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Carlos Zafón: El Principle de la Niebla

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Carlos Zafón El Principle de la Niebla

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- ¿Y bien? ¿Aprobado o suspendido?

- Es pronto para saberlo -contestó Max -.Parece una maqueta. Como ésas de los escaparates de las jugueterías.

- A lo mejor lo es -sonrió su madre. Cuando lo hacía, Max podía ver en su rostro un reflejo pálido de su hermana Irina.

- Pero no le digas eso a tu padre -continuó -. Ahí viene.

Maximilian Carver llegó de vuelta escoltado por dos fornidos transportistas con sendos atuendos estampados de manchas de grada, hollín y alguna sustancia imposible de identificar. Ambos lucían frondosos bigotes y una gorra de marino, como si tal fuera el uniforme de su profesión.

- Éstos son Robin y Philip -explicó el relojero-. Robin llevará las maletas y Philip, a la familia. ¿De acuerdo?

Sin esperar la aprobación familiar, los dos forzudos se dirigieron a la montaña de baúles y cargaron metódicamente con el más voluminoso sin el menor asomo de esfuerzo. Max extrajo su reloj y contempló la esfera de lunas risueñas. Las agujas de su reloj marcaban las dos de la tarde. El viejo reloj de la estación marcaba las doce y media.

- El reloj de la estación va mal -murmuró Max.

- ¿Lo ves? -contestó su padre, eufórico -. Nada más llegar y ya tenemos

trabajo.

Su madre sonrió débilmente, como siempre hacia ante las muestras de optimismo radiante de Maximilian Carver, pero Max pudo leer en sus ojos una sombra de tristeza y aquella extraña luminosidad que, desde niño, le había llevado a creer que su madre intuía en el futuro lo que los demás no podían adivinar.

- Todo va a salir bien, mamá -dijo Max, sintiéndose como un tonto un segundo después de pronunciar aquellas palabras.

Su madre le acarició la mejilla y le sonrió.

- Claro, Max. Todo va a salir bien.

En aquel momento Max tuvo la certeza de que alguien le miraba. Giró rápidamente la vista y pudo ver cómo, entre los barrotes de una de las ventanas de la estación, un gran gato atigrado le contemplaba fijamente, como si pudiera leer sus pensamientos. El felino pestañeó y de un salto que evidenciaba una agilidad impensable en un animal de aquel tamaño, gato o no gato, se acercó hasta la pequeña Irina y frotó su lomo contra los tobillos blancos de su hermana. La niña se arrodilló para acariciar al animal, que maullaba suavemente. Irina lo cogió en brazos y el gato se dejó arrullar mansamente, lamiendo con dulzura los dedos de la niña, que sonreía hechizada ante el encanto del felino. Irina, con el gato en sus brazos, se acercó hasta el lugar donde esperaba la familia.

- No acabamos ni de llegar y ya has cogido un bicho. A saber lo que llevará encima -sentenció Alicia con evidente fastidio.

- No es un bicho. Es un gato y está abandonado -replico Irina -. ¿Mamá?

- Irina, ni siquiera hemos llegado a casa -empezó su madre.

La niña forzó una mueca lastimosa, a la que el felino contribuyó con un maullido dulce y seductor.

- Puede estar en el jardín. Por favor…

- Es un gato gordo y sucio -añadió Alicia -. ¿Vas a dejar que se salga otra vez con la suya?

Irina dirigió a su hermana mayor una mirada penetrante y acerada que prometía una declaración de guerra a menos que ésta cerrase la boca. Alicia sostuvo la mirada unos instantes y después se volvió, con un suspiro de rabia, alejándose hasta donde los transportistas estaban cargando el equipaje. Por el camino se cruzó con su padre, a quien no se le escapó el semblante enrojecido de Alicia.

- ¿Ya estamos de pelea? -preguntó Maximilian Carver -. ¿Y esto?

- Está solo y abandonado. ¿Nos lo podemos llevar? Estará en el jardín y yo lo cuidaré. Lo prometo -se apresuró a explicar Irina.

El relojero, atónito, miró al gato y luego a su esposa.

- No sé qué dirá tu madre…

- ¿Y qué dices tú, Maximilian Carver? -replicó su mujer, con una sonrisa evidente que le divertía el dilema que le había pasado a su esposo.

- Bien. Habría que llevarlo al veterinario y además…

- Por favor… -gimió Irina.

El relojero y su mujer cruzaron una mirada de complicidad.

- ¿Por qué no? -concluyó Maximilian Carver, incapaz de empezar el verano con un conflicto familiar -. Pero tú te encargarás de él. ¿Prometido?

El rostro de Irina se iluminó y las pupilas del felino se estrecharon hasta perfilarse como agujas negras sobre esfera dorada y luminosa de sus ojos.

- ¡Venga! ¡Andando! El equipaje ya está cargado -dijo el relojero.

Irina se llevó al gato en brazos, corriendo hacia las furgonetas. El felino, con la cabeza apoyada en el hombro de la niña, mantuvo sus ojos clavados en Max. "Nos estaba esperando", pensó.

No te quedes ahí pasmado, Max. En marcha insistió su padre de camino hacia las furgonetas de la mano de su madre. Max les siguió.

Fue entonces cuando algo le hizo volverse y mirar de nuevo la esfera ennegrecida del reloj de la estación. Lo examinó cuidadosamente y percibió que había algo en ella que no cuadraba. Max recordaba perfectamente que al llegar a la estación el reloj indicaba media hora pasado el mediodía. Ahora, las agujas marcaban las doce menos diez.

- ¡Max! -sonó la voz de su padre, llamándole desde la furgoneta -¡Que nos vamos!

- Ya voy -murmuró Max pasa sí mismo, sin dejar de mirar la esfera.

El reloj no estaba estropeado; funcionaba perfectamente, con una sola particularidad: lo hacía al revés.

Capítulo dos

La nueva casa de los Carver estaba situada en el extremo norte de una larga playa que se extendía frente al mar como una lámina de arena blanca y luminosa, con pequeñas islas de hierbas salvajes que se agitaban al viento. La playa formaba una prolongación del pueblo, constituido por pequeñas casas de madera de no más de dos pisos, que en su mayoría estaban pintadas en amables tonos pastel, con su jardín y su cerca blanca alineada pulcramente, reforzando la impresión de ciudad de casas de muñecas que Max había tenido al poco de llegar.

De camino cruzaron el pueblo, la rambla principal y la plaza del ayuntamiento, mientras Maximilian Carver explicaba las maravillas del pueblo con el entusiasmo de un guía local.

El lugar era tranquilo y estaba poseído por aquella misma luminosidad que había hechizado a Max al ver el mar por vez primera. La mayoría de los habitantes del pueblo utilizaban bicicletas para sus traslados, o sencillamente iban a pie. Las calles estaban limpias y el único ruido que se escuchaba, a excepción de algún ocasional vehículo a motor, era el suave envite del mar rompiendo en la playa.

A medida que recorrían el pueblo, Max pudo ver cómo los rostros de cada uno de los miembros de la familia reflejaban los pensamientos que les producía el espectáculo del que tendría que ser el nuevo escenario de sus vidas. La pequeña Irina y su felino aliado contemplaban el desfile ordenado de calles y casas con serena curiosidad, como si ya se sintieran en casa. Alicia, ensimismada en pensamientos impenetrables, parecía estar a miles de kilómetros de allí, lo que confirmaba a Max la certeza de lo poco o nada que sabía respecto a su hermana mayor. Su madre miraba con resignada aceptación el pueblo, sin perder una sonrisa impuesta para no reflejar la inquietud que, por algún motivo que Max no acertaba a intuir, la embargaba. Finalmente, Maximilian Carver observaba triunfalmente su nuevo hábitat dirigiendo miradas a cada miembro de la familia, que eran metódicamente respondidas con una sonrisa de aceptación (el sentido común parecía confirmar que cualquier otra cosa podría romper el corazón del buen relojero, convencido de que había llevado a su familia al nuevo paraíso).

A la vista de aquellas calles bañadas de luz y tranquilidad, Max pensó que el fantasma de la guerra resultaba lejano e incluso irreal y que, tal vez, su padre había tenido una intuición genial al decidir mudarse a aquel lugar. Cuando las furgonetas enfilaron el camino que llevaba hasta su casa en la playa, Max ya había borrado de su mente el reloj de la estación y la intranquilidad que el nuevo amigo de Irina le había producido de buen principio. Miró hacia el horizonte y creyó distinguir la silueta de un buque, negro y afilado, navegando como un espejismo entre la calima que empañaba la superficie del océano. Segundos después, había desaparecido.

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