Alicia Giménez Bartlett
Día de perros
Petra Delicado - 2
ePUB v1.0
RufusFire10.02.12
La documentación necesaria para escribir la presente novela
no hubiera sido posible sin la estrecha colaboración de Antonio Arasa,
experto en comportamiento canino, que supervisó la redacción del libro
y aportó gran cantidad de datos para la verosimilitud de la trama.
Deseo asimismo dar las gracias por su participación a
Carlos Esteller (veterinario), Departament de Medi Ambient
de los Mossos d'Esquadra de la Generalitat de Catalunya
y Guardia Urbana de Barcelona.
1
Hay días que comienzan extraños. Te despiertas en la cama, tomas conciencia, echas pie a tierra, preparas café... sin embargo, la idea de futuro que divisas frente a ti supera el espacio de una jornada. Sin mirar más adelante, ves. Luego, cualquier acto empieza a tener el mismo tono profético y esencial. «Algo sucederá», te dices y sales a la calle dispuesta a estar atenta, sensible, porosa ante los imprevistos, analítica con la realidad. Por ejemplo, aquella mañana, aparentemente una mañana normal, me crucé en la puerta con una anciana vecina. Después de saludarme, se enzarzó en un monólogo interminable para acabar contándome que mi actual casa de Poble Nou había sido en tiempos un burdel.
Después de conocer el dato histórico pasé un buen rato recorriendo mi domicilio con curiosidad. Supongo que intentaba captar algún eco de los pasados ardores que entre aquellas paredes habían devenido. Pero nada, quizás la reforma a la que sometí el lugar había sido demasiado drástica; probablemente los albañiles habían emparedado toda lujuria y los pintores blanqueado cualquier vestigio carnal. Es posible que buscando rastros del antiguo lupanar, estuviera expresando un deseo inconsciente de disfrutar de incentivos novedosos. No me extrañaría. Durante dos años, trabajo, lectura, música y jardinería habían constituido mi única diversión. Tampoco eso me preocupaba demasiado ya que, después de dos divorcios, el aburrimiento sabe a paz. Bien, en cualquier caso, el descubrir la existencia de aquel previo local había removido mi conciencia por primera vez en dos años, haciendo que me preguntara si no estaba llevando demasiado lejos mis deseos de soledad.
Aquél fue un aldabonazo mental sin demasiadas consecuencias inmediatas para mi vida. Ya se encarga siempre el destino de neutralizar los impulsos que desembocan en la revolución personal, y mi destino señalaba que iba a mantenerme juiciosa durante más tiempo. Dejé de hacerme preguntas embarazosas sobre pasiones pretéritas, y no me costó ningún esfuerzo; de hecho lo conseguí con toda facilidad gracias a que todas mis energías estuvieron absorbidas por el trabajo. ¿Muchos libros que clasificar en el Departamento de Documentación? Ni pensarlo, eso no hubiera logrado acaparar mi atención más del tiempo estrictamente necesario. Lo que sucedió fue que al subinspector Garzón y a mí nos encargaron un nuevo caso. Eso justificaba la extraña sensación matinal con mucha más razón que el fantasma de la casa de putas. Se trataba de un caso modesto, reconozcámoslo, pero que llegó a complicarse de tal modo, que se convirtió en un asunto extraño, sin precedentes en la moderna historia policial.
He de advertir que, por aquel entonces, aunque el subinspector Garzón y yo ya éramos muy buenos amigos, sólo nos habíamos frecuentado en el bar que hay frente a comisaría. Era la nuestra una amistad circunscrita al marco profesional, sin que cenas ni asistencias al cine ayudaran a un mayor conocimiento. Sin embargo, allí, en aquel bar costroso, habíamos tomado juntos suficiente café como para quitar el sueño a todo un santuario de monjes budistas.
Garzón no se mostró entusiasmado por la naturaleza del caso que nos asignaron, pero estaba contento de que fuéramos a compartir de nuevo un poco de acción. Como parecía que iba a convertirse en costumbre, nos confiaban aquel asunto porque el resto de compañeros andaba sobrecargado de trabajo. Muy lerdos hubiéramos tenido que ser para no apañárnoslas con algo que a priori se presentaba como una «rutina habitual». Tampoco el modo en que nos enunciaron el problema se revistió de demasiada solemnidad. «Un tipo —dijo el comisario— al que le han dado una manta de hostias.» Nada hacía presuponer que se necesitara una estrella de Scotland Yard al mando de aquella pesquisa; aunque sí había, al menos, tres extremos mínimos por los que abordar la investigación. Primero, quién era el apaleado, que no portaba documentos de identificación. Segundo, por qué había recibido el varapalo. Y tercero, quién era el apaleador.
En principio, aquello sonaba como tener que mediar en una riña callejera, pero cuando el inspector jefe añadió que el tipo estaba ingresado en el hospital del Valle Hebrón, en estado de coma, comprendimos que la manta de hostias había sido un auténtico edredón. No se trataba de un rifirrafe entre borrachos, sino de una gravísima paliza.
Mientras íbamos al hospital, Garzón conservaba el ánimo festivo que inició cuando nos encargaron el caso. Estaba tan feliz que parecíamos más dispuestos a encarar un pic-nic que una serie de indagaciones. Deduje que, hasta no tener delante al comatoso, no existían para él sino motivos de contento: trabajaríamos juntos otra vez y aún estaban relativamente frescos los laureles del éxito en nuestro primer caso. Me sentí halagada, no todos los días alguien nos brinda el regalo de su amistad, aunque ese alguien sea un policía panzón bien instalado en la cincuentena.
El hospital del Valle Hebrón es uno de esos mamotretos que la Seguridad Social construyó en los años sesenta. Feo, enorme, imponente, parece más propio para enterrar faraones que para sanar ciudadanos. Al subir por las escalinatas centrales, empezó a hacerse patente esa típica población hospitalaria formada por gente de pueblo, viejos renqueantes, mujeres de la limpieza y montones de personal sanitario en grupo. Me arrugué un poco, sintiéndome perdida entre los gigantescos pabellones de nueve pisos, incapaz de saber a quién dirigirme o por dónde internarme en el coloso. Afortunadamente, mi compañero Garzón tenía un alma funcionarial que le permitía un claro discernimiento de los pasos necesarios. Se movía por aquellos corredores de mármol oscuro con toda naturalidad. «Hay que hablar con el encargado de planta —dijo— y preguntar quién recibió en urgencias a la víctima.» Yo estaba maravillada porque, como si hubiéramos dispuesto de un amuleto, a nuestro paso iban abriéndose las compuertas que llevaban al cubículo del ogro sin que ni una sola vez tuviéramos que retroceder por haber cometido algún error. Por fin, una enfermera alta y fuerte como un muro, nos llevó hasta la última etapa.
—Será mejor que ustedes vayan viendo a ese pobre hombre mientras yo busco su ficha y les averiguo quién estaba esa noche de servicio.
Entramos en una habitación con tres camas. Nuestro hombre ocupaba la izquierda; un montón de tubos conectados al cuerpo anunciaba su presencia inerte. Era como un cadáver, silencioso, inmóvil, pálido. No pude empezar a fijarme en sus rasgos hasta haber superado la fascinación que me provocan las figuras yacentes, sobre todo las escultóricas. En cuanto me ponen delante una de esas tartas pétreas representando a Carlos V, los amantes de Teruel o el duque de Alba, un latigazo de estupor respetuoso me recorre la espalda dejándome tiesa. Y sin embargo, nada tenía que ver aquel tumbado con ninguna altivez o gloria patria. Era más bien como un pajarillo magullado, como un gato atropellado en la autopista. Enjuto, breve, con manos deformes y vulgares depositadas sobre la sábana, su cara se veía hinchada por los golpes, uno de sus párpados estaba amoratado y en los labios se incrustaban restos de sangre ennegrecida.
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