Alicia Bartlett - Día de perros

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Día de perros: краткое содержание, описание и аннотация

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A la inspectora Petra Delicado y al subinspector Fermín Garzón les cae un caso aparentemente poco brillante: se ha encontrado malherido, a consecuencia de una paliza, a un individuo a todas luces marginal. El único ser que le conoce es un perro con tan poco pedigrí como su amo. El hombre muere sin recobrar la conciencia. Para la pareja de detectives comienza una búsqueda en la que la única pista es el perro. Con un capital tan menguado los dos policías se adentran en un mundo sórdido y cruel, un torrente subterráneo de sangre que sólo fluye para satisfacer las pasiones más infames.
Día de perros
Ritos de muerte
«
» Alicia Giménez Bartlett.
Las novelas de la serie “Petra Delicado” han recibido el premio «
» el año 2006.

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—Es impresionante —dije.

—Le han dado bien.

—¿Cree que fue una pelea?

—Dudo que se defendiera. Una pelea arma escándalo, hubiera habido testigos.

—¿Qué dice la ficha de la Guardia Urbana?

—Individuo desconocido, sin documentación, hallado en la calle Llobregós, barrio del Carmelo, a las tres de la mañana. Ningún testigo de la agresión. Ninguna pista o rastro. Trasladado inmediatamente a la residencia del Valle Hebrón. Ingresado en Urgencias.

—Oscuridad absoluta.

El tipo tenía el cabello de un rojo brillante, sin duda teñido. De su aspecto en condiciones normales apenas podías formarte una idea. La enfermera apareció acompañando al médico que estaba de guardia la noche que lo hallaron. Nos llevó a un despacho minúsculo y destartalado. No parecía muy impresionado por el hecho de que fuéramos policías.

—Les voy a leer la ficha de ingreso —dijo, y se caló unas gafas de pesada concha que contrastaban con su pinta juvenil—. «Ingresado en la madrugada del 17 de octubre. Paciente varón de unos cuarenta años. Sin señas particulares de identidad. Presentaba en el momento del ingreso politraumatismo general y conmoción cerebral. Se descartó el accidente de tráfico. Su estado parece el resultado de haber sido golpeado varias veces, probablemente con un objeto duro y pesado. Se le practicaron curas de urgencia en quirófano. Se halla en estado de coma, sometido a un período de observación. Es alimentado por medio de suero. Pronóstico grave.»

—¿Cree que recuperará la consciencia?

Se encogió de hombros.

—Nunca se sabe. Puede despertar, puede morirse mañana mismo o estar así mucho tiempo.

—¿Lo han reclamado, ha venido alguien a verle?

—Aún no.

—Si alguien se presentase...

—Les avisamos.

—Y, si es posible, retengan a la visita hasta que nosotros lleguemos.

—No se hagan muchas ilusiones. Aquí, sin que aparezcan testigos de que han pasado por el mundo, se muere bastante gente.

—¿Puede enseñarnos la ropa que llevaba?

Nos acompañó hasta un almacén que parecía una oficina de objetos perdidos. Las cosas de nuestro hombre estaban metidas en una bolsa de plástico a la que habían cosido un número. No había demasiado: un mugriento pantalón tejano, una camisa anaranjada con restos de sangre, una cazadora y una gruesa cadena de oro macizo. Los zapatos, unas zapatillas deportivas gastadas, ocupaban un envoltorio aparte. No llevaba calcetines.

—Esa joya ostentosa de tan mal gusto nos indica que estamos ante un hortera —dictaminé en plan esnob.

—Y que no le atacaron para robarle. Ese trasto debe de valer mucho dinero —añadió Garzón.

Me volví hacia la encargada del almacén:

—¿No llevaba nada en los bolsillos, algunas monedas, llaves?

Debió de parecerle una pregunta inconveniente, porque contestó de mal talante:

—Oiga, todo lo que llevaba encima lo tiene usted ante sus ojos. Aquí nadie toca nada.

Ya lo había comprobado mil veces. No rozar la susceptibilidad del currante hispano es más difícil que pasear junto a las cataratas del Niágara sin salpicarse.

Cruzando la salida de aquel palacio imperial en decadencia ya pudimos sacar nuestras primeras conclusiones. Aquel tipo era un lumpen. Quien le cascó no tenía interés en robarle, pero sí en vaciarle los bolsillos. O no quería que le identificáramos o andaba buscando algo concreto. El apaleado debía de estar metido en cosas feas porque, de lo contrario, y dada su pinta, no hubiera tenido dinero suficiente como para pagar aquel adorno de oro.

—¿Permite que le resuelva el caso, inspectora? —soltó de pronto Garzón.

—¡No se prive, querido amigo!

—Es evidente que se trata de una venganza, de un ajuste de cuentas. Y por el aspecto y las características del tipo no parece que nos movamos en altas finanzas mafiosas. No, apuntemos más bajo. Me jugaría algo a que son drogas, suele resultar lo más común. Este pobre desgraciado es un camello de tres al cuarto que metió la pata en algo. Le han dado un escarmiento y se les ha ido la mano. Un caso vulgar.

—Entonces lo más probable es que esté fichado —conjeturé.

—Si no como camello, estará fichado por algún pequeño delito sin importancia.

—¿Cuándo tendremos los resultados de las huellas?

—Esta tarde.

—Muy bien, subinspector, entonces, según usted, ya podemos cantar «caso cerrado».

—No se aclare aún la garganta. Si es como yo le digo, esa canción la cantarán otros. Los asuntos de drogas tienen su departamento, y ésos no dejan meter la cuchara a nadie. Echarán una ojeadilla y, si este tipo no está implicado en algo gordo, le darán carpetazo. ¡Al cuerno, un camellete menos en el amplio desierto!

Ni por un momento dudé de que llevara razón. Y no porque hubiera desarrollado una fe ciega en las condiciones polizónticas de mi compañero, sino porque sus suposiciones encadenadas sonaban bastante bien. También la última conclusión... ¿qué significaba para nadie un camello menos en el orbe? Ni aquél iba a pasar por el ojo de una aguja, ni un solo rico traficante más entraría en el reino de las Leyes. Quizás aquella misma tarde el caso ya estuviera fuera de nuestras manos.

—¿Y ahora?

—Ahora se impone una parada en el Carmelo, Petra. Inspeccionaremos la zona, hablaremos con los vecinos. Luego, desde el restaurante donde comamos, llamaremos por teléfono al laboratorio de huellas por si lo han identificado y tenemos que volver a preguntar. No se me ocurre más.

El Carmelo es un extraño barrio obrero de Barcelona. Abigarrado en una colina, sus calles estrechas hacen pensar en la estructura de un pueblo. A pesar de su extrema modestia, resulta más acogedor que esos descampados de las afueras donde bloques inmensos se alinean, ordenados y muertos, junto a las vías del tren o la autopista. No se veían restaurantes propiamente dichos, pero había muchos bares donde podíamos comer, todos de obreros, todos decorados con la inspiración casual de un dueño poco meticuloso, todos perfumados por el irrespirable aceite de los fritos. Le insinué a Garzón que podíamos contentarnos con un piscolabis tomado de pie en cualquier parte; pero él se revolvió como si le hubiera mentado Honor, Dios y Patria al mismo tiempo.

—Ya sabe usted que si no como algo caliente después me duele la cabeza.

—No he dicho nada, Fermín; comamos lo que usted quiera.

—Le gustarán estos bares, están llenos de trabajadores, son democráticos de verdad.

Dimos fe de democracia directamente experimentada en un bar de la calle Dante llamado El Barril. Las mesas en las que Garzón suspiraba por situarse no eran individuales sino colectivas. En ellas te sentabas, codo con codo, junto a una persona desconocida, exactamente igual que en los restaurantes recoletos del Barrio Latino.

La clientela entraba en bandadas, la mayor parte luciendo un mono de trabajo de diferente color según la ocupación. Se colocaban en lugares prefijados por la costumbre, y nos lanzaban un saludo como debían de hacer siempre con los no habituales.

Enseguida empezaron a aparecer platos de sopa, judías estofadas, ensaladillas rusas y coliflores al gratén. La algarabía general demostraba que la gente estaba bastante hambrienta y razonablemente feliz. Reían, se gastaban bromas de una mesa a otra y sólo de vez en cuando lanzaban miradas distraídas a una tele que atronaba inútilmente en un rincón.

La verdad es que resultaba un planteamiento simpático, incluso envidiable, que daba lugar a cierta camaradería gastronómica. Sin embargo, aquel pequeño paraíso solidario no parecía dedicado a todos por igual. Yo era la única mujer.

Garzón se había adaptado rápidamente al medio. Daba cuenta de su coliflor con buen apetito, echaba traguitos de vino, y cuando en la pantalla aparecieron las informaciones deportivas y todos se callaron un momento, él también se quedó hechizado frente a los goles y regates de balón. Luego, hasta se lió a hacer comentarios con un hombre fornido que tenía al lado, y estuvieron los dos de acuerdo en llamarle «bandido» a un entrenador. Le admiré sin limitaciones por su capacidad de sumarse al ambiente con tanta naturalidad.

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