Alicia Bartlett - Día de perros

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Día de perros: краткое содержание, описание и аннотация

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A la inspectora Petra Delicado y al subinspector Fermín Garzón les cae un caso aparentemente poco brillante: se ha encontrado malherido, a consecuencia de una paliza, a un individuo a todas luces marginal. El único ser que le conoce es un perro con tan poco pedigrí como su amo. El hombre muere sin recobrar la conciencia. Para la pareja de detectives comienza una búsqueda en la que la única pista es el perro. Con un capital tan menguado los dos policías se adentran en un mundo sórdido y cruel, un torrente subterráneo de sangre que sólo fluye para satisfacer las pasiones más infames.
Día de perros
Ritos de muerte
«
» Alicia Giménez Bartlett.
Las novelas de la serie “Petra Delicado” han recibido el premio «
» el año 2006.

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—¿Sabe si andaba metido en algún asunto de drogas?

Se impacientó:

—Ya le he dicho que no sé nada, que no he visto a ese hombre en la vida. Es muy sencillo, a un tipo que tenía alquilado le han dado unas hostias, ¿correcto? Muy bien, de acuerdo, a lo mejor se dedicaba a vender droga, a lo mejor era chulo y otro chulo le ajustó las cuentas... puede ser cualquier cosa, ¿comprenden?, pero sea lo que sea yo nunca me enteré.

La agencia inmobiliaria Urbe parecía destinada a convertirse en el eslabón que determinaría si nuestro yacente era Ignacio Lucena Pastor. Una señorita nos informó de que el contrato del tal Lucena lo había gestionado una secretaria que ya no trabajaba allí.

—Bien, perfecto, dénos su dirección, necesitamos que identifique a una persona —ordenó Garzón.

—Es que Mari Pili se casó hace un año. Dejó el trabajo y se fue a vivir a Zaragoza.

—¿Y no conservan ustedes su dirección, su número de teléfono?

—No. Cuando se marchó dijo que nos escribiría, que seguiríamos en contacto; pero luego ya saben ustedes cómo son esas cosas...

Garzón empezó a utilizar un tono desesperado:

—¿Y nadie más habló nunca con el inquilino?, ¿nadie iba a cobrarle el alquiler?, ¿nadie lo vio jamás?

La chica estaba cada vez más compungida.

—No.

—Entonces, tendrá usted el nombre del banco con el que operaba, el número de cuenta.

—No, no lo tengo, este señor mandaba un talón por correo el día dos de cada mes, y como nunca hubo ningún problema...

—Y naturalmente, la dirección del remite era siempre la del piso —dijo Garzón a punto de comérsela.

—Sí —musitó la chica, acobardada, y añadió temiendo quién sabe qué represalias—: Es todo legal.

—Enséñenos el contrato.

—No sé dónde está.

—Perfecto, ahora sí lo veo muy claro. Alquilan ustedes pisos a inmigrantes ilegales, a gente sin documentación, y lo hacen sin que conste en parte alguna, ¿verdad?

—Será mejor que hable con mi jefe.

—No se preocupe, voy a dar parte en comisaría y enviarán a alguien para que averigüe qué coño pasa aquí.

La chica suspiró, quizás porque sabía que, tarde o temprano, se descubriría el pastel.

En el coche, Garzón estaba indignado:

—¡Pero bueno, esto es la hostia!, ¿no dicen que todos estamos fichados, que figuramos en un montón de listas, que se conocen oficialmente hasta nuestros más íntimos pensamientos? Pues no, no es verdad, podemos vivir cien años en el mismo sitio y resulta que no existimos, que nadie conoce ni nuestra cara.

—Tranquilícese, Fermín. Vamos a ver si Pinilla ha sacado algo más de los vecinos.

El sargento Pinilla fue taxativo: nada. Nadie podía reconocer al herido mirando la fotografía que se había tomado en el hospital, nadie. Tampoco en los archivos de identidad figuraba ese nombre.

—Inténtenlo ustedes, a lo mejor la policía intimida a la gente más que los municipales; aunque lo dudo, ¡es tan fácil decir que no se conoce a alguien! ¿Para qué buscarse problemas?

—¿Dónde tienen al perro que estaba en la casa? —pregunté.

—En el almacén.

—¿Podemos verlo?

Recibí de ambos hombres una mirada de incomprensión y curiosidad.

—Es que me gustaría interrogarlo —bromeé.

Pinilla soltó una risotada y se puso en camino:

—¡Por mí como si quiere condenarlo a cadena perpetua! Lo de tener perros en el almacén es una complicación, créame.

Nos condujo hasta una gran nave que se encontraba en el sótano. Los objetos más dispares abarrotaban enormes estanterías de madera barata. En un rincón, aislado del recinto por una valla metálica, había un perro tumbado junto a un bol de comida para perros y otro de agua. Al vernos, dio un bote vertical y arrancó a ladrar a pleno pulmón.

—Aquí tienen, ¡el chucho!; como pueden ver, aún no ha perdido la moral.

—¡Qué feo es, el jodido! —soltó Garzón.

Realmente lo era. Encanijado, lanudo, negro, orejón, sus patas cortas y torcidas se engarzaban a un cuerpo de peluche tronado. Sin embargo, había en sus ojos cierta mirada de lucidez realista que me llamó la atención. Metí la mano por entre los barrotes y le acaricié la cabeza. Al instante se me transmitió, dedos arriba, un calorcillo entrañable. El animal fijó en mí sus pupilas cavilosas y me arreó un lametazo sincero.

—Es simpático —sentencié—. Prepárenoslo, sargento, nos lo llevamos. Lo necesitamos para la investigación.

Pinilla ni se inmutó, pero Garzón quedó estupefacto. Se volvió hacia mí:

—Oiga, inspectora; ¿qué demonios se supone que vamos a hacer con ese bicho?

Le dirigí una mirada de mando que no había utilizado con él desde tiempo atrás.

—Ya se lo comunicaré, Garzón, de momento vamos a llevárnoslo.

Por fortuna captó la situación al vuelo y se calló, no era cuestión de hacer más inconvenientemente pública su sorpresa.

—¿Puedo pedirles un favor? —preguntó Pinilla—. ¿No les importaría dejarlo en la perrera cuando hayan concluido sus investigaciones? Total, que esté con nosotros un día más o menos digo yo que no alterará el reglamento.

Le habíamos venido como agua de mayo al sargento, que se libraba del incómodo cánido antes de lo previsto. Tres narices le importaba para qué pudiéramos necesitarlo con tal de que se lo quitáramos de en medio. A Garzón la cosa le intrigaba un poco más. En realidad estaba loco por preguntarme, sólo que, después del recordatorio de mi autoridad, en ningún momento se hubiera permitido preguntarme de nuevo. Supongo que cuando llegamos al hospital empezó a barruntar algo, aunque tampoco entonces habló.

La primera dificultad de mi plan consistía en llevar al perro hasta la habitación de la víctima sin que nadie lo advirtiera. Ni se me ocurrió pedir permiso formal para entrar con un perro en el recinto. No se trataba de que estuviera inclinándome por métodos poco ortodoxos, pero tenía el pálpito de que cualquier intento de legalidad oficial en aquel laberinto mastodóntico podía derivar en centenares de papeles que incluirían pólizas, fotocopias e impresos especiales para autorizar perros negros.

Le pedí a mi compañero que se quitara su cumplida gabardina. Saqué al perro de la trasera del coche y me lo metí bajo el brazo. Entonces, procurando no atemorizarlo, lo cubrí con la gabardina de modo que quedara completamente oculto. Se dejó hacer, incluso parecía que le gustaba porque sentí una húmeda caricia en el dorso de la mano.

De esa guisa entramos en el hospital. Hubiera jurado que Garzón renegaba soto voce, pero muy bien podían ser los gruñidos del perro. Yo me encontraba serena; al fin y al cabo aquello significaba una trasgresión mínima de las normas, nada que no pudiera ser justificado como un acto de servicio.

Los celadores nos franquearon la entrada sin problemas al enseñarles las placas. Tampoco llamamos la atención de nadie en el trayecto hasta la habitación de nuestro hombre. Cuando abrí la puerta, comprendí que mis oraciones, aun pronunciadas entre dientes, habían sido atendidas. En el interior no había personal sanitario, y los dos viejos que compartían la estancia se encontraban dormidos. Libré a mi polizonte de su embozo y lo dejé en el suelo.

Estaba extrañado por las esencias medicinales que percibía en el aire. Olió por todos lados, resopló, se movió erráticamente y, de pronto, quedó petrificado por algo que su fina nariz acababa de captar. Enloquecido, galvanizado por el hallazgo, empezó a dar saltos y a emitir ladridos alegres en torno a la cama del individuo inconsciente. Por fin, puesto a dos patas, vio al que sin duda era su amo, y estalló en gañidos de felicidad mientras intentaba lamerle las manos, inermes sobre la sábana.

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