Alicia Bartlett - Muertos de papel

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Muertos de papel: краткое содержание, описание и аннотация

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Un periodista del corazón especialista en divulgar las noticias más escandalosas es asesinado en su propia casa. La inspectora Petra Delicado y el subinspector Fermín Garzón se encargan del caso. La lista de sospechosos se extiende a todos los personajes del gran mundo y la farándula que se habían visto perjudicados por las publicaciones de sus distintos devaneos.
No es un ambiente que guste demasiado a los dos policías. Además, su caso se verá complicado con el asesinato de una joven azafata de congresos con el que parece guardar relación. Todo se convierte en una complicada maraña de la que nadie saldrá limpio al final.

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Ver el escenario del crimen me sobrecogió. Las manchas de sangre sobre el sillón y la alfombra, la quietud cubierta de polvo. Una lámpara seguía derrumbada sobre el sofá. El desorden que había generado la breve búsqueda del asesino estaba también ensimismado en el tiempo, revistas abiertas, sobres vacíos...

Garzón se movía por la estancia sigiloso como un gato. No hablábamos. Era como si el espíritu de la muerta estuviera aún en el aire, quizá también el aura de su asesino. Un libro yacía en la mesita de centro, con una señal de punto colocada más o menos hacia la mitad. Era una novela americana de misterio. Marta Merchán no llegó a enterarse de quién era el asesino. Así vivía Marta Merchán, con refinamiento y sofisticación. Mantener su tren de vida había sido primordial para ella, por encima de la tranquilidad que hubiera conseguido no mezclándose en asuntos oscuros.

Seguí curioseando.

—¿Qué hay arriba? —le pregunté a Garzón.

—Los dormitorios, pero el informe de Moliner dice que nada hace pensar que el asesino entrara en ellos. Sólo se metió en el estudio.

No contesté. Ascendí por la escalera dejando al subinspector absorto revolviendo un archivador que había sobre una mesa de despacho. En la pared se veían cuadritos fabricados con flores secas.

Quedé en el distribuidor, frente a tres puertas cerradas. Abrí la primera, encendí la luz. Era el dormitorio de Raquel Valdés, lleno de libros, de pósters juveniles, algunas muñecas... una vida infantilizada a la que necesariamente debería decir adiós. De pronto, sentí una gran curiosidad por ver la habitación de Marta Merchán y me percaté de que lo que estaba haciendo no tenía más definición que la de simple cotilleo. Volví sobre mis pasos y entré en la segunda habitación. Accioné el interruptor. Una gran cama de matrimonio me demostró que había llegado a donde quería. Entonces, en un solo golpe de vista, me di cuenta con toda claridad. Miré y volví a mirar, me moví por el cuarto para convencerme de que era verdad lo que tenía ante mis ojos. La excitación no dejaba que la voz me saliera de la garganta. Despacio, luchando con el nerviosismo, me acerqué a la escalera y grité:

—¡Suba, Fermín, venga inmediatamente!

El subinspector llegó en dos segundos, resollando y con la pistola en la mano.

—¿Qué pasa?

—Mire esto —dije haciendo un gesto amplio que abarcaba toda la habitación.

Garzón miró hacia todas partes, un poco mosqueado.

—¿Qué? —dijo con total incomprensión.

Me metí por entre los muebles y, como en una danza ensayada y precisa, empecé a tocar los borlones que pendían de todos lados: en el dosel de la cama, en el sillón de lectura, en el tocador, en las cortinas, en los cojines que había sobre el cobertor.

—¿Se da cuenta, Fermín? ¡Borlones de color canela, horribles borlones por todas partes! Le apuesto a que hace menos de un año que Marta Merchán cambió la decoración de su dormitorio. ¿Ha visto algo entre sus facturas?

—Pues no sé, ni siquiera me he fijado.

Bajamos a toda prisa y empecé a revolver en el archivador doméstico en el que el subinspector trajinaba momentos antes. Las facturas diversas iban cayendo al suelo en un montón informe. Por fin di con una que me interesó:

—Mire esto: una factura de cortinas. Veamos la fecha... ¡Hace seis meses! ¿Se da cuenta? —pregunté, enloquecida por mi hallazgo. Mi compañero aún me observaba con la boca floja y los ojos perdidos. Le puse ambas manos en los hombros y dije muy satisfecha de mi sagacidad—: Creo que la entente cordiale entre estos dos divorciados era mucho mayor de lo que habíamos sospechado, subinspector. ¡Se trataba de una auténtica familia!

Había que pensar con detenimiento, con cuidado, cualquier paso en falso lo pagaríamos caro. No podíamos salir pitando en busca de Pepita Lizarrán y presentar los borlones como prueba consecuente para su detención. Si se me ocurría hacer algo así, Coronas se comería mi hígado mojando pan en los jugos. Debíamos idear una estrategia, y ésta no incluía el comunicarle nuestra casi certidumbre a Moliner. Sinceramente, no era un plato de gusto aparecer frente a un policía avezado y remontarte a los orígenes de la historia de las artes decorativas. Si yo estaba remisa a adoptar semejante solución, no digamos nada del subinspector. A él todo aquel asunto de los borlones seguía pareciéndole una temeridad de la que podíamos salir trasquilados. Daba igual lo mucho que yo ponderara el buen resultado que nos había dado la vez anterior; Garzón temía que nos precipitáramos sobre Pepita Lizarrán sin una base más sólida que unos amasijos de flecos hilados. Se lo expliqué con todo lujo de detalles para que comprendiera hasta qué punto casaba todo a la perfección. Por fin, debió de cansarse, o lo convencí, el caso fue que se parapetó tras sus manos abiertas y dijo:

—Está bien, inspectora, está bien, partamos de esa posibilidad y elaboremos un plan, si es que es posible algo semejante, pero por lo que más quiera, no diga a nadie lo de los borlones a no ser que resulte estrictamente necesario.

Creo que incluso lo comprendí: los hombres tienen una escala de valores que intenta siempre evitar el ridículo, aunque sea aparente. De modo que no dije lo de los borlones, sino que informé a Coronas sobre mis sospechas muy fundadas de que Pepita Lizarrán había decorado el dormitorio de Marta Merchán. Coronas estuvo a punto de quitar importancia al hallazgo, pero yo rematé:

—Y si lo decoró es que se conocían, señor, cosa que nadie había pensado. Y si se conocían, pudo matarla. La envergadura física del asesino coincidiría con la de esa mujer.

—¿Cuál sería su móvil?

—Cobrar. Pensó que el último dinero pagado a Valdés debía pasar a su poder. Sin duda, conocía el funcionamiento de toda la organización, lo cual en su día negó.

La detención de Pepita Lizarrán en base a sus gustos decorativos resultaba rayana en la imposibilidad jurídica, pero Garzón y yo fuimos a su casa y estuvimos hablando con ella. Le temblaban las manos al negar todas nuestras imputaciones, pero tampoco se puede procesar a nadie partiendo de su reacción en un interrogatorio. Mucho más definitivo fue el hecho de que se negara en redondo a que le fuera practicada una prueba de ADN. Eso dio motivos para que el juez se interesara en nuestras sospechas. Finalmente, amenazada por esta evidencia, se avino a la comprobación médica. Quizá confiaba en que se tratara de una estratagema contra ella para obligarla a confesar.

Unos días más tarde, el análisis de ADN demostró que el cabello ensangrentado encontrado en el lugar del crimen le pertenecía claramente. Sólo entonces, segura de que no estábamos tendiéndole una segunda trampa, Pepita confesó lacónicamente que había matado a Marta Merchán.

Como todas las cosas después de conocidas, su culpabilidad parecía ahora evidente. Era la única pieza de todo aquel mosaico complejo de quien no se nos había ocurrido sospechar. A nadie le pasó por la cabeza que su versión inicial no fuera verdadera. Finalmente, ¿por qué dudar de que un hombre intente preservar a su amante de los manejos sucios en los que anda metido? ¿Por qué pensar siquiera que su nuevo amor conoce a su ex esposa? ¿Cómo llegar a imaginar que ex esposos y nuevos amantes andan todos revueltos en franca camaradería? Al fin y al cabo, estamos en España, y nunca hasta entonces se había conocido semejante promiscuidad. Pepita Lizarrán había visto en más de una ocasión a Marta Merchán, y sabía cuál era su papel en la cadena del delito. Sólo desconocía un pequeño detalle: ¿dónde escondía la tesorera el dinero cobrado? Eso le costó la vida a la ex esposa de Valdés, aunque la Lizarrán se encargó de recalcar en su declaración que había matado a Marta porque siempre había creído que era también culpable en la muerte de Valdés, que ella le había llevado por el mal camino, que siempre la detestó, que nunca perdonaría a quienes habían matado al hombre que había sido la única pasión de su vida.

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