se explicaba mejor que un libro.
Ahora te parece el fin del mundo, Max. Pero te prometo que te gustará el lugar adonde vamos. Harás nuevos amigos, ya lo verás.
- ¿Es por la guerra? -preguntó Max -. ¿Es por eso por lo que tenemos que irnos?
Maximilian Carver abrazó a su hijo y luego, sin dejar de sonreír, extrajo del bolsillo de su chaqueta un objeto brillante que pendía de una cadena y lo colocó entre las manos de Max. Un reloj de bolsillo.
- Lo he hecho para ti. Feliz cumpleaños, Max
Max abrió el reloj, labrado en plata. En el interior de la esfera cada hora estaba marcada por el dibujo de una luna que crecía y menguaba al compás de las agujas, formadas por los haces de un sol que sonreía en el corazón del reloj. Sobre la tapa, grabada en caligrafía, se podía leer una frase: "La máquina del tiempo de Max".
Aquel día, sin saberlo, mientras contemplaba a su familia deambular arriba y abajo con las maletas y sostenía el reloj que le había regalado su padre, Max dejó para siempre de ser un niño.
La noche de su cumpleaños Max no pegó ojo. Mientras los demás dormían, esperó la fatal llegada de aquel amanecer que habría de marcar la despedida final al pequeño universo que se había formado a lo largo de los años. Pasó las horas en silencio, tendido en la cama con la mirada perdida en las sombras azules que danzaban sobre el techo de su habitación, como si esperase ver en ellas un oráculo capaz de dibujar su destino a partir a partir de aquel día. Sostenía en su mano el reloj que su padre había forjado para él. Las lunas sonrientes de la esfera brillaban en la penumbra nocturna. Tal vez ellas tuvieran la respuesta a todas las preguntas que Max había empezado a coleccionar desde aquella misma tarde.
Finalmente, las primeras luces del alba despuntaron sobre el horizonte azul. Max saltó de la cama y se dirigió hasta el salón. Maximilian Carver estaba acomodado en una butaca, vestido y sosteniendo un libro junto a la luz de un quinqué. Max vio que no era el único que había pasado la noche en vela. El relojero le sonrió y cerró el libro.
- ¿Qué lees? -preguntó Max, señalando el grueso volumen.
- Es un libro sobre Copérnico. ¿Sabes quién es Copérnico? -respondió el relojero.
- Voy al cole -respondió Max.
Su padre tenía el hábito de hacerle preguntas como si se acabase de caer de un árbol.
- ¿Y qué sabes de él? -insistió.
- Descubrió que la Tierra gira alrededor del Sol y no al revés.
- Más o menos. ¿Y sabes lo que eso significó?
- Problemas -repuso Max.
El relojero sonrió ampliamente y le tendió el grueso libro.
- Ten. Es tuyo. Léelo.
Max inspeccionó el misterioso libro encuadernado en piel. El libro parecía tener 1000 años y servir de morada al espíritu de algún viejo genio encadenado a sus páginas por un maleficio centenario.
- Bueno -atajó su padre -, ¿quién despierta a tus hermanas?
Max, sin levantar la vista del libro, indicó con la cabeza que le cedía el honor de arrancar a Alicia e Irina, sus dos hermanas de quince y ocho años respectivamente, de su profundo sueño. Luego, mientras su padre se dirigía a tocar diana para toda la familia, Max se acomodó en la butaca, abrió el libro de par en par y empezó a leer. Media hora más tarde, la familia en pleno cruzaba por última vez el umbral de la puerta hacia una nueva vida. El verano había empezado.
Max había leído alguna vez en uno de los libros de su padre que ciertas imágenes de la infancia se quedan grabadas en el álbum de la mente como fotografías, como escenarios a los que, no importa el tiempo que pase, uno siempre vuelve y recuerda. Max comprendió el sentido de aquellas palabras la primera vez que vio el mar.
Llevaban más de cinco horas en el tren cuando, de súbito, al emerger de un oscuro túnel, una infinita lámina de luz y claridad espectral se extendió ante sus ojos. El azul eléctrico del mar resplandeciente bajo el sol del mediodía se grabó en su retina como una aparición sobrenatural. Mientras el tren seguía su camino a pocos metros del mar, Max sacó la cabeza por la ventanilla y sintió por primera vez el viento impregnado de olor a salitre sobre su piel. Se volvió a mirar a su padre, que le contemplaba desde el extremo del compartimiento del tren con una sonrisa misteriosa, asintiendo a una pregunta que Max no había llegado a formular. Supo entonces que no importaba cuál fuera el destino de aquel viaje ni en qué estación se detuviera el tren; desde aquel día nunca viviría en un lugar desde el cual no pudiese ver cada mañana al despertar aquella luz azul y cegadora que ascendía hacia el cielo como un vapor mágico y transparente. Era una promesa que se había hecho a sí mismo.
Mientras Max contemplaba alejarse el ferrocarril desde el andén de la estación del pueblo, Maximilian Carver dejó unos minutos a su familia anclada con el equipaje frente al despacho del jefe de estación para negociar con alguno de los portadores locales un precio razonable por transportar bultos, personas y demás parafernalia hasta el punto final de destino. La primera impresión de Max respecto al pueblo y al aspecto que ofrecían la estación y las primeras casas, cuyos techos asomaban tímidamente sobre los árboles circundantes, fue la de que aquel lugar parecía una maqueta, uno de aquellos pueblos construidos en miniatura por coleccionistas de trenes eléctricos, donde si uno se aventuraba a caminar más de la cuenta podía acabar cayéndose de una mesa. Ante tal idea, Max empezaba a contemplar una interesante variación de la teoría de Copérnico respecto al mundo cuando la voz de su madre, junto a él, le rescató de sus ensoñaciones cósmicas.
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